Siete
países de Latinoamérica tienen en sus Códigos Penales criminalizado
cualquier supuesto de aborto. Chile, Haití, Honduras, Nicaragua,
República Dominicana, Surinam y El Salvador. En otros como Costa Rica,
México y Argentina donde se contempla la posibilidad del aborto
terapeútico, la conjura entre médicos y jueces hace prácticamente
imposible que una mujer pueda acceder a interrumpir su embarazo en el
Servicio Público de Salud.
En México una niña de 11 años quedó
encinta al haber sido violada por su propio padre. Ni la evidencia de
la agresión, ni el peligro que vivía la criatura inmadura para dar a
luz, ni la presión de las feministas movieron un ápice a la compasión
ni a la Iglesia ni al Estado para permitirle el aborto.
En Chile
ha gobernado una coalición llamada de Concertación Democrática que ha
estado presidida durante una legislatura por la socialista Michelle
Bachelet, que repite ahora mandato, y sin embargo ha sido imposible que
se legalizara el aborto, ni siquiera en los casos más graves.
En
Costa Rica a pesar de estar permitido el aborto terapéutico es casi
imposible que una mujer embarazada de un feto inviable pueda
practicárselo en el Servicio Público de Salud.
En Nicaragua, el
Presidente Daniel Ortega, otrora guerrillero y dirigente del Frente
Sandinista, llegó a un acuerdo con el reaccionario cardenal Obando,
para prohibir, en todo supuesto, la interrupción voluntaria del
embarazo. Me llegan los llamamientos desesperados de las organizaciones
feministas explicándome que están muriendo diariamente mujeres por
practicarse abortos clandestinos en condiciones sanitarias deplorables,
y que si descubren a las supervivientes las encarcelan.
En El
Salvador, donde desde hace dos legislaturas han ganado las elecciones
los dirigentes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, que
libraron durante veinte años una cruenta guerra contra la oligarquía
que mantenía uno de los más sanguinarios gobiernos de Centro América,
están encarceladas 17 mujeres por haberse practicado un aborto. Es muy
penoso comprobar que los revolucionarios pueden comportarse con las
mujeres como los peores reaccionarios.
En todos estos países los
médicos se han rendido al poder, sin mostrar un ápice de compasión y
humanidad, cobardes atemorizados se niegan a practicar ningún aborto,
incluso cuando la vida de la madre corre peligro o el feto es inviable.
Pero
tanto los medios de comunicación como los políticos de los países
democráticos, tratan a los mandatarios latinoamericanos que mantienen
tal represión contra sus ciudadanas como si se tratara de iguales,
obviando cotidianamente cualquier denuncia contra la masacre que allí
se produce para impedirles a las mujeres la libertad de decidir su
maternidad.
En unas sociedades como las de esos países
latinoamericanos, en donde rige un patriarcado primitivo y la violencia
contra las mujeres se ejerce por los hombres impunemente, donde las
desigualdades económicas sitúan a las mujeres pobres en el último
escalón de la marginación, en las que persiste la imposibilidad de
acceder a los derechos fundamentales por parte de las clases explotadas
y particularmente de las mujeres, donde la participación de estas en la
vida política sigue siendo minoritaria o coaccionada por intereses
políticos de los partidos gobernantes que no reflejan sus intereses, la
penalización del aborto significa una doble represión contra ellas. En
esos países, a pesar de sus pomposas declaraciones de democracia, con
las que sus gobernantes se llenan la boca en discursos públicos y en
las relaciones diplomáticas con el resto del mundo, no se ha amenguado
un ápice la influencia de la Iglesia católica más reaccionaria, con una
negación permanente para cumplir la Laicidad del Estado, siendo así que
la doctrina de las Encíclicas sigue rigiendo la vida civil.
La
penalización absoluta del aborto, en los países antes reseñados, debe
afectar a la conciencia de todas las mujeres y de todos los hombres que
acepten los principios fundamentales que han construido los Estados
Modernos. La libertad, la igualdad y la fraternidad son conceptos
vacíos, pervertidos y gastados, cuando se persigue a las mujeres por
disponer de su propio cuerpo y se les prohíbe escoger cuando quieren
ser madres. La propia Organización Mundial de la Salud ha aconsejado a
los gobiernos que legalicen el aborto y se practique en el Sistema
Público Sanitario. Está demostrado que en los países donde rigen tales
normas legales no solo dejan de ocasionarse muertes por abortos
sépticos, así como las consecuencias invalidantes de estos, sino que
implementando a su vez los métodos anticonceptivos modernos se producen
menos embarazos indeseados.
En Chile, en Honduras, en Argentina,
en México, cuyos gobernantes aparecen triunfantes y contentos en los
medios de comunicación, presumiendo de que en sus países se ha
implantado la democracia y la modernidad, no importa si la vida de una
mujer gestante corre peligro, no importa si las condiciones del feto
son incompatibles con la vida, y menos aún si el embarazo es producto
de una violación. Cientos de niñas, jóvenes y mujeres adultas son
obligadas a parir sin que haya que velar por su bienestar físico y
emocional ni se tenga en cuenta su decisión.
En ningún momento
de su vida como en la maternidad se constata con total evidencia que
las mujeres constituyen la clase más explotada y oprimida de esos
países, que son vistas como simples máquinas de reproducción, y que
sobre su existencia recae con toda crueldad el dominio patriarcal que
considera los cuerpos de las mujeres como su propiedad.
El
machismo se ceba en todas las mujeres. Incluso las de mayores recursos
económicos –que suelen pertenecer al padre o al marido- tienen que
contar con el permiso de estos para que puedan abortar en los
hospitales privados. No son dueñas de su decisión. Los médicos no las
atenderían sin contar con la anuencia del hombre que las posee. Por
supuesto, en ningún país del mundo se considera que el aborto es
responsabilidad de los hombres con quienes han engendrado las mujeres,
acusadas de ser delincuentes. Tanto el sufrimiento físico y emocional,
como la responsabilidad social y criminal recaen exclusivamente en la
mujer. Ellos no son cuestionados en ningún momento, ni se les imputa en
el proceso penal. Inclusive cuando un embarazo es producto de una
violación en el seno del matrimonio. Y fuera de él, la imposibilidad de
probar la violación hace que el noventa por ciento de los casos queden
impunes.
Todas las mujeres y todos los hombres que creen y
defienden los Derechos Humanos deben unirse a la campaña para exigir
que el aborto se despenalice en esos países, por una cuestión de
justicia, de derechos humanos, de salud, de ética y de libertades
fundamentales; porque las mujeres son seres humanas.
Las medidas
más elementales que los gobiernos deben aprobar para proteger la vida y
la salud de sus ciudadanas comienzan por despenalizar el aborto
terapéutico, con carácter libre y gratuito, como paso fundamental para
erradicar las barreras legales que deterioran aún más los servicios de
salud para las mujeres y su igualdad en derechos con los hombres.
Así
mismo, esos gobiernos deben organizar al acceso a métodos
anticonceptivos eficaces y no dañinos y extender en la población la
educación en Derechos Sexuales y Reproductivos, que genere cambios
socioculturales para la erradicación de estereotipos machistas con
respecto a la maternidad, a fin de que las mujeres sean dueñas de su
sexualidad. Es preciso que el sistema político sea el de separación de
las Iglesias y el Estado Laico, que no permita la injerencia de
sectores religiosos fundamentalistas y antidemocráticos en la
legislación del país.
Y es preciso que se apoye masivamente la
campaña por el indulto inmediato e incondicional a las 17 mujeres
prisioneras en El Salvador, acusadas de haberse practicado un aborto.
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