2/21/2010



Por qué no deben intervenir en la política

Arnaldo Córdova

Que se diga que ni los militares ni los ministros de los cultos deben intervenir en política no es, de ninguna manera, una obscenidad, como a muchos les parece. Hay razones constitucionales, legales y políticas para ello. En lo personal, tanto los militares como los clérigos pueden intervenir en la política, pero deben hacerlo bajo ciertas reglas. La primera es que deben dejar sus respectivos ministerios u ocupaciones profesionales, porque si actúan en esa condición dan lugar a violaciones de la ley y de la Carta Magna, amén de que crean conflictos políticos y sociales que no pueden permitirse.

En el caso de los militares, todo comienza con la misión que la Constitución les encomienda y que es muy clara y terminante: defender al Estado, a sus instituciones y a la sociedad de amenazas que puedan provenir del exterior o peligros que se generan en el interior de la República. Aquí andamos mal ya desde el momento en que hacemos de las secretarías de Estado que deben conducir la marcha institucional de las fuerzas armadas algo así como una propiedad exclusiva de las mismas fuerzas armadas, como si éstas pudieran concebirse como entidades por fuera o por encima del propio Estado. Esa aberración política se refleja de cuerpo entero en expresiones como la de general secretario con que se designa al secretario de la Defensa Nacional o también la de almirante secretario para referirse al secretario de la Armada.

La guerra es demasiado importante como para dejársela a los militares, solía decir el presidente Roosevelt; habría que imaginar lo que habría dicho de la política en manos de los generales. En todo caso, no es de ningún modo asunto de ellos y su misión no tiene nada que ver con la conducción de una nación. En la actualidad, somos uno de los muy pocos países en el mundo que todavía se permiten ese grotesco anacronismo de poner a un militar como titular de un ministerio de las fuerzas armadas. En materia militar, tenemos como modelo preferente a los Estados Unidos; pues deberíamos seguirlos también nombrando a un secretario civil para todas las fuerzas armadas (el secretario de la Defensa) y no a un militar para cada rama (y aquí, los propios militares deberían explicar cómo es que la Fuerza Aérea sigue subordinada al Ejército y no cuenta con su propio departamento, como en alguna ocasión lo señaló el general Garfias).

A muchos les ha parecido una barbaridad que el secretario de la Defensa haya pronunciado un discurso que llama a apoyar el proyecto de reforma política de Calderón. Si se piensa que es un secretario de Estado, no hay nada que reprocharle, pues es la función de un secretario de Estado (es como si lo hubiera dicho Gómez Mont). En todo caso, hay dos obviedades: una, que Galván actuó como militar, porque eso es; otra, que lo hizo, evidentemente, porque Calderón se lo pidió. Hay otras cuestiones que a mí me preocupan más, como la de ver a los militares en las calles o en las carreteras. Ya el general habrá podido ver que, por el aluvión de críticas que recibió, es mejor que no se meta en lo que no le compete.

Recientemente, algunos militares filtraron a la prensa que no quieren que en las misiones de guerra que Calderón les encomienda vayan a correr con la suerte de los generales Quiroz Hermosillo y Acosta Chaparro, que fueron acusados, juzgados y convictos por crímenes de lesa humanidad en la guerra sucia en Guerrero. Para ello piden una legislación más clara al respecto. En ese tenor, deberían exigir que no les den encomiendas que van en contra de su función constitucional, porque, a querer o no, corren ese riesgo. Sería muy bueno que ellos mismos demandaran, en primer término, que se les dispensara de hacerse cargo de unas secretarías de Estado que ellos no están calificados para dirigir.

En lo tocante a los ministros de los cultos, hemos llegado a situaciones que son de verdad regocijantes. Saben muy bien, porque se les ha explicado desde siempre, que ellos no pueden intervenir en política por dos obvias razones: la primera, que en su condición no son como los demás, pues tienen la calidad de pastores de sus fieles y, como tales, cuentan con demasiadas ventajas sobre otros y, en política, pueden muy bien inclinar la balanza a favor de unos y condenar a otros en desmedro de la igualdad de las oportunidades políticas que es la base de la democracia. La segunda, que han demostrado siempre estar del lado de ciertos intereses en los que se integran los que ellos mismos representan y, si se les permite predicar sobre la política, la verdad sea dicha, no pueden ser neutrales.

La reforma en curso del artículo 40 constitucional, haciendo explícito el carácter laico del Estado mexicano, ellos lo saben, no cambia en nada las cosas tal y como ya están instituidas en la Constitución. De hecho, sólo se agrega una palabra cuyo contenido ya está estipulado y descrito en el artículo 130, que se refiere a las relaciones del Estado con las iglesias. A veces hay mentes entre esos ministros de los cultos que quieren ser lúcidas, sin lograrlo nunca, como el nuevo secretario ejecutivo de la CEM, Eugenio Lira Rugarcía, que reconoce que un Estado moderno debe ser laico, pero luego afirma que un Estado así debe reconocer la dimensión privada y pública de la religión. No supo lo que dijo.

