Palabra de Antígona
"...en
Veracruz han segado la vida de algunas periodistas mujeres, porque
ahora ellas, nosotras compartimos en todos los medios todos los
peligros de la cobertura informativa, a lo largo y ancho del país"
México
D.F. 17 feb. 14. AmecoPress.- Se acabaron las palabras. Gregorio
Jiménez de la Cruz, veracruzano, periodista, en un día de febrero,
simplemente fue hallado muerto, luego de 72 horas desde que fue
secuestrado. Ninguna petición, ningún reclamo, nada fue suficiente. Es
el décimo periodista asesinado en Veracruz.
Su
secuestro lo conocimos mientras intentábamos, en un Seminario, hablar
de cómo prevenir la violencia y qué podrían hacer los medios de
comunicación para abonar a este deseo. No. La violencia sigue rebasando
al Estado. Se la ve por todas partes, es insoportable y atestigua un
modo de vivir en el que se premia el autoritarismo, el machismo y el
sometimiento del más fuerte. La violencia abarca todo el espacio de lo
que se llama convivencia.
La violencia
se yergue entre quienes simplemente informan. No podemos no informar,
es la realidad y punto, dirían en ese seminario el subdirector de la
Revista Proceso, Salvador Corro y Alejandro Páez Varela, director de
contenidos de Sin embargo. Mientras Arturo Guerrero, columnista del
diario El Colombiano, relataba cómo sí podríamos cambiar las palabras,
las fotografías, difundir algunos esfuerzos que previenen la violencia.
Pero también dijo que es imposible no informar.
Y ahí, también
recordamos cómo en Veracruz han segado la vida de algunas periodistas
mujeres, porque ahora ellas, nosotras compartimos en todos los medios
todos los peligros de la cobertura informativa, a lo largo y ancho del
país.
Parece un
despropósito que propusiéramos acciones preventivas y lenguajes
amables, precisamente, el día en que Goyo fue secuestrado, y es Goyo
como quienes lo conocieron le decían cariñosamente un ejemplo de una
contradicción dolorosa y perene. Ese día en que fue inopinadamente
secuestrado por un grupo de encapuchados. Y es contradicción porque
hace mucho tiempo que pensamos que los medios debían analizar a fondo
el significado de la violencia contra las mujeres para prevenirla.
Pero. ¿Cómo
abonar a una mejor convivencia? Si sólo por informar se mata, se
persigue, se hostiga, se detiene, se elimina, se presiona, se amenaza.
Esto es, se manda el mensaje de autocensura, poniendo cara a cara el
sentido profundo de la profesión: “buscar y decir la verdad” o dicho de
otra forma, el periodismo es el sustento de la libertad de expresión,
el camino para atestiguar los hechos, esa maravillosa profesión que es
contar las cosas y difundirlas.
Es verdad,
sabemos, que la multiplicación de las imágenes sangrientas y
desastrosas, las de mujeres mutiladas o tremendamente golpeadas,
secuestradas y dolientes, pueden naturalizar la violencia. Es verdad,
pero no hallamos la correcta frontera entre el mensaje amable y la
realidad. La realidad nos sofoca, nos doblega.
Hay algo peor
que la realidad que las y los periodistas describimos. Es la convicción
de que junto a ella está la impunidad. Y cómo la impunidad es resultado
de otra realidad que no puede callarse, se llama corrupción en el
llamado aparato de justicia que es incapaz de hallar a quienes desde
hace más de 10 años asesinan periodistas, hombres y mujeres, en el
territorio nacional.
Crece la lista
de muertes y atropellos; parece interminable, socaba día a día nuestra
confianza. ¿Cómo hacer que las relaciones sociales, las cotidianas, las
de trabajo se vuelvan amables?
Tuve un sueño.
No, no lo tuve. Simplemente me acordé. Están ahí, detenidos, un grupo
de jóvenes de ambos sexos, en lo que las autoridades llaman bandas de
delincuentes/secuestradores. Los veo cotidianamente en la televisión. Y
eso, no sueño, recordatorio, son los jóvenes que están viviendo el
resultado de un largo proceso de desmantelamiento del sistema educativo
nacional; los hijos e hijas de un crimen social: la ideología del
sistema.
En México la
guerra sucia de los años 70 estuvo acompañada de un adoctrinamiento
gigante: el anticomunismo, la pérdida de referentes valóricos, el
civismo, el cinismo de la política nacional, el premio sistemático a
quienes violan la ley, el fraseo de que en México todo se puede, el
tráfico de influencias, la convicción de que a no apresaran a los
potentados, las cárceles llenas de pobres, la identificación del mal en
quienes piden reparto de la riqueza, malos los que organizan un
sindicato independiente, malos los dirigentes campesinos (en 1980
fueron identificados los asesinatos de 500). Malas las mujeres que no
obedecen y se oponen a su discriminación.
Y que más. El
sistema político nacional, al que el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa,
le llamó la dictadura perfecta. O sea, esa realidad que reza: quien se
mueve se muere. El sistema político donde reina la impunidad y la
impericia; el mismo que fomentó el consumo en lugar de la razón y la
inteligencia.
¿Quién puede
parar el holocausto? Goyo apareció muerto, en una fosa común. ¿Nadie se
percató? ¿Quiénes lo llevaron ahí? ¿Sabe algo el procurador de
Veracruz? ¿Sirven para algo las medidas de protección a periodistas de
una docena de leyes de papel?
La
comentocracia se desgarra las vestiduras. Se llena de dudas y justifica
los medios. La comentocracia en la pantalla chica nos abruma con sus
teorías y sus relatos fuera de la realidad. La realidad sigue acosando
a todo acto de inteligencia. ¿Cómo explican estos comentaristas
educados en universidades extranjeras o colegios grandilocuentes, la
vida violenta en la que transcurrimos días, noches, interminables
etapas? Y estos comentaristas llaman democracia a la realidad.
Por qué a Goyo
y a decenas de periodistas, a miles de mujeres que forman esa otra
lista insoportable del feminicidio, a las más de 15 mil denuncias por
violación sexual; a las miles de niñas, mujeres y menores que trafican
desde un pueblo identificado en Tlaxcala, nadie hasta ahora ha podido
hacerles justicia. ¿Y entonces qué?
Foto: Archivo AmecoPress.
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