“Todo lo que existe en el mundo es fruto del azar y la necesidad”: Demócrito.
“Hay una grieta en cada cosa, y es por ella que la luz se filtra”: Leonard Cohen.
Un
señor ya mayor se pasea por París. Es viudo, es estadounidense, su
esposa y él –ex profesor de filosofía en la universidad de Princeton-
decidieron años antes vivir su jubilación en Francia. Su esposa muere
y Matthew se queda allí, en el mismo departamento, en la misma ciudad.
Camina las calles solitario, y en su imaginación, la mano de su esposa
muerta toma su mano. Así como fue antes, así como fue “siempre”.
El mismo parque, la misma baguette, los
mismos rincones. Todo es igual y ya nada existe. La vida sigue en cada
esquina como un tranvía que continúa su camino, pero Mr. Morgan se bajó
de él. No sabe recomenzar; ni quiere, ni puede. Aún la belleza de la
ciudad (París es todo un personaje en la película) pierde sentido. Como
si la belleza misma fuera una traición, ante las dimensiones de su
pérdida. Ella se fue, y casi todo él se fue con ella. Entonces, le
habla. La imagina en su cama, del otro lado de la mesa. Se extravía en
las esquinas, en la entrada de su departamento, rebota solitario contra
las paredes. Elige morirse. No puede. No la primera vez. Tampoco la
segunda.
“El último amor del señor Morgan” (“Mr. Morgan’s last love”), es la más reciente película de la directora alemana Sandra Nettelbeck, a partir de la novela “La dulzura asesina” (“La douceur assassine”)
de la escritora francesa Françoise Dorner. Está ya en la Cineteca
Nacional y en cines comerciales. No conocía a esta directora y ahora
quisiera conocer todo lo que ha hecho: “Bella Martha”, “Sergeant
Pepper”, “Helen”. Con “Martha”, Nettelbeck ganó el Premio a la mejor
película en El festival Internacional de Cine Femenino de Créteil, y
una nominación al Goya para la Mejor película europea. Michael Caine y
sus ojotes maravillosos, interpretan a Mr. Morgan. Clémence Poésy,
interpreta a Pauline.
Y los personajes se encuentran. Ambos
saben y aceptan que están solos. Ambos saben y aceptan que no están ni
a la espera, ni a la búsqueda de “cualquier encuentro”. Esos “cualquier
encuentro” se les escurren de las manos, los dejan escurrirse. No es ni
siquiera que se sienten a reflexionarlo, es que así viven. Ellos se
estaban esperando el uno a la otra. El señor Morgan se sube a un
autobús, abstraído, a como ahora suele sucederle, y de pronto su mirada
se posa en la nuca de una joven que lee. Sus cabellos.
No lo
sabe, pero la joven también unos segundos antes lo vio entrar. “Cuando
te vi sentí que ya te conocía”, le dice ella después. ¿Qué es lo que
nos hace sentirnos atraídos por una persona cuando la atracción se da?
En las distintas formas del amor, que incluyen, por supuesto, la
amistad. ¿Qué es eso –rotundo e intenso- que nos llama como una
corriente invisible de inconsciente a inconsciente? ¿Por qué una sabe o
cree saber que allí puede confiar, que en esa otra persona está tanto
de lo que anda buscando?
De los encantos de las ternuras
improbables, y sin embargo, el señor Morgan se tropieza en el autobús,
se da un pequeño altercado, la joven lo defiende y baja con él. Le dice
que quiere acompañarlo hasta la puerta de su casa. Matthew murmura una
broma: “Ahora ya soy material de salvamento para las girl scouts”.
Está llena de humor la película. Y entonces, Pauline y Matthew intuyen,
adivinan todo lo que pueden tener en común un señor ya muy mayor,
estadounidense, viudo, rodeado de libros y ex profesor de filosofía,
que no habla ni una sola palabra de francés (a pesar de vivir en París)
y una mujer francesa, muy joven, que ama la errancia por la ciudad, las
bancas de los parques, que ama el inglés porque es la lengua de su
padre muerto, y que es profesora de country y de chachachá.
Y allí están la una junto al otro, comiendo hot dogs
en un parque. El señor Morgan se enamora. Se rasura la barba y asiste a
las clases de baile de Pauline. La diferencia de edad de casi cincuenta
años es manejada con mucha delicadeza en la película. Él sabe de su
edad, y sabe de la imposibilidad. Y de nuevo: y sin embargo. Si una/o
tuviera la pretensión de hacer una “lista” de las “razones” por las que
ama/ha amado a alguien, seguro que cada vez se quedaría corto, muy
corto. Para bien y para mal (cuando llega a ser para mal) una parte
esencial de eso que llamamos “amar” florece en los territorios de lo
indecible.
De la más completa sinrazón. Todos lo hemos vivido:
“Me gusta esa persona”. Podríamos estar en medio de cantidad de
personas y nuestra mirada se fija en una. Justo en esa. ¿Por qué él y
no otro? Pauline quiere estar cerca del señor Morgan. ¿Una imagen
paterna? Sin duda. Pero también, ella quiere protegerlo a él. Ofrecerle
felicidad, traerlo de regreso a la vida que imagina juntos.
El
señor Morgan se “enamora” de Pauline, o algo muy semejante. Quizá parte
de lo bello de la película es que rompe con muchos estereotipos, para
ir hacia un más allá donde el amor es lo que es: inclasificable, y en
donde cantidad de combinaciones son posibles. Pauline sueña con una
familia, y siente que la encuentra en él. Oh, no, en ningún momento
Matthew cae en esa casi caricatura con la que suele representarse al
“señor verde”, (disculpen la expresión, es muy fea, pero es clara).
