Jeff Faux · · · · · 19/07/09
El pasado invierno, tanto el director saliente de la CIA como un informe independiente realizado por el Pentágono afirmaron que la inestabilidad política en México resultaba comparable a la de Pakistán e Irán como amenaza de primer orden a la seguridad nacional de los EEUU. Exageraban; México no es todavía un “Estado fallido”. Sin embargo, no hay duda de que marcha en esa dirección.
El pasado invierno, tanto el director saliente de la CIA como un informe independiente realizado por el Pentágono afirmaron que la inestabilidad política en México resultaba comparable a la de Pakistán e Irán como amenaza de primer orden a la seguridad nacional de los EEUU. Exageraban; México no es todavía un “Estado fallido”. Sin embargo, no hay duda de que marcha en esa dirección.
Una guerra criminal entre cárteles de narcotraficantes costó el año pasado la vida a, por lo menos, 6.000 personas, incluidos funcionarios públicos, policías y periodistas. El país encabeza la lista mundial de secuestros (Pakistán va en segundo lugar). Y con la crisis global, su economía crónicamente anémica sufre una hemorragia de puestos de trabajo, empresas y esperanzas.
No es sorprendente que los votantes dieran la espalda al partido derechista del presidente Felipe Calderón, el PAN [Partido de Acción Nacional] en las elecciones parlamentarias del pasado 5 de julio. Pero el partido de centroizquierda, el PRD –al que muchos creen le fue robada la presidencia en las elecciones presidenciales de 2006— se ha autodestruido como consecuencia de una lucha de facciones. Así pues, frustrados, los mexicanos devolvieron el parlamento al Partido Revolucionario Institucional (PRI), al que décadas de dominación corrupta y autoritaria parecían haber enterrado definitivamente en 2000. Al menos, piensan muchos electores, el PRI sabe cómo mantener el orden.
Los mexicanos son responsables de lo que ocurre en su propio país, huelga decirlo. Pero la geografía les ha obligado constantemente a hacer su propia historia a la sombra de su vecino septentrional. “¡Pobre México!”, reza un viejo dicho, “¡tan lejos de Dios y tan cerca de los EEUU!”. Hoy, México es un ejemplo paradigmático de los efectos destructivos de la teoría económica neoliberal promocionada en el mundo entero por la clase rectora en los EEUU.
El Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés), propuesto por Ronald Reagan, negociado por George Bush y pasado por el Congreso por Bill Clinton en 1993, es, a la vez, símbolo y substancia del neoliberalismo. Se vendió a la ciudadanos de los EEUU, México y Canadá con la promesa de que el libre comercio de bienes y dinero transformaría México en una economía de florecientes clases medias, reduciendo espectacularmente la inmigración ilegal y creando un vasto mercado para las exportaciones de los EEUU y, en menor medida, Canadá.
Quince años después, México sigue siendo incapaz de crear el volumen suficiente de puestos de trabajo para dar empleo a su población. La emigración se ha multiplicado por dos, y a ambos lados de la frontera mexicano-estadounidense lo que ha conseguido la acrecida competencia en el mercado de trabajo es mantener bajos los salarios. En la cúspide, los ingresos y la riqueza se han disparado. No es por casualidad que entre los padrinos del NAFTA se hallaran el antiguo secretario del Tesoro Robert Rubin (demócrata) y el antiguo presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan (republicano), las huellas digitales de los cuales se hallan por doquiera en el desastre financiero global del presente.
Yo me opuse al NAFTA desde el comienzo. Sin embargo, consideraba que lo mejor que podía esperarse de él eran las eficiencias generadas por la integración económica, que podrían al menos hacer más competitivas internacionalmente a las empresas estadounidenses y mexicanas. Pero incluso ese argumento terminó siendo tan válido como una participación en un fondo de inversiones de Bernie Madoff.
