Nadie puede objetar que la inseguridad pública, y la violencia en sus múltiples modalidades, son realidades y preocupaciones que van a la alza en el México actual. Para valernos de la palabrería gubernamental, lo único que se observa que va “para adelante” o “se mueve” es la criminalidad común y la bancarrota de la seguridad personal. En Veracruz la gente a menudo se pregunta por las posibles soluciones para frenar la inseguridad que campea, cada vez más corrosivamente, en la vida pública de la entidad. Pero cuando se plantea de este modo la cuestión, se corre el riesgo de ignorar los aspectos de fondo. Si la violencia e inseguridad son fenómenos tan extendidos, acaso dominantes en la trama social, cabría más bien preguntar por el origen o las causas del problema. Esta segunda actitud naturalmente entraña más complejidad. Y es que existen básicamente dos formas de abordar un asunto público: o bien desde la óptica de la cura o antídoto, o bien desde el punto de vista de las causas estructurales. Nótese que una aproximación errática conduce sin remedio a la mistificación del problema. Por esta razón nos inclinamos más por el análisis de las causas, en oposición a la presunta reparación, que con frecuencia consiste en la solución que más conviene al poder fáctico en turno. Esta actitud también evita la incursión estéril en la condenación ética, que es perfectamente legítima pero que no contribuye a conocer o cambiar el curso de las cosas.
En Veracruz la inseguridad es un problema mayúsculo, que bien se puede ilustrar con cifras, pero cuya dimensión y ferocidad es sólo comprensible en el contacto directo con las familias de las víctimas de secuestro o desaparición forzada, que son dos modalidades de crimen que están especialmente arraigadas en la entidad. El gran mérito del Colectivo por la Paz (Xalapa-Veracruz) reside, en primer lugar, en su lucha y resistencia política; pero también, y acaso más señaladamente, en su empeño por sensibilizar a una sociedad –la veracruzana– en cuyo seno se articulan las múltiples dinámicas delictivas que corroen al país, y que las más de las veces se perpetran sin indagatoria o reparación alguna. Pero precisamente la propuesta acá es que esta naturaleza aberrante de la criminalidad no reemplace el análisis o la explicación racional.
Apenas la semana anterior se arguyó que la inseguridad pública no es el resultado de una ausencia del Estado, ni de la disfuncionalidad de ciertos individuos anómalos. Antes bien, al menos en el caso específico de México, la inseguridad se presenta con más incidencia allí donde el Estado interviene. Veracruz es un laboratorio de las políticas militares que los centros de poder impulsan nacional e internacionalmente. En la entidad se instrumentó el mando único policial, y se dispuso la ocupación territorial de la Marina y el Ejército en tareas conjuntas de seguridad, con el acompañamiento de las Policías Estatal y Federal. Esta presencia inusual contrasta con la creciente inseguridad que estrangula al estado. En noviembre del año pasado, el Colectivo por la Paz emitió una declaración sintomática de esta crisis: “Los 221 secuestros y 383 desapariciones ocurridos entre los años 2010 y la primera mitad del 2013, las extorsiones y demás crímenes cometidos en contra de la sociedad, nos conducen y nos obligan a establecer un posicionamiento de demanda social a las autoridades en materia de prevención del delito, de seguridad y paz social; así como en la procuración e impartición de justicia y castigo a la delincuencia organizada” (Animal Político 22-IX-2014).
El reclamo no ha sido atendido. Y sin embargo el número de efectivos policiales y militares ha ido a la alza en la entidad. Por añadidura, se espera que próximamente se incorporé la Gendarmería Nacional al abánico de “fuerzas del orden” que presuntamente combaten la criminalidad. Y cabe señalar que no se atiende el reclamo y tampoco se mitiga la dinámica delincuencial por la sencilla de razón de que no es una prioridad de los gobiernos. Estructuralmente el diseño de la estrategia tiene otros fines. Más de un agente ministerial ha confesado en encuentros con periodistas, que la orden de “arriba” es desestimar los casos que involucren personas desaparecidas, y por consiguiente tienen la instrucción de abortar cualquier seguimiento a esas ocasiones de crimen. El conocimiento público de esta negligencia inexcusable, obligó al procurador general de Justicia en la entidad, Luis Ángel Bravo Contreras, a lanzar una advertencia de sanción a los fiscales “que hayan iniciado un expediente y abandonado el caso [de desaparecidos]” (Al Calor Político 23-IX-2014). Una advertencia cuya materialización se antoja difícil debido a que el delito de “desaparición forzada” se basa justamente en la complicidad u omisión cómplice del Estado. Aunque sin duda lo ideal es que la amonestación no quedara en buenas intenciones retóricas.