Demasiado consciente, demasiado refinado en sus emociones, como para
desbarrancarse. Siente celos, sí, cuando mira a Pauline irse con un
muchacho de su edad, y entonces llega a su casa y dice frente al
retrato de su esposa: “Soy sólo un viejo loco, querida. Un viejo loco”.
Sería
lógico y hasta trillado escribir que Pauline es una promesa de vida
para el señor Morgan, pero sucede que él es también una promesa de vida
para ella. No, no es el hombre mayor que se aferra a la mujer joven, ni
la joven que está allí para “salvarlo”. Se salvan el uno a la otra con
tantísima dulzura, inteligencia y generosidad. Sucede que ella se
siente amada de una manera que le era desconocida y que construyen
ambos –en sus conversaciones y sus paseos- una complicidad a prueba de
balas. El señor Morgan intenta suicidarse una segunda vez. Aparecen su
hija y su hijo que viven en Estados Unidos. Pauline se siente
traicionada: primero por el abandono posible (la muerte), después
porque él nunca le mencionó a sus hijos. “Yo pensé que yo no tenía a
nadie en el mundo, y que tú no tenías a nadie en el mundo”. “He sido
un pésimo padre”, dice el señor Morgan. Pero allí también, Pauline y la
vida… le ofrecen una segunda oportunidad. Tan entrañables diciéndose el
uno a la otra, la otra al uno: “Ven a vivir, ven, anda, atrévete que yo
te quiero y te cuido”.
La
llegada de los hijos –y sus discursos y emociones revueltas por la
pérdida de la madre y la distancia con el padre- revive todos los
fantasmas que suelen asociarse a una relación marcada por una
diferencia importante de edad: las supuestas oscuras intenciones que se
atribuyen a cualquiera de los dos que sea más joven. ¿Acaso podría
pensarse de otra manera cuando no entendemos la belleza y la lealtad
que pueden existir en los pactos más improbables? El hijo entra a la
habitación del hospital y mira a Pauline inclinada sobre el cuerpo del
señor Morgan que la abraza. Logra no desmayarse.
A la salida de
Pauline se encuentra con la hija que llega y ella le pregunta a su
hermano: “¿Y esa quién era? “Tu futura madrastra”, responde él. Y
mientras las desconfianzas y las dudas, y un cierto acoso a Pauline y
al señor Morgan tienen lugar, ellos se escapan juntos a Saint-Malo. El
señor Morgan no quiere subir a la barca la cual Pauline lo invita: “No
puedo permitir que una mujer reme por mí”. Pauline le recuerda que ya
es el siglo XXI. Y que los dos “reman” para y por el otro, de muchas
maneras.
Es en esa barca en donde surgen las palabras de la
canción “Anthem” de Leonard Cohen. “Hay una grieta en cada cosa, y es
por ella que la luz se filtra”. Anexo acá debajo la canción con
subtítulos. Es lindísima. Desde el psicoanálisis podríamos imaginar la
noción de “la grieta”, como aquello que no está, lo que no tenemos, lo
que nos falta. Podríamos decir que a todos nos falta y nos faltará,
simplemente porque la incompletud corresponde –por definición- a la
condición humana.
Pero esa grieta de la carencia, es al mismo
tiempo la grieta que construye el deseo. Una desea, porque le falta. Me
refiero acá a “deseo” en su sentido más amplio de motor de vida. Una
ama, porque no está completa, busca, sueña, trabaja, porque no está
completa. Y lo sabe. Y así lo acepta. Y aceptar nuestras grietas
pareciera el principio de todo amor, y de todo intento de comprensión,
intimidad, felicidad.
En
la casa en Saint-Malo, el señor Morgan cocina. Entonces lo dice: “Tú
eres en mi vida esa grieta por la cual entra la luz”. Y le habla de su
sonrisa, de su ternura, de cómo “no hay nada de maldad en ninguna parte
de ti, y esos modelos, casi no se construyen”. Por suerte, como me
tocaron unos vecinos muy ruidosos en la primera hilera de butacas en la
que estuve, me moví a un rinconcito donde estaba sola. Por suerte,
porque desde la escena de la barca ya lagrimeaba, y a la hora de “la
grieta y la luz”, ya lloraba con sollozos incluidos. La carita de
fascinación de Pauline cuando lo escuchaba. Como si esas palabras
fueran un inmenso ramo de flores que la abrían a la vida. Sanarse, eso
anhelaba Pauline: sanarse y amar.
No le cuento el final. Sólo
que el señor Morgan sí logra –la tercera vez – su muerte elegida. Una
se enfurece, pero entiende. Sólo que Pauline ya sabe –para entonces-
qué tan capaz es de amar y qué tan amable es a su vez. Sólo les cuento
que ella regresa a extrañarlo a esa banca del parque: “Esta será
nuestra banca”, y que París es hermosísimo en cada rincón y en cada
toma.
Tanto, tanto que hasta duele mirarlo. Sólo les cuento que
hace mucho no veía una película tan dulce, tan sensible, tan bondadosa.
¿Cursi? Quizá. Como un himno suave que llama a la ternura y a la
confianza. Se encontraron, porque sin saberlo se andaban buscando.
Porque eso que llamamos “azar” está tejido de esperanza y de necesidad.
Anthem/Homenaje.
Leonard Cohen.
La introducción de Cohen no está traducida al castellano, pero toda la canción sí, es cosa de esperar unos segundos.
Ojalá y la disfruten.
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