6/15/2010

¿Autorretrato?

Pedro Miguel

El gobierno de los ricos y socialmente influyentes, el de la mafia o el del populacho, dejan ver, cada uno a su modo, las desventajas de un gobierno sin derecho en comparación con uno de derecho, escribe Richard Bellamy al comentar a Bobbio (Doxa, Cuadernos de filosofía del derecho, número 28, 2005).

Al explorar conceptos de gobierno y de estado de derecho, casi da ternura la candidez con que el gerente en turno del poder oligárquico traza un retrato de su propio régimen al ensayar definiciones y descripciones del crimen organizado: la organización criminal que a través de la violencia o la amenaza busca apoderarse de las rentas de las empresas lícitas o ilícitas en una comunidad; “... una vez hecho el ‘arreglo’, los delincuentes controlan la autoridad y, una vez que la han sometido, se apoderan de la plaza sin restricción alguna y no existe límite a sus abusos sobre la población” (La lucha por la seguridad pública, Felipe Calderón Hinojosa, 14 de abril de 2010). Daría ternura, pero la recuperación de la seguridad de las familias mexicanas ha generado lo contrario y ha costado ya 23 mil muertos. Y mientras asistimos de manera obligada a la carnicería, el saqueo de los bienes públicos permitiría cubrir con una fila de monedas de a peso la distancia de aquí a Júpiter.

Apoderarse de las rentas... Al leer eso, uno piensa en la manera en que la alianza gobernante enjaretó a la mayoría de la sociedad un incremento de impuestos que habría podido evitarse si los altos funcionarios, los legisladores y los magistrados moderaran las facturas por viajes y comidas que endosan al presupuesto.

Además, las líneas citadas obligan a recordar que esta administración y las anteriores han saqueado impunemente a Petróleos Mexicanos, no para beneficiar al conjunto de sus propietarios –es decir, a la población–, sino para beneficiar a un puñado de magnates, trasnacionales y funcionarios públicos, ya sea mediante contratos que les dan a ganar miles de millones de dólares en perjuicio de las arcas públicas; ya por concesiones con 80 por ciento de descuento (adjudicación de frecuencias a Televisa y Nextel); ya por el otorgamiento de exenciones y privilegios fiscales escandalosos, como los que el propio Calderón reconoció el 29 de octubre del año pasado; ya por transferencias extrasalariales del erario a servidores públicos, como las que se otorga Francisco Mayorga, titular de la Secretaría de Agricultura.

Las caracterizaciones de la delincuencia que formula Calderón evocan también los atropellos a la ley cometidos en la extinción de Luz y Fuerza del Centro, en la concesión a particulares de actividades constitucionalmente reservadas a la nación, en la violencia o la amenaza empleadas contra los mineros y los electricistas, en el uso de la fuerza pública para beneficio de la fuerza (financiera) privada de Grupo México: “los delincuentes –afirma Calderón– controlan a la autoridad y, una vez que la han sometido, se apoderan de la plaza sin restricción alguna y no existe límite a sus abusos sobre la población”.

Volviendo a Bellamy: No es justo que los tiranos tengan el hábito de asegurarse la legitimación legal después de la toma del poder, y no antes de ésta.

Si en algo acierta el panista es en que no fue la acción del gobierno la que provocó la violencia y que ésta es más bien fruto de los enfrentamientos entre distintos grupos de la criminalidad. Porque gobierno, lo que se llama gobierno, no hay mucho que digamos.

Otro que comenta a Bobbio, el colombiano Álvaro Acevedo Tarazona (Reflexión política, Universidad Autónoma de Bucaramanga, volumen dos, número tres, 2000), extrae de la lectura de El futuro de la democracia una conclusión local: “Si bien estamos viviendo en un país nominalmente ‘democrático”, a diario nos enfrentamos al desafío de reconstruir una verdadera democracia, en la cual el imperio de la ley, las libertades y la justa convivencia sean su sustento”. En México se puede decir más claro: la sociedad debe construir un gobierno.

Ricardo Rocha
Detrás de la Noticia
ABC: tiempo de hipócritas

Casi nunca he hablado de mi propia labor periodística; hoy haré una excepción porque se ha hecho asunto público. Y es que ahora resulta, según algunos, que el Informe Smith dado a conocer aquí es una cortina de humo para empantanar el proceso deliberatorio en la Corte o una maniobra salvadora de los inculpados actuales.

