Cambio de Michoacán
Todo
indica que este 2 de octubre en México no será como muchos otros. Es
segura la ya tradicional marcha (o marchas) con que los jóvenes
estudiantes de la ciudad de México y de otras en el país siguen
recordando, en buena hora, la gesta democratizadora de sus antecesores
en 1968 y el trágico desenlace al que lo condujeron los gobernantes en
la matanza de Tlatelolco. Pero esta vez, la movilización juvenil bien
podría estar cargada de múltiples y nuevos significados que no se
reducen a la conmemoración de los hechos del pasado sino enlazan a
éstos con el presente.
Se trata, sí, del movimiento eruptivo del
Politécnico que, en menos de una semana de movilizaciones, dentro de su
institución y en las calles de la capital, ha colocado contra la pared
a las autoridades del instituto y puesto en cuestión la cacareada reforma educativa
de Peña Nieto, esta vez en el nivel superior, que busca degradar el
nivel de formación profesional y centralizar mediante un reglamento más
rígido y autoritario, el control sobre el estudiantado. La inesperada
movilización podría entroncar con la prolongada lucha de resistencia de
los maestros de la CNTE; pero sobre todo, como ya lo está haciendo, con
los estudiantes de otras instituciones de educación superior bajo
amenazas semejantes contra sus condiciones educativas, y con la más
amplia solidaridad del estudiantado nacional.
Las
manifestaciones del 25, y sobre todo la del 30 de septiembre, por las
calles de la capital, sumadas al paro en 42 de las 44 escuelas, han
desbordado las peores expectativas que el gobierno se hubiera trazado
en cuanto a la capacidad reactiva de los estudiantes y los han colocado
a éstas a la defensiva. Hasta ahora, el balance es muy favorable a los
estudiantes y maestros politécnicos. Primero obligaron a la directora
general Yoloxóchitl Bustamante, a aplazar la aplicación del nuevo
reglamento de la institución y el plan de estudios aprobado para la
ESIA; después, a que el secretario de Gobernación saliera de sus
oficinas a recibir y leer frente a los alumnos movilizados el pliego
petitorio de 10 puntos que le presentaron, y se comprometiera a
recibirlos este viernes 3 de octubre; y finalmente, a la probable
renuncia, inicialmente negada por las autoridades de la SEP,de la
propia responsable del IPN.
Pero si bien esos avances del
movimiento pueden congregar a muchos jóvenes a recordar con entusiasmo
los sucesos de 1968 (y, por qué no, los de la huelga en el mismo
Politécnico en 1956), la represión y la tragedia también dan motivación
a manifestaciones airadas y combativas para este 2 de octubre. La
matanza de jóvenes estudiantes de la Escuela Normal Rural “Isidro
Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero, en la ciudad de Iguala en la noche del
26 y la madrugada del 27 de septiembre ha presentado una vez más el
ángulo más autoritario del régimen político que, desde un pasado nunca
del todo ido, se actualiza constantemente atacando a uno u otro grupo
de la población. El resultado de la agfresión armada de policías
municipales —y, al parecer, de una banda de pistoleros civiles que los
acompañaba— contra tres autobuses en que se transportaban los
normalistas, así como otro en que viajaba un equipo de futbol, es de al
menos 6 muertos, 17 heridos y varias decenas de desaparecidos.
El ataque a los normalistas de Ayotzinapa no es sino parte de un
constante hostigamiento que se ha cebado sobre ellos desde diferentes
esferas del poder político. Si hoy fue la policía municipal de Iguala,
apenas en diciembre de 2011 fueron las policías estatal y federal las
que los atacaron en Chilpancingo, sobre la carretera federal
México-Acapulco, con saldo de dos jóvenes asesinados y varios más
heridos. En el extremo de la barbarie, a uno de los jóvenes le
extrajeron los ojos y fue desollado de la cara.
El golpe actual
parece ser aún más contundente y coloca a los estudiantes guerrerenses
en situación de localizar primero a sus compañeros desaparecidos y
restañar la hemorragia de sus heridas; pero pronto puede traducirse en
coraje que genere un nuevo conflicto, sobre todo si las indagaciones no
apuntan certeramente a los verdaderos responsables del ataque. Y los
jóvenes movilizados del Poli y de otras instituciones no debieran dejar
de lado la exigencia de que se haga justicia a los normalistas
guerrerenses arteramente atacados en lo que cobra visos de un verdadero
crimen de odio sin precedentes.