En otra entrega se consignó el fondo técnico-judicial de esta figura delictiva: “Para situarnos en un terreno más o menos común, cabe recuperar la definición de ‘desaparición forzada’ que suscribe la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, a saber: ‘…el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa de reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley’” (Amnistía Internacional 2013).
El informe “La Defensa de los Derechos Humanos en México: una lucha contra la impunidad”, presentado la primera semana del mes en curso, sostiene que la desaparición forzada acusa un incremento significativo debido a que “pasó de ser sólo un mecanismo de eliminación y control de la disidencia política a uno más amplio de control social, despojo territorial y control de flujos migratorios” (La Jornada 7-IX-2014).
Pero en materia de secuestro la entidad veracruzana también registra un saldo impresentable. Falsa es la comparecencia gubernamental referente a la actualidad de esta modalidad de crimen en el estado. El portal de noticias e-veracruz da cuenta de la inconsistencia discursiva y el alcance real de este delito: “Aunque el gobernador Javier Duarte señala que Veracruz tiene el séptimo lugar nacional [en materia de secuestro], los números de casos refieren que es el segundo sólo detrás de Tamaulipas... La tendencia a la alza de la cifra de secuestros es notable desde el 2010. En ese año, apenas se contabilizaron 17 secuestros, mientras que a partir del año 2011 la cifra comienza a crecer hasta los 60 casos, en 2012 se alcanzan los 91 y en 2013 los 109 delitos. Sin embargo, el aumento más alto se produce desde el año pasado hasta el presente. Con los 113 secuestros en Veracruz reportados al mes de agosto de este año, ya se rebasaron a los 109 que fueron contabilizados durante todo 2013, y representan la cifra más alta desde 1997” (e-veracruz 24-IX-2014).
En mayo del año en curso, también el sitio web Animal Político registraba el avance de este fenómeno delicuencial en Veracruz: “Uno de los datos que más resalta en el informe del Secretariado [del Sistema Nacional de Seguridad Pública] es un aumento del 80.56% en materia de secuestros en Veracruz, lo anterior si se compara el primer cuatrimestre del 2013 con el de este año. En los primeros cuatro meses del 2013, Veracruz tuvo 36 secuestros en tanto que en el mismo periodo de este año la cifra se incrementa a 65 averiguaciones previas abiertas por este ilícito . En tanto que el informe de víctimas de homicidio, secuestro y extorsión 2014 detalla que van en ese estado 67 víctimas de secuestro” ( Animal Político 22-IV-2014).
Y aunque formalmente la desaparición forzada y el secuestro constituyen dos tipos de delincuencia distintos, en el fondo son parte de una misma problemática, y el reflejo fiel de la inseguridad generalizada, que a su vez es consecuencia de los procedimientos rutinarios –políticos, económicos, sociales– que rigen los destinos del país. El homicidio culposo es otro delito con tasas de incidencia en aumento. En twitter, el hashtag #saldodelterror, documenta la jornada de violencia diaria. De acuerdo con la última actualización, el “saldo del terror” en México fue de 1 militar, 1 policía y 60 civiles muertos: un total de 62 ejecutados (#saldodelterror 27-IX-2014). En estos saldos frecuentemente figuran activistas y periodistas “incómodos”, lo que hace suponer que los perpetradores de los homicidios también “actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado”.
La conclusión obligada es que la acción, y no la ausencia del Estado es lo que produce y reproduce el fenómeno de la inseguridad en el estado y el país. Que la respuesta militarizada a los problemas sociales es parte del problema, no la solución. Que el desplazamiento del Estado en provecho de las corporaciones que operan a sus anchas en la geografía nacional, sin rendir cuentas a nadie, acarreó una ciris de organización territorial-administrativa que redundó en bancarrota jurídica de las entidades federativas. Que la desposesión patrimonial en marcha trae consigo la desposesión de derechos fundamentales, como el derecho básico a la seguridad personal y familiar. Que este abandono se traduce en una gestión a menudo imperfecta de poblaciones marginales, y un deterioro sociespacial sin precedentes. Que esta disminución de “gubernamentalidad” es parte de un cálculo que transfiere todos los costos políticos y sociales a los segmentos poblacionales más desprotegidos.
La politóloga Pilar Calveiro documenta con clarividencia esta realidad crucial de nuestro tiempo: “Podría decirse que, en un movimiento perverso, el Estado y la burocracia se autodestruyen, ya que tienden a minar su propio poder al favorecer la expansión de las redes transnacionales que los corroen. Todo ello ha implicado un altísimo costo social”.
La violencia e inseguridad es sólo un saldo de este altísimo costo social.
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