Mentira por partida doble. Está muy claro que la Corte puede considerar o desestimar e
ste peritaje porque, como me dijo una distinguida ministra: “lo que importa es que murieron 49 niños quemados en la guardería… cómo empezó el incendio es lo de menos”. En el otro sentido, sólo a un estúpido disfuncional o a un interesado inmoral se le puede ocurrir que una cosa invalida a la otra. Es decir, que determinar el origen del fuego atenta contra la esperanzadora tesis del ministro Zaldívar de responsabilizar a todos los funcionarios públicos de sus actos y omisiones. Es más, el Informe Smith estaría ampliando la tesis Zaldívar a los funcionarios de los gobiernos municipal y estatal de Hermosillo y Sonora que ejercían cuando el incendio. Y que conste que, hasta ahora, no se ha cuestionado el prestigio, la experiencia o la imparcialidad de su autor. Lo que afirman los obtusos es que su difusión beneficia a Molinar, Karam y Bours, señalados como responsables por el propio ministro Zaldívar y a quienes yo siempre he apuntado como culpables de este crimen múltiple. Lo he reiterado una y otra vez: las pésimas condiciones de la guardería —producto de abusos y corruptelas— hicieron que el fuego matara a 49 niños y marcara a otros 100. Por eso, en esto de las responsabilidades no hay que olvidar a los dueños, por más influyentes que sean.

Por cierto, no se trata —como dicen mañosamente— de empezar de cero y buscar a malditos desconocidos qu
e provocaron las llamas. Hay que interrogar a Manuel Gaxiola, Francisco Arturo Bracamontes, Juan Parra, Ignacio Alduendas, Álvaro Pacheco, Jorge Antonio Lavandera y Arturo Torres; los empleados de la bodega. Se quiere saber la verdad ¿o no?

Finalmente, a
mí nadie me filtra nada. El cobardón piensa que todos son de su condición. Yo fui a reportear, indagar y marchar con todos los padres de Hermosillo. Así, buscando, encontré una información que difundí porque éticamente debía de hacerlo, independientemente de sus consecuencias. Pero no me extraña el dolo de quienes durante décadas encubrieron y justificaron matanzas tan horrendas como la de Jaramillo, Tlatelolco y Aguas Blancas y que creen poderse quitar el peso de su conciencia con una lavadita de cara. Patético.


Callejón sin salida
Luis Hernández Navarro

Con apenas unos cuantos días de diferencia, de Sonora a Oaxaca, del movimiento sindical a la lucha indígena, quedó claro que los espacios de reivindicación político-social en el país se cierran cada vez más. En Cananea, policías y esquiroles rompieron con lujo de violencia la huelga de los mineros. En la zona triqui, paramilitares priístas y gobierno oaxaqueño impidieron la llegada de la segunda caravana humanitaria a San Juan Copala.

Ambos hechos no son casos aislados. Son un patrón recurrente de trato por parte de las autoridades federales y estatales hacia los movimientos sociales que cuestionan las formas tradiciones de control gubernamental. En lugar de negociar las demandas de los sectores subalternos, los funcionarios públicos combinan el uso faccioso de la ley, la violación de derechos humanos, la designación arbitraria de representantes a modo, el monopolio legítimo de la fuerza y la violencia ilegal para doblegar a los sectores populares inconformes.

La violencia contra los grupos inconformes con la política gubernamental se ha extendido y generalizado. Lejos de ser un hecho excepcional, se ha convertido en una constante. Participan en ella el Ejército, la Policía Federal, policías locales, paramilitares, pistoleros, esquiroles y, según diversas denuncias, narcotraficantes.

No es exagerado afirmar que en distintas regiones del país han aparecido grupos paramilitares que actúan contra los movimientos antisistémicos. Integrados por campesinos o indígenas cercanos al gobierno, utilizan armas exclusivas del Ejército, portan uniformes (generalmente negros) y gozan de absoluta impunidad. Al menos, operan en Chiapas, Guerrero, Oaxaca y Michoacán. Son responsables de muertes, desapariciones, agresiones y amenazas contra disidentes políticos. (Véase el magnífico reporte especial Contra los pueblos indígenas, la verdadera guerra del gobierno mexicano, publicado en Ojarasca, Número 158, junio de 2010.)

En otras regiones, caciques, empresarios y políticos poderosos han echado mano de grupos de pistoleros y esquiroles, sea para tratar de romper huelgas o para amedrentar a luchadores sociales que se oponen –por ejemplo– a la minería a cielo abierto. Un caso, entre otros muchos: el pasado 27 de noviembre de 2009 fue asesinado en Chicomuselo, Chiapas, el líder social Mariano Abarca. Entre otros, fueron señaladas como sospechosas del crimen Ciro Roblero (trabajador de la minera trasnacional canadiense Blackfire, contra la que Abarca peleaba), Luis Antonio Flores Villatoro (Gerente de de Relaciones Públicas de Blackfire).

La Policía Federal ha estado presente en múltiples y variadas represiones a lo largo de los últimos años. Ha sido utilizada para ocupar las instalaciones de Luz y Fuerza del Centro y contra los trabajadores electricistas del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME); para desalojar las protestas de los maestros democráticos de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE); para desalojar de la mina de Pasta de Conchos a los