Carolina Beauregard
En punto de las 17:30 horas, el pasado martes 7 de septiembre comenzó la liberación de las siete mujeres encarceladas en Guanajuato, que cumplían penas de 25 a 35 años por presuntos abortos espontáneos.
Dada la naturaleza del tema, la noticia causó controversia en el debate público nacional. Lo mismo opinaron periodistas, intelectuales, organizaciones de la sociedad civil, dirigentes de partidos políticos, la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, la Organización de las Naciones Unidas y, por supuesto, la Iglesia católica y los funcionarios públicos de Guanajuato involucrados.
Como era de esperarse, la nota ocupó durante varias semanas planas, portales y menciones de medios de comunicación nacionales. Y no era para menos, puesto que la percepción que se expuso fue la de la mujer mexicana sumida en la pobreza, víctima del machismo y de una absoluta violación a sus derechos humanos en el conservador estado de Guanajuato ante la mirada atónita de la sociedad mexicana y la comunidad internacional.
Y es que en pleno siglo XXI, ¿quién se atrevería a imponer una pena de cárcel desmedida e inhumana —de 25 a 30 años— por un proceso fisiológico involuntario, y por tanto natural, como lo era un “aborto espontáneo”?
La respuesta es que, contrariamente a lo que numerosos medios de comunicación revelaron en sus notas, el aborto natural o inducido, definido por la Real Academia de la Lengua Española como lo contrario a nacer, interrupción del embarazo por causas naturales o deliberadamente provocadas y que eventualmente puede constituir un delito, nunca fue la causal por la que estas siete mujeres guanajuatenses fueron privadas de su libertad.
Lo anterior fue constatado el 18 de agosto por los observadores de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas que visitaron Guanajuato al término de la misión de evaluación de los derechos humanos de las mujeres en esa entidad.
Lo que sí es verdad es que el Congreso del estado de Guanajuato aprobó en el 2000 establecer una reforma en el artículo 156 del Código Penal, donde se imponía una pena de cárcel de 25 a 30 años para el delito de infanticidio u homicidio en razón de parentesco. De tal forma, el aborto o cancelación del embarazo en sus primeras 12 semanas de gestación es un tema totalmente distinto y ajeno a lo legislado por los diputados locales del estado en cuestión.
Así pues, el caso de Guanajuato fue el de siete mujeres que tuvieron un parto prematuro, en el que dieron a luz a niños que nacieron, respiraron y murieron. Niños que pudieron haber vivido de haber recibido la atención médica necesaria, es decir, murieron por negligencia de la madre.
Ante la presión política y mediática, las autoridades de Guanajuato decidieron ceder, como frecuentemente sucede en nuestro país. Y en una votación de 35 votos a favor y uno en contra, el Congreso local aprobó reducir la pena de tres a ocho años de prisión, “cuando el sujeto activo del delito sea la madre que prive de la vida al recién nacido y cuya conducta se deba a razones sociales y culturales”. Tal modificación permite a la madre que cometa el delito salir bajo fianza, razón por la cual procedió la excarcelación el pasado 7 de septiembre.
Al margen de la parafernalia que se armó en torno al tema, numerosas interrogantes surgen al conocer a fondo este lamentable suceso. ¿Cuáles son las razones sociales y culturales que orillan a la madre a privar de la vida a su hijo recién nacido? ¿Embarazos no deseados? ¿La causante fue la pobreza, el abandono o depresión?
Resulta difícil imaginar y juzgar las circunstancias que obligaron a estas mujeres a negarles el derecho a la vida a sus hijos. Lo cierto es que el Estado mexicano tiene una enorme deuda que saldar con la mujer embarazada y los esfuerzos para resarcir el daño hasta ahora han sido insuficientes. Retraso que sí representa una alerta de género.
Primero que nada es necesario agilizar el proceso de adopción en México y que sea una alternativa real para que los niños producto de embarazos no deseados puedan encontrar una familia funcional que los acoja.
Por otro lado, el Seguro Popular, aunque es un buen comienzo, no basta, puesto que la indefensión de una madre y su hijo no termina en el parto. El reto es grande, porque incluye múltiples reformas integrales, que inciden en el ámbito laboral, como la capacitación para el empleo, préstamos para el autoempleo y la prerrogativa de servicios como el de guarderías de calidad, donde la vida de los hijos de las madres trabajadoras no corra peligro, por mencionar algunas.
La salida más fácil y barata para cualquier gobierno que no quiera asumir su compromiso de proveer “igualdad de oportunidades” para sus ciudadanos es sugerirle a una mujer embarazada en condición vulnerable que el aborto es su mejor opción ante su situación de marginación.
De tal forma, resulta urgente poner en el centro de las políticas públicas a la mujer embarazada para que tenga verdaderas opciones y pueda elegir libremente, sin coacciones económicas ni de ningún tipo, ser madre o no. Ella y su hijo deben tener acceso a la salud, a la educación y a una vida digna; sin embargo, es lamentable que en nuestro país exigir lo básico aún suene a utopía.