Hace varios años, pronuncié una conferencia ante un grupo hombres de negocios en Ciudad de México. Los procedentes de los bancos y de las corporaciones transnacionales pensaban que el NAFTA había sido un gran éxito, pero los pequeños y medianos empresarios mexicanos veían las cosas de muy otra manera. Ustedes los estadounidenses, dijo uno de ellos, prometieron que con su tecnología y nuestro trabajo barato podríamos asociarnos para competir con Asia. Pero, en cambio, lo que ustedes hicieron fue abrir sus mercados a China e invertir allí. “Desde luego”, dijo. “Podemos fabricar componentes de TV por la mitad de lo que cuesta hacerlo en los EEUU. Pero los chinos pueden fabricarlos y fletarlos por la décima parte. Así que, en vez de cerrar el hiato entre México y los EEUU elevando los salarios, lo que hemos hecho es reducir el hiato entre México y China, bajándolos.”
Cuando le mencioné este diálogo a un banquero neoyorquino de inversión que había cabildeado en su día a favor del NAFTA admitió haber hablado vagamente sobre una asociación con México. Para añadir, frunciendo el ceño: “Las cosas cambian”, es decir, que las oportunidades de beneficio en China dejaban muy pequeña cualquier cosa que México pudiera ofrecer.
Las gentes de Wall Street no tenían mucho interés en que México fuera más competitivo. Tampoco tenían gran interés en que los EEUU fueran más competitivos. Su propósito era precisamente el contrario: desconectarse a sí mismos y a sus socios granempresariales del destino de cualquier país particular. La Organización Mundial de Comercio, la apertura del mercado estadounidense a China y un rimero de acuerdos bilaterales de comercio siguieron la estela del NAFTA.
En México, la elite económica y financiera colaboró encantada. Por ejemplo, el NAFTA abrió a los bancos mexicanos a la inversión extranjera: los cabildeadores políticos que habían conseguido comprar al Estado el gigante Banamex por 3,2 mil millones de dólares y obtener subsidios públicos permanentes vendieron luego el banco, con subsidios incluidos, a Citigroup por 12,5 mil millones de dólares. Hoy, cerca del 90% del sistema bancario mexicano está en manos de inversores estadounidenses y extranjeros, quienes no están obligados a reciclar los depósitos mexicanos, o el dinero del gobierno mexicano, y devolverlos a México, sino que pueden invertirlo en cualquier parte del mundo.
La adquisición de Banamex fue negociada por Rubin tras ser nombrado presidente del comité ejecutivo de Citigroup con un sueldo de 17 millones de dólares anuales. A finales de los 80, cuando estaba en Goldman Sachs, Rubin copatrocinó la privatización del sistema telefónico mexicano a favor de Carlos Slim, un empresario mexicano muy bien relacionado políticamente. Lo que hizo Slim entonces fue usar los beneficios monopólicos obtenidos de sus elevadas cuotas telefónicas para invertirlo por todo el planeta, lo que incluye una substanciosa participación en el New York Times. En la última lista de Forbes, Slim aparece como el tercer hombre más rico del mundo.
Ello es que, mientras la economía estadounidense andaba hinchando burbujas punto.com y subprime, el modelo neoliberal parecía estable. Los inversores norteamericanos disponían de depósitos bancarios mexicanos y de trabajo barato mexicano en ambos lados de la frontera. Merced a la emigración hacia los EEUU, los oligarcas mexicanos se libraron de trabajadores frustrados que podrían haber resultado políticamente molestos. La economía también se ha beneficiado de las remesas de dinero en divisa fuerte que los emigrantes envían a sus familias.
Otra inyección de dinero en efectivo a la economía mexicana, no registrada en las estadísticas oficiales, son los cerca de 25 mil millones de dólares procedentes de la exportación ilegal de droga a los EEUU. Ahora mismo, con unas remesas deprimidas, unos precios del petróleo deprimidos y un turismo deprimido, el narco-comercio es probablemente el mayor suministro de divisa fuerte que tiene México.
El NAFTA y la ideología neoliberal que representa no son, huelga decirlo, las causas últimas del narcotráfico. Pero han sido factores causales de la mayor importancia en su monstruoso crecimiento reciente. Para quienes no conozcan de cerca la situación: el tratado de comercio creó una superautopista de dos direcciones para el contrabando; los señores mexicanos de la droga usan los dólares conseguidos en sus exportaciones para importar fusiles, helicópteros y sofisticado equipo militar de los EEUU para librar sus guerras territoriales. Al estrangular las pequeñas granjas mexicanas, incapaces de competir con el muy subsidiado agronegocio estadounidense, el NAFTA contribuyó también a expandir el volumen de jóvenes desempleados, que son la base de reclutamiento de los narcotraficantes. Y la integración bancaria bajo el NAFTA hizo mucho más fácil el lavado de dinero.