La religión, en un Estado moderno, jamás puede tener una dimensión pública, pues es un asunto atinente exclusivamente a la conciencia particular de los individuos y, por tanto, es un asunto puramente privado de la persona. Si la religión transitara hacia una dimensión pública, se convertiría, automáticamente, en una religión de Estado y eso es inadmisible en un Estado moderno. Por eso debe ser laico. Lo que de verdad desean es que bajo la enseña de la libertad religiosa el Estado mexicano se vuelva un Estado confesional. Es lo que los dinos de la jerarquía católica quieren (y para qué hablar de los pequeños e intrascendentes dinos de las sectas evangélicas).

Resulta hilarante que Sandoval Íñiguez diga que la reforma “va contra el principio democrático de la igualdad de los mexicanos… quita libertades e igualdades”. Para ese brontosaurio medieval la libertad y la igualdad deberían darse aherrojadas en el concepto de una sociedad mexicana toda católica, toda reaccionaria, toda obediente de sus mandatos, incluido el Estado y en la que, por supuesto, sus pederastas hicieran su agosto impunemente. El protestantito Arturo Farela, que se la pasa haciéndole segunda a los jerarcas católicos, sobre todo cuando del aborto se habla, se atrevió a decir que la reforma es poner bozal a algunos mexicanos y reclamó un Estado donde todos podamos participar en la consolidación de la democracia. En realidad, lo que quieren es un Estado en el que ellos sean los que decidan.

Las Afore, contra el patrimonio de los trabajadores

Informes recientes de la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro (Consar) ponen en evidencia la injusticia y el rotundo fracaso que se han desprendido de la aplicación del modelo vigente de pensiones y jubilaciones, basado en cuentas de retiro individualizadas bajo la administración de empresas financieras privadas: las administradoras de fondos para el retiro (Afore). De acuerdo con cifras de ese organismo regulador, en enero del presente año se registró en el país una minusvalía –eufemismo para referirse a pérdidas– de 4 mil 400 millones de pesos en los fondos de pensión, atribuida a la inestabilidad en los mercados accionarios internacionales.

A mayor abundamiento, debe señalarse que esta pérdida se produce a pesar de que en el primer mes de este año se registró, de acuerdo con datos de la propia Consar, la mayor captación de recursos en los fondos de pensión desde abril de 2008, unos 13 mil millones de pesos. Es decir, a pesar de que los trabajadores en conjunto aportaron más dinero a sus cuentas de retiro, el monto global de las mismas acusó una baja como resultado de los vaivenes especulativos a que esos recursos son sometidos por las administradoras.

Con semejante evidencia de la falta de responsabilidad, sensibilidad y visión por parte de las empresas financieras encargadas de administrar esos fondos –para lo cual, además, los trabajadores deben pagar comisiones de las más altas en el mundo–, las autoridades tendrían que emprender procesos de revisión y ajuste del actual sistema de pensiones y jubilaciones. Dicho modelo, cabe recordarlo, fue adoptado en el país en tiempos de Ernesto Zedillo, en medio de la euforia tecnocrática por el desmantelamiento de las funciones estatales y por el traslado de éstas al sector privado. Más tarde, en marzo de 2007, el gobierno calderonista negoció la aplicación de un régimen similar para el manejo de cuentas de retiro de los trabajadores del Estado –la llamada reforma a la Ley del ISSSTE–, el cual fue avalado con el apoyo de la expresión legislativa de la alianza política gobernante: los partidos Acción Nacional, Revolucionario Institucional, Verde Ecologista y Nueva Alianza.

Lo cierto es que, a más de una década de la implantación de tal sistema en el país, y a juzgar por los datos anteriormente referidos, no parece haberse cumplido con el objetivo entonces expuesto por el gobierno zedillista (proporcionar a la ciudadanía un sistema de pensiones eficiente y financieramente sustentable, que garantice de manera transparente y justa el otorgamiento de una pensión para los trabajadores al momento de su retiro), pero sí se ha creado, con la conversión de los dineros de los trabajadores en instrumentos de especulación en el mercado bursátil, una oportunidad de negocio inmejorable para las administradoras de estos fondos: a fin de cuentas, esas firmas no invierten ni arriesgan recursos propios –todo eso corre a cargo de los trabajadores–, y sí registran ganancias en su favor con tales operaciones.

El actual sistema de pensiones constituye, pues, un fiel reflejo de las implicaciones del programa económico neoliberal, que preconiza el recorte indiscriminado de las potestades del sector público y la generación de prebendas para el sector privado, particularmente el financiero. Ante la ofensiva que esto representa para los asalariados y sus familias, se hace cada vez más manifiesta la necesidad de corregir las desviaciones existentes en el modelo de pensiones vigente y encontrar una fórmula que garantice a la población el acceso a una jubilación digna, sin que ello implique poner en riesgo su patrimonio.



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