Politóloga de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Dada la naturaleza del tema, la noticia causó controversia en el debate público nacional. Lo mismo opinaron periodistas, intelectuales, organizaciones de la sociedad civil, dirigentes de partidos políticos, la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, la Organización de las Naciones Unidas y, por supuesto, la Iglesia católica y los funcionarios públicos de Guanajuato involucrados.
Como era de esperarse, la nota ocupó durante varias semanas planas, portales y menciones de medios de comunicación nacionales. Y no era para menos, puesto que la percepción que se expuso fue la de la mujer mexicana sumida en la pobreza, víctima del machismo y de una absoluta violación a sus derechos humanos en el conservador estado de Guanajuato ante la mirada atónita de la sociedad mexicana y la comunidad internacional.
Y es que en pleno siglo XXI, ¿quién se atrevería a imponer una pena de cárcel desmedida e inhumana —de 25 a 30 años— por un proceso fisiológico involuntario, y por tanto natural, como lo era un “aborto espontáneo”?
La respuesta es que, contrariamente a lo que numerosos medios de comunicación revelaron en sus notas, el aborto natural o inducido, definido por la Real Academia de la Lengua Española como lo contrario a nacer, interrupción del embarazo por causas naturales o deliberadamente provocadas y que eventualmente puede constituir un delito, nunca fue la causal por la que estas siete mujeres guanajuatenses fueron privadas de su libertad.
Lo anterior fue constatado el 18 de agosto por los observadores de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas que visitaron Guanajuato al término de la misión de evaluación de los derechos humanos de las mujeres en esa entidad.
Lo que sí es verdad es que el Congreso del estado de Guanajuato aprobó en el 2000 establecer una reforma en el artículo 156 del Código Penal, donde se imponía una pena de cárcel de 25 a 30 años para el delito de infanticidio u homicidio en razón de parentesco. De tal forma, el aborto o cancelación del embarazo en sus primeras 12 semanas de gestación es un tema totalmente distinto y ajeno a lo legislado por los diputados locales del estado en cuestión.
Así pues, el caso de Guanajuato fue el de siete mujeres que tuvieron un parto prematuro, en el que dieron a luz a niños que nacieron, respiraron y murieron. Niños que pudieron haber vivido de haber recibido la atención médica necesaria, es decir, murieron por negligencia de la madre.
Ante la presión política y mediática, las autoridades de Guanajuato decidieron ceder, como frecuentemente sucede en nuestro país. Y en una votación de 35 votos a favor y uno en contra, el Congreso local aprobó reducir la pena de tres a ocho años de prisión, “cuando el sujeto activo del delito sea la madre que prive de la vida al recién nacido y cuya conducta se deba a razones sociales y culturales”. Tal modificación permite a la madre que cometa el delito salir bajo fianza, razón por la cual procedió la excarcelación el pasado 7 de septiembre.
Al margen de la parafernalia que se armó en torno al tema, numerosas interrogantes surgen al conocer a fondo este lamentable suceso. ¿Cuáles son las razones sociales y culturales que orillan a la madre a privar de la vida a su hijo recién nacido? ¿Embarazos no deseados? ¿La causante fue la pobreza, el abandono o depresión?
Resulta difícil imaginar y juzgar las circunstancias que obligaron a estas mujeres a negarles el derecho a la vida a sus hijos. Lo cierto es que el Estado mexicano tiene una enorme deuda que saldar con la mujer embarazada y los esfuerzos para resarcir el daño hasta ahora han sido insuficientes. Retraso que sí representa una alerta de género.
Primero que nada es necesario agilizar el proceso de adopción en México y que sea una alternativa real para que los niños producto de embarazos no deseados puedan encontrar una familia funcional que los acoja.
Por otro lado, el Seguro Popular, aunque es un buen comienzo, no basta, puesto que la indefensión de una madre y su hijo no termina en el parto. El reto es grande, porque incluye múltiples reformas integrales, que inciden en el ámbito laboral, como la capacitación para el empleo, préstamos para el autoempleo y la prerrogativa de servicios como el de guarderías de calidad, donde la vida de los hijos de las madres trabajadoras no corra peligro, por mencionar algunas.
La salida más fácil y barata para cualquier gobierno que no quiera asumir su compromiso de proveer “igualdad de oportunidades” para sus ciudadanos es sugerirle a una mujer embarazada en condición vulnerable que el aborto es su mejor opción ante su situación de marginación.
De tal forma, resulta urgente poner en el centro de las políticas públicas a la mujer embarazada para que tenga verdaderas opciones y pueda elegir libremente, sin coacciones económicas ni de ningún tipo, ser madre o no. Ella y su hijo deben tener acceso a la salud, a la educación y a una vida digna; sin embargo, es lamentable que en nuestro país exigir lo básico aún suene a utopía.
Politóloga de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
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