De la investigación de los crímenes de Colosio y Ruiz Massieu se habría de encargar la autoridad judicial; pero a finales de 1994, el levantamiento había alcanzado resonancia incluso internacional: el Ejército había sido movilizado en las cañadas chiapanecas para enfrentarse a un movimiento indígena, campesino y democrático radical.
Aparte de la emergencia financiera surgida a mediados de diciembre, para el gobierno entrante la pacificación en Chiapas era un problema de la mayor magnitud que exigía atención inmediata. Así lo asumieron Zedillo y su secretario de Gobernación, Esteban Moctezuma.
El ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, figura relevante de la sociedad civil y de la vida política nacional, ya había advertido la conveniencia de que hicieran contacto las partes en conflicto y en ello empeñó su esfuerzo. Fue escuchado por el secretario Esteban Moctezuma e incluso se le solicitó propiciar un encuentro con el EZLN, con la participación del gobierno. Había interés en dar solución al conflicto.
La delicada encomienda de representar al gobierno para construir las bases de la pacificación recayó sobre el autor de estas líneas, a la sazón subsecretario de Gobernación.
En los primeros días de abril de 1995 me fui a Chiapas con la confianza presidencial y la del secretario de Gobernación, con poderes suficientes para sentar las bases del diálogo, con el ánimo de contribuir al restablecimiento de la paz, del orden y de la legalidad, pero también de abrir caminos a la justicia social anhelada por miles de marginados indígenas y campesinos chiapanecos. El conflicto ya había cobrado un tributo considerable en vidas humanas. En este contexto sostuve negociaciones personales con Marcos y demás jefes zapatistas, con la valiosa participación, en algunos de ellos, del ingeniero Cárdenas y de su hijo Lázaro, hasta lograr un acuerdo satisfactorio para todas las partes.
Fue una tarea difícil, acaso de las más difíciles en mi ya larga trayectoria como servidor público, con encuentros intensos, cargados de explicable tensión y razonable suspicacia por parte de los jefes insurrectos.
Argumenté desde la noche del primer encuentro: la ley aleja la guerra. El gobierno está comprometido con la vía política y se debe llegar a un diálogo directo para resolver problemas concretos. Se trata de mostrar a la opinión pública y a quienes quieren destruir la vía política, que solamente con soluciones políticas se va a resolver el conflicto.
Generoso, preciso, puntual, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano revela éste y muchos pasajes de aquel esfuerzo por la paz en su espléndida obra autobiográfica Sobre mis pasos, presentada por él en la Universidad Autónoma de Puebla, el pasado miércoles 26 de enero. Pasajes sobre los cuales guardé silencio durante casi 16 años.
lmaldonado@puebla.gob.mx Secretario de Educación Pública del gobierno del estado de Puebla
Lo que ni el Banco de México ni los industriales mineros informan es que dicho crecimiento se ha fincado sobre la destrucción del medio ambiente y, sobre todo, pasando por encima de los derechos de los dueños de las tierras, los campesinos y los pueblos indígenas. Y cuando éstos se defienden, sobre sus vidas. El auge de la industria minera en México está manchada con la sangre de quienes deberían beneficiarse con esos minerales. Para que esto sea posible cuentan con un marco normativo ad hoc; instituciones públicas a su servicio y políticas que obedecen a sus intereses; todas adecuadas a los intereses del capital después de la reforma al artículo 27 constitucional y la firma del Tratado de Libre Comercio.
Un ejemplo de lo permisivo de la ley minera es que declara toda la actividad minera de utilidad pública, preferente a cualquier otro uso del terreno sobre el que se ubiquen los minerales, y excluida de todo impuesto estatal o municipal. Declarar que la minería es de utilidad pública implica que el Estado puede expropiar los terrenos donde se ubican los minerales para entregarlos a los concesionarios, lo cual puede suceder si éstos se niegan a facilitar sus tierras para esas actividades; que sea preferente conlleva el peligro de que pueblos que se asienten en esos terrenos, siembren en ellos o realicen otras actividades importantes para ellos deben abandonarlos. En otras palabras, el mineral es más valorado que la vida misma.
El problema se agrava más tratándose de pueblos indígenas por la relación espacial que éstos mantienen con la naturaleza, la cual resulta indispensable para su existencia y desarrollo. Si bien es cierto que las leyes aprobadas en nuestro país no reconocen explícitamente su derecho al territorio, sí lo hacen los documentos internacionales, que también tienen validez en el territorio mexicano. Atendiendo al contenido de estos, los pueblos tienen derecho a decidir sobre el uso, aprovechamiento y administración de los recursos naturales, incluida la minería. Pero a la hora de otorgar las concesiones a las empresas extranjeras el gobierno hace como si estos no existieran, lo que en sí mismo ya representa una violación a los derechos de los pueblos.
Ellos lo saben. Y no están dispuestos a que se les despoje de su patrimonio. Por eso cada día que pasa vemos más comunidades campesinas y pueblos indígenas oponiéndose a las actividades mineras en sus territorios, porque ello representa la destrucción de sus lugares sagrados, la contaminación de sus ríos, de donde toman agua para su subsistencia y la contaminación del medio ambiente en que viven. De esto no hablan las cifras del Banco de México ni la Cámara Minera de México. Pero hay que hablar, porque representan los costos sociales y ambientales que los que se benefician con la actividad minera no pagan y se trasladan a la sociedad en general. Si al hacer el balance de las divisas que la industria minera aporta se incluyen estos costos, otros serán los resultados.
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