Los recesos de nuestros legisladores federales
Miguel Carbonell
¿Se imagina el lector que una empresa trabajara solamente durante seis meses al año? ¿Qué pasaría si una familia decidiera dejar de tomar decisiones importantes desde principios de mayo hasta finales de agosto? ¿Verdad que no suena sensato detener actividades importantes o postergar decisiones durante tanto tiempo, en pleno siglo XXI?
Pues bien, las anteriores preguntas vienen al caso precisamente porque eso es lo que parece hacer un actor clave de nuestro sistema democrático: el Congreso de la Unión. En efecto, la Constitución mexicana establece que los periodos ordinarios de las cámaras legislativas federales van del 1 de septiembre al 15 de diciembre y del 1 de febrero al 30 de abril. Es decir, entre el 15 de diciembre y el último día de enero no hay sesiones. Y tampoco entre el 1 de mayo y el último día de agosto.
¿Es esto normal? ¿Se justifican periodos tan amplios de receso, por parte de nuestros representantes? Si les preguntamos a los propios legisladores nos dirán que en esos intervalos sin sesiones, ellos siguen trabajando, ya sea por medio de las comisiones del propio Congreso o haciendo trabajo de gestoría en sus distritos o en sus estados natales. Hay buenas razones para dudarlo.
Los periodos ordinarios de sesiones tan breves provienen de disposiciones que estaban en la Constitución de 1857. En ese entonces se dijo que los periodos breves se justificaban por lo demorado de los trayectos que debían recorrer los legisladores desde todas las entidades federativas (trayectos que podían durar varias semanas). Además, se dijo que no se podía comenzar a trabajar antes del mes de septiembre, porque durante la temporada de lluvias “los caminos están intransitables”. ¿Podemos seguir pensando como hace 150 años? ¿Debemos conformarnos con tener que aguardar durante meses para que se vuelvan a reunir y retomen la agenda de los grandes cambios que requiere el país?
¿Qué es lo que impide que si el Poder Ejecutivo, el Poder Judicial y los órganos autónomos, trabajan todo el año (con breves periodos vacacionales), haga lo mismo el Poder Legislativo? ¿Por qué si 628 legisladores federales cobran su sueldo durante 12 meses al año, solamente unos cuantos trabajan durante ese mismo tiempo?
Pensemos por un momento en todo lo que quedó pendiente en el periodo ordinario inmediato anterior: reformas en materia de derechos humanos, reforma política, reforma laboral, ley antisecuestro, ley de protección de datos personales, nueva ley de transparencia, leyes para hacer aplicable la reforma en materia penal, y un largo etcétera. La agenda está y seguirá estando muy cargada en México, como resultado de sus evidentes carencias democráticas, económicas, sociales, etcétera.
¿Por qué debemos seguir postergando el futuro por medio de reglas que tuvieron sentido (quizá) en el siglo antepasado, pero que hoy son un lastre insoportable? ¿No es un lujo excesivo el tener a nuestros legisladores fuera de juego durante tantos meses al año, mientras los otros poderes trabajan de forma continua?
Mi propuesta es la siguiente: que los periodos ordinarios duren 11 meses al año, con dos interrupciones en diciembre y en julio, de 15 días cada una, tal como sucede en varias democracias consolidadas del mundo.
No me imagino que ningún legislador salga a defender la pertinencia de mantener los periodos cortos que tenemos hoy en día. Auguro más bien que guardarán sepulcral silencio y seguirán nadando de a muertito. Lo hacen muy bien.
¿Se imagina el lector que una empresa trabajara solamente durante seis meses al año? ¿Qué pasaría si una familia decidiera dejar de tomar decisiones importantes desde principios de mayo hasta finales de agosto? ¿Verdad que no suena sensato detener actividades importantes o postergar decisiones durante tanto tiempo, en pleno siglo XXI?
Pues bien, las anteriores preguntas vienen al caso precisamente porque eso es lo que parece hacer un actor clave de nuestro sistema democrático: el Congreso de la Unión. En efecto, la Constitución mexicana establece que los periodos ordinarios de las cámaras legislativas federales van del 1 de septiembre al 15 de diciembre y del 1 de febrero al 30 de abril. Es decir, entre el 15 de diciembre y el último día de enero no hay sesiones. Y tampoco entre el 1 de mayo y el último día de agosto.
¿Es esto normal? ¿Se justifican periodos tan amplios de receso, por parte de nuestros representantes? Si les preguntamos a los propios legisladores nos dirán que en esos intervalos sin sesiones, ellos siguen trabajando, ya sea por medio de las comisiones del propio Congreso o haciendo trabajo de gestoría en sus distritos o en sus estados natales. Hay buenas razones para dudarlo.
Los periodos ordinarios de sesiones tan breves provienen de disposiciones que estaban en la Constitución de 1857. En ese entonces se dijo que los periodos breves se justificaban por lo demorado de los trayectos que debían recorrer los legisladores desde todas las entidades federativas (trayectos que podían durar varias semanas). Además, se dijo que no se podía comenzar a trabajar antes del mes de septiembre, porque durante la temporada de lluvias “los caminos están intransitables”. ¿Podemos seguir pensando como hace 150 años? ¿Debemos conformarnos con tener que aguardar durante meses para que se vuelvan a reunir y retomen la agenda de los grandes cambios que requiere el país?
¿Qué es lo que impide que si el Poder Ejecutivo, el Poder Judicial y los órganos autónomos, trabajan todo el año (con breves periodos vacacionales), haga lo mismo el Poder Legislativo? ¿Por qué si 628 legisladores federales cobran su sueldo durante 12 meses al año, solamente unos cuantos trabajan durante ese mismo tiempo?
Pensemos por un momento en todo lo que quedó pendiente en el periodo ordinario inmediato anterior: reformas en materia de derechos humanos, reforma política, reforma laboral, ley antisecuestro, ley de protección de datos personales, nueva ley de transparencia, leyes para hacer aplicable la reforma en materia penal, y un largo etcétera. La agenda está y seguirá estando muy cargada en México, como resultado de sus evidentes carencias democráticas, económicas, sociales, etcétera.
¿Por qué debemos seguir postergando el futuro por medio de reglas que tuvieron sentido (quizá) en el siglo antepasado, pero que hoy son un lastre insoportable? ¿No es un lujo excesivo el tener a nuestros legisladores fuera de juego durante tantos meses al año, mientras los otros poderes trabajan de forma continua?
Mi propuesta es la siguiente: que los periodos ordinarios duren 11 meses al año, con dos interrupciones en diciembre y en julio, de 15 días cada una, tal como sucede en varias democracias consolidadas del mundo.
No me imagino que ningún legislador salga a defender la pertinencia de mantener los periodos cortos que tenemos hoy en día. Auguro más bien que guardarán sepulcral silencio y seguirán nadando de a muertito. Lo hacen muy bien.
www.miguelcarbonell.com
twitter: miguelcarbonell
Investigador del IIJ-UNAM
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