Más importante aún, tal vez: el NAFTA contribuyó a mantener la red de corrupción de los oligarcas mexicanos. Las elecciones presidenciales de 1988 –robadas por el entonces gobernante PRI al PRD— supusieron un shock para los poderes establecidos de ambos lados de la frontera. Al abrir México al dinero y a la influencia estadounidenses, el NAFTA se convirtió en una vía, según me dijo en cierta ocasión el representante norteamericano de Comercio, “para mantener a la izquierda alejada del poder”.
Hasta los 80, el contrabando mexicano de droga –sobre todo, marihuana— hacia el norte era modesto en escala, y generalmente tolerado por los sucesivos gobiernos del PRI. Su mensaje era el siguiente: no nos preocupamos de lo que vendéis a los gringos, pero nada de vender droga aquí a nuestros hijos, y por supuesto, compartid bajo mesa una parte de vuestros beneficios con nosotros. Pero los neoliberales respaldados por los EEUU que se hicieron con el control del PRI en los 80 tenían vínculos más estrechos con los cárteles mexicanos. El hermano y el padre del presidente y campeón del NAFTA, Carlos Salinas –celebrado en Washington como un buen gobernante reformador— fueron repetidamente acusados de conexiones con el negocio de la droga. En el primer año de Salinas en el cargo, su jefe nacional de policía fue descubierto con 2,4 millones de dólares de dinero procedente de la droga en el maletín de su auto.
En los 90, a medida que los cárteles de la droga mexicanos, mejor ubicados geográficamente, desplazaban los colombianos del mercado estadounidense de cocaína, sus beneficios y su influencia política creció. Pero también creció la rivalidad entre ellos y las facciones gubernamentales aliadas a ellos por el control de las rutas comerciales. Empezaron a verse por las calles cuerpos cosidos a balazos, desencadenando el nerviosismo público.
Buscando legitimidad tras las elecciones de 2006, ensombrecidas por la sospecha de fraude, el presidente Felipe Calderón declaró la guerra a los narcotraficantes. Fue un gesto popular, pero dado que la policía, el ejército y el aparato judicial están muy infiltrados por las bandas, le salió el tiro por la culata. Los narcos reaccionaron con una violencia terrorífica: asesinatos, decapitaciones y mutilaciones de policías, soldados y matones, actos, todos ellos, desvergonzadamente exhibidos en YouTube. Sabedor de que perdía el control de la situación, Calderón pidió ayuda a George Bush II. Resultado: la Iniciativa de Mérida, un programa de 400 millones de dólares anuales para suministrar helicópteros, equipo militar y entrenamiento a la policía y al ejército mexicanos.
Tras décadas de mantener distancias con los EEUU, los militares mexicanos –como las fuerzas armadas de Colombia, Honduras y otros países latinoamericanos— se están convirtiendo en clientes del Pentágono. A su vez, la sociedad mexicana se está militarizando. La corrupta policía local está siendo desplazada por los soldados, que acaso sean algo menos corruptos, pero que representan una mayor amenaza para los derechos humanos y la democracia. Un informe del pasado abril de Human Rights Watch identificó 17 casos específicos de abusos del ejército mexicano, incluidos “asesinatos, torturas, violaciones y detenciones arbitrarias”.
A favor de Barack Obama hay que decir que al menos ha sido capaz de reconocer lo que sus antecesores en el cargo negaban, a saber: que la demanda estadounidense de drogas y su suministro de armas hace de los EEUU un facilitador del proceso de crecimiento de los narco-señores de la guerra. Pero también ha dejado claro que ninguna de estas cosas está en la agenda política de su administración. Además, así como Bill Clinton llevó a buen puerto el acuerdo NAFTA de George Bush I, Barack Obama ha hecho suya la Iniciativa de Mérida de Bush II.
