Editorial La Jornada.
crimen de Estado.
Acusaciones y deslindes aparte, es claro que existe una responsabilidad ineludible de las autoridades, las cuales han exhibido una actitud cuando menos omisa ante la multiplicación de signos de violencia en la región triqui. Lo anterior se hizo patente con la inacción gubernamental ante las advertencias lanzadas por la Unión de Bienestar Social para la Región Triqui (Ubisort) –organización priísta de corte paramilitar que mantiene un férreo cerco sobre la comunidad de Copala– de que no dejarían pasar la caravana humanitaria, que fue finalmente atacada por un grupo armado el pasado 27 de abril, en un suceso que arrojó varios heridos y en el que perdieron la vida la activista Beatriz Alberta Cariño y el internacionalista finlandés Jyri Antero Jaakkola.
El ataque al convoy referido debió evidenciar a las autoridades de los distintos niveles de gobierno la explosividad del conflicto y el riesgo de que se presentaran nuevos hechos de violencia y más asesinatos. Pero la desatención y la inacción gubernamentales que siguieron a los sucesos mencionados, así como los intentos por minimizar el conflicto e incluso por desacreditar la presencia de extranjeros en la región, sellaron en la opinión pública la percepción de una voluntad oficial de encubrimiento para alguno de los bandos involucrados en el conflicto regional, y de un designio de emplear y fomentar la división del pueblo triqui para minar la viabilidad del municipio autónomo, que ha cumplido ya el primer trienio.
Las consideraciones referidas plantean una disyuntiva preocupante: si se atiende a la versión oficial de que los asesinatos comentados obedecen a pugnas intestinas, se asiste a una expresión de ingobernabilidad y descontrol en Oaxaca que vuelve impresentable el desempeño de las autoridades; si son ciertas, por el contrario, las acusaciones que atribuyen estos crímenes a grupos oficialistas, entonces la actitud omisa mostrada hasta ahora sería la menor de las responsabilidades gubernamentales en esos hechos.
En suma, lo sucedido en esa región pone en relieve la necesidad impostergable de esclarecer estos hechos, y subrayan, asimismo, la obligación de las autoridades estatales y federales de garantizar el cumplimiento de los derechos individuales y colectivos del pueblo triqui, y no sólo por elementales razones de justicia y legalidad, sino también porque de otra manera difícilmente se podrán conjurar escenarios de violencia aún peores en esa zona de Oaxaca.
Lo que sucedió los dos días posteriores es de sobra conocido. Policías municipales, estatales y federales reprimieron el movimiento haciendo uso excesivo de la fuerza, y sin respeto alguno a los derechos de las personas. El despliegue policiaco fue de cerca de 4 mil efectivos, número desproporcionado frente la cantidad de personas contra las que se dirigían, y tuvo como saldo dos personas muertas, 207 detenidas arbitrariamente –145 de ellas, de acuerdo a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), dentro de domicilios–, y 26 mujeres abusadas sexualmente. La respuesta del Estado fue violatoria de los derechos humanos, de esto no quepa ninguna duda. Las personas detenidas fueron privadas de su libertad sin que se cumplieran las normas mínimas del procedimiento ni se respetaran los principios de necesidad y proporcionalidad a los que están obligados los agentes estatales. Muchas de ellas fueron aprehendidas por el simple motivo de encontrarse en el lugar de los hechos; las policías allanaron los hogares sin contar con órdenes de cateo ni de aprehensión, y en el trayecto a los centros de detención, donde los jueces avalaban y maquillaban de legales
todos esos delitos y violaciones graves a los derechos humanos, continuaron maltratando a la gente. Esto ha sido ampliamente documentado por organizaciones e instancias nacionales e internacionales de derechos humanos, como la Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Humanos, Amnistía Internacional, Human Rights Watch, el Centro Pro, la CNDH y la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Y ha sido objeto de recomendaciones en diversos espacios de Naciones Unidas y en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
La criminalización de la protesta social ha sido, pues, evidente, y a pesar de que la mayor parte de las víctimas de estas violaciones han recuperado su libertad, todavía 12 de ellas siguen presas en los penales de Molino de las Flores y el Altiplano (cárcel de máxima seguridad), con sentencias que van desde 31 hasta 112 años de prisión. Se les acusa de secuestro equiparado, un tipo penal diseñado para reprimir los movimientos sociales, y que más bien equipara la presión social a los casos famosos de secuestro que se muestran en los medios de comunicación. Algo absurdo si se compara con las penas que tuvieron Rafael Caro Quintero, Benjamín Arellano Félix o el mismo Chapo Guzmán (quien por cierto salió caminado y por la puerta grande), de las cuales la máxima fue de 40 años. Hemos sido también testigos del uso faccioso de la justicia, por el que se castiga en forma desmesurada a quien defiende sus derechos, y se deja en total impunidad a quienes se ha comprobado que los han violado, llevando a juicio únicamente a mandos medios o inferiores, sentenciados con penas que resultan ridículas. Además de que no deberían existir delitos como el secuestro equiparado
, las pruebas en contra de los 12 presos de Atenco no son suficientes para acreditar su responsabilidad.
La forma en la que sucedieron los hechos y las deficiencias al integrar las averiguaciones previas debieron ser suficientes para que se dictara su libertad. Se ha comprobado que hay declaraciones
de policías exactamente iguales entre sí, con las mismas faltas de ortografía y errores de tipografía. Que hay sentencias basadas en lo que se supuso
que dijeron las personas, y una serie enorme de irregularidades que no fueron consideradas por los jueces en el estado de México. Ello orilló a las defensas de los presos de Atenco a pedir a la SCJN que por el interés y la trascendencia del caso fuera ella quien resolviera los juicios de amparo en contra de las sentencias condenatorias. La Corte conoce el asunto, pues realizó una investigación de los hechos, que a manera de dictamen presentó en febrero de 2009. En él concluye que se violaron derechos fundamentales, como la vida, la integridad personal, la libertad sexual, la no discriminación, la inviolabilidad del domicilio, la libertad personal y el debido proceso, entre otros. En aquella ocasión se reclamó a la Corte que no señalara como responsables a altos mandos. Ahora está en sus manos resolver todas las injusticias que se han cometido.
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