Graduada en Filosofía por la UVA. Máster en Filosofía Teórica y Práctica por la UNED. Doctora en Filosofía por la UNED- Feminista abolicionista, republicana y defensora de la educación pública. Anticapitalista.
Dicen que las grandes preguntas de la humanidad son quiénes somos, de dónde venimos, cuál es el sentido de la existencia, si hay o no vida más allá de la muerte. Seguramente, en mayor o menor medida todas las personas se plantean esas cuestiones. Sin embargo, creo que hay otra igual de transversal, no sólo porque también incumba a todo ser humano, sino por ser aplicable a casi cualquier hecho, decisión, propuesta, acción, postura, ley, empeño… y no es otra que: ¿Esto a quién beneficia?
Cuando se enfoca desde esta perspectiva algo que cuesta comprender, que parece absurdo, raro o poco interesante, pero que, sin embargo, tiene una repercusión inexplicable, la cosa se aclara bastante. Desde hace unos años y con una intensidad moderada pero creciente, salpican las redes, los periódicos, las revistas y los reportajes informaciones que abordan la asexualidad. Su definición más simple es la de condición de la persona que no manifiesta deseo sexual por ninguna persona ni interés por nada que incumba la sexualidad misma por lo que, en consecuencia, evita cualquier interacción sexual con otras personas y, a menudo, consigo misma. Sin embargo, quienes así se definen y se empeñan en hacer de esta característica una cuestión colectiva y política matizan que tal definición es incorrecta y que atiende a la ignorancia sobre este colectivo.
Luego iremos a los matices, que se aclaran con la pregunta que, creo, debe precederlos. No es otra de ¿el altavoz puesto a este colectivo a quién beneficia? Es algo que llevo preguntándome algún tiempo y no veía muy clara la respuesta. Hay una hipersexualización creciente de la sociedad muy funcional a dos de las industrias criminales más potentes del mundo: la de la prostitución y la de la pornografía, que necesitan hacer del (mal) sexo el motor de las vidas de cuantas más personas y desde más jóvenes mejor para multiplicar sus beneficios. A un nivel secundario, pero también destacable, del mandato de ser sexualmente atractivas siempre y en cualquier circunstancia (orden que se dirige a las mujeres) se lucra una extensísima industria de la moda y la belleza que incluye exigencias muy superiores a las tener unos hábitos y rutinas saludables que, indirecta pero sensiblemente, redundan de manera natural en tener buen aspecto.
Siendo esto así, es raro que se cuelen por los altavoces del poder discursos que restan o anulan la importancia de la sexualidad. Por ello, hay quien incluso saluda esta tendencia como una vía apropiada para denunciar la hipersexualización constante a las que estamos sometidas no sólo las mujeres sino también las niñas. No comparto este saludo entusiasmado porque no creo que deba verse el sexo como algo de lo que librarse, sino algo de lo que las mujeres deben apropiarse siendo sus sujetos y no sus objetos, pero, al margen de esta reflexión, preguntémonos por esa rareza con la pregunta central: ¿A quién beneficia normalizar e incluso hacer propaganda de una supuesta orientación asexual (si tal cosa no fuera un oxímoron)?
Pues todo se aclara cuando se detecta que la definición obvia de lo que es una persona asexual y que ya hemos dado –aquella que no tiene vida sexual porque carece totalmente del deseo que le invite a explorarla tanto individualmente como con otras personas– es rechazada por parte de este colectivo. A menudo se puntualiza que, para empezar, la asexualidad no es una realidad estática ni hay una única manera de sentirla, vivirla o expresarla, sino que es un espectro (ya empezamos con lo espectral y lo fluido) y para continuar se matiza que ser asexual no implica no tener sexo, ni carecer absolutamente de deseo, ni rechazar o evitar el autoerotismo, y que incluye realidades variadas: personas que no tienen sexo ni se masturban; personas que no tienen sexo con otras, pero sí se masturban y personas asexuales que tienen pareja y en consecuencia tienen relaciones por complacerla, a pesar de su nulo o bajo deseo sexual. Por todo ello, se concluye que reducir la asexualidad a “condición de la persona que no tiene ningún tipo de actividad sexual” es un prejuicio –no lo he leído, pero doy la nada original idea: y asexualfobia –.
En realidad, me importa bastante poco cómo se defina cada quien en este aspecto. Creo que cada persona tiene mayor o menor libido sexual en función de muchas variables, como su situación emocional, el nivel de estrés, si se siente o no atraída por alguien, la etapa vital que atraviese, las vivencias y la importancia que le dé o no al sexo. No es sobre ello sobre lo que tenga mucho que decir, al menos en este artículo. Sí lo tengo sobre lo que acabo de señalar: el movimiento asexual sostiene que el hecho de carecer de deseo sexual no tiene por qué suponer que una persona asexual no tenga relaciones sexuales. Es importante subrayarlo porque siempre aparece la misma aclaración: muchas personas asexuales tienen relaciones sexuales por complacer a sus parejas, por haberlo pactado con ellas, por no ser sus parejas del “espectro asexual” o porque no necesitan sentir un gran deseo para mantenerlas.
De repente, todo se aclara. Este es el fin de la promoción de la asexualidad: normalizar las relaciones sexuales no deseadas. Legitimarlas, acusar de ignorancia o fobia a quien no trague con este modo de entender la sexualidad, que no es otro que el patriarcal. No por casualidad a menudo se ponen estos mensajes en boca de mujeres. Lo que aparentemente parecía una normalización y legitimación de no tener relaciones sexuales si no se desean y, como ellos mismos dicen, que tal cosa no se estime una rareza o anomalía, de repente se convierte en un discurso que concluye lo contrario que puede haber sexo sin deseo por decisión, que más bien es débito, de complacer a un tercero. Así, si una mujer no se siente satisfecha sexualmente, no se tendrá que preguntar por qué, ni indagar en lo que le apetece o lo que no, lo que le gusta y lo que no, ni pedirá cuentas y reciprocidad al otro. Es mucho más cómodo que se suponga asexual y sepa que ello no impida que su pareja acceda sexualmente a ella, aunque ni lo desee ni la complazca. Nada nuevo bajo el Sol. Pura cultura de la violación.
No es posible, y lo digo honestamente y sin ironía, no fascinarse por la implacabilidad del patriarcado, tan horrendo como perfecto. Su capacidad de reacción es extraordinaria. Compra en el supermercado que tenga que comprar. Le conviene tanto el puritanismo como la hipersexualización; promociona la asexualidad al tiempo que el sexo sin deseo. Se vale de la industria proxeneta y su discurso y también pone altavoces a este discurso asexual. Todo tiene el mismo objetivo: que las mujeres presten su “servicio sexual” cuando otro lo desee, al margen de su voluntad. Si para ello hay que promocionar la prostitución, se hace; si por contexto viene mejor establecer un débito conyugal, el patriarcado va con ello; si surge una revolución sexual, se une a ella y la moldea a su estilo; si le va mejor pasar del puritanismo al destape, consigue que España un día se acueste con el “españoles, Franco ha muerto” y se levante con la Interviú. Si hay que sexualizar la infancia e hipersexualizar la adultez, decenas de industrias, organizaciones criminales y medios de comunicación lo logran al unísono sin pestañear y si surge un discurso asexual (que no estimo antipatriarcal, ni aunque fuese coherente y sin los “matices” señalados, porque niega nuestra naturaleza sexuada) se utiliza para sostener que el sexo sin deseo es válido. A ver si aprendemos de la capacidad estratégica del enemigo y nos luce mejor el pelo. No lo creo.
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