Porque un ángulo más de este
siniestro polígono es la revelación en los pasados días, por
investigaciones periodísticas, de los detalles de la muerte de 22
jóvenes en el poblado San Pedro Limón del municipio de Tlatlaya en el
Estado de México a manos del Ejército. Todos los indicios apuntan, a
contrapelo de la inicial versión oficial de un abatimiento en combate a
elementos de una banda de secuestradores y miembros de la delincuencia
organizada, a que 21 de los muertos fueron en realidad asesinados a
sangre fría después de rendirse ante los soldados. Hoy, la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos de la OEA y las autoridades mismas
de los Estados Unidos demandan enérgicamente al gobierno de Peña Nieto
que los hechos del 30 de junio pasado en Tlatlaya sean plenamente
esclarecidos y castigados severamente, en su caso, los culpables. Lo
que al interior de las fuerzas armadas se quiere presentar como un caso
de indisciplina o desobediencia de un oficial y la tropa puede derivar en una crisis que involucre a mandos medios del ejército.
Dos masacres con pocos meses de diferencia, sumadas a un buen número
más de episodios de violencia a lo largo del gobierno de Enrique Peña
Nieto, dan cuenta de un fenómeno nada casual. No por tratarse en un
caso de un grupo de estudiantes y en el otro de supuestos delincuentes,
ambos hechos se encuentran desligados. Dos elementos parecen darles un
sustrato común que no debiera pasar inadvertido.
Por un lado se encuentra la violencia criminal desatada desde el sexenio pasado con la guerra
de Felipe Calderón contra la delincuencia organizada, nunca
suficientemente preparada ni acompañada de las políticas y técnicas
indicadas para debilitar las verdaderas fuentes de poder de ésta, pero
que sacó a las calles y carreteras del país a las fuerzas armadas para
cumplir tareas policiacas. Esa oleada de violencia e inseguridad no
sólo no ha terminado sino se ha incrementado bajo el gobierno de Peña
Nieto, impotente para frenar la corrupción de los propios órganos de
seguridad pública. Cuerpos policiacos enteros, municipales o estatales,
se han visto penetrados o implicados con una u otra de las grandes
bandas delincuenciales. La militarización de la vida civil y la virtual
guerra entre fuerzas llamadas del orden y grupos delincuenciales ha
dado lugar a un sinnúmero de violaciones a los derechos humanos, muchas
de ellas graves, que en el caso de las fuerzas armadas generalmente son
encubiertas por los mansos superiores —cuando no son éstos sus
responsables—, o tratadas como meras faltas a la disciplina militar.
Pero también está el ambiente que se ha generado en el país con el
retorno del priismo al poder, acentuando las tendencias represivas y de
control sobre la población. A ello obedecen los intentos de censura y
el hostigamiento contra medios de difusión críticos, el asesinato o
intimidación recurrentes a periodistas, las medidas extrajudiciales de
intervención previstas en las telecomunicaciones y las limitaciones
impuestas en la ley a las radiodifusoras comunitarias, etcétera. Se
percibe en la sociedad un ambiente cada vez más asfixiante en el que el
ciudadano común se encuentra permanentemente bajo sospecha para los
centros de poder.
No es algo muy distinto de la paranoia que en
1968 llevó a ver en la movilización de los estudiantes una amenaza
contra el Estado y la estabilidad social y que condujo a la matanza en
Tlatelolco. Hoy, el tema no son sólo los estudiantes sino, como se vio
en Tlatlaya y se refrenda en Iguala, Ciudad Hidalgo y Purépero, la
percepción que en los órganos de autoridad se tiene de la sociedad como
variable que hay que controlar, y en particular de los jóvenes como
potencial amenaza contra la seguridad y el orden. Hagamos lo necesario
para evitar que la trágica realidad de hoy nos conduzca a un abismo
como al que hace 46 años los gobernantes llevaron al país.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo-UMSNH
No hay comentarios.:
Publicar un comentario