Dada la nula disposición de los políticos estadounidenses a enfrentarse con el problema de la demanda de droga, no es probable que la Iniciativa de Mérida vaya a tener más éxito en punto a la erradicación del comercio de droga del que lo ha tenido el Plan Colombia (dotado con 6 mil millones de dólares). Lo mejor que cabe esperar es algún tipo de reparto del mercado entre los cárteles que termine siendo tácitamente aceptado por el gobierno mexicano, mientras Washington mira pudorosamente para otro lado. Dado que en muchas áreas el dinero de la droga es la principal fuente de financiación de las campañas electorales, un parlamento mexicano dominado por el PRI podría terminar convirtiéndose en el foro adecuado para la negociación de un final, no por cínico menos bienvenido, de los asesinatos.
Entretanto, la violencia del mundo de la droga ha logrado disuadir a turistas e inversores, empeorando todavía más la recesión mexicana. El grueso de las previsiones esperan que la economía se contraiga alrededor de un 6% este año: un golpe tremendo para un país en el que el 45% viven con 2 dólares al día, o menos. Respuesta de Calderón: rescatar las grandes empresas que especularon con derivados financieros de Wall Street y un incremento del gasto público con cuentagotas, esperando, una vez más, que los EEUU absorban el excedente mexicano de trabajo.
Pero, aun si la economía de los EEUU se recupera, es improbable que vuelva a generarse un boom crediticio como el que mantuvo a flote al NAFTA. En la era post-crac, los EEUU se verán finalmente forzados a enfrentarse a sus déficits comerciales y a su imponente deuda exterior. Los estadounidenses tendrán que reducir su gasto de consumo, incrementar el ahorro y vender más –y comprar menos— al resto del mundo. Si México no pudo prosperar durante 15 años exportando bienes y trabajadores a un pletórico mercado de consumo estadounidense, resulta difícil de creer que podrá hacerlo cuando ese mercado se ha deshinchado.
Hay que repensar por entero la relación. A este respecto, el olvido en que ha caído la exigencia de Obama, durante su campaña electoral, de renegociar el NAFTA, ha de considerarse una oportunidad perdida. Un nuevo debate sobre el tratado de comercio podría haber favorecido la discusión pública sobre el fracaso de la teoría económica neoliberal, sobre la “guerra a las drogas” y sobre una política inmigratoria que ignora las causas que llevan a los trabajadores mexicanos a cruzar la frontera. Podría haberse convertido en un fórum para reflexionar cabalmente sobre cómo puede ponerse la integración continental al servicio de la población trabajadora, y no meramente al servicio de los inversores. Por ejemplo: ¿qué tipo de políticas cooperativas de transporte, energía e industrialización verde podrían hacer que las gentes de las tres naciones –ahora ligadas por un mercado único— llegaran a ser más competitivas globalmente?
Los asesores de Obama, gentes de Wall Street, no tienen mayor interés que Bush en este tipo de cambio. Y sin una nueva dirección económica, la vida para el mexicano medio empeorará sin lugar a dudas, y crecerán las tensiones sociales. Algunos amigos mexicanos observan que la Revolución contra España estalló en 1810, y que la Revolución contra el dictador Porfirio Díaz, respaldado por los EEUU, estalló en 1910. ¿Y en 2010?
Sea como fuere, los problemas y los conflictos mexicanos no se quedarán convenientemente encapsulados al otro lado de Río Grande. Constrúyase un muro de diez pies de alto, que la gente desesperada encontrará escaleras de doce pies. El libre comercio, huelga decirlo, seguirá floreciendo; la secretaria de Estado de Seguridad, Janet Napolitano, estima que los cárteles mexicanos de la droga están ahora mismo operando en 230 ciudades norteamericanas.
Así, gracias a la gente que nos trajo el desastre de las hipotecas subprime, de la congelación del crédito y de la Gran Recesión, la próxima Revolución mexicana podría estar más cerca de lo que ustedes piensan.
Jeff Faux fue el fundador y es ahora miembro destacado del Economic Policy Institute. Su último libro es: The Global Class War [La guerra de clases global] (Nueva York, Wiley, 2007).
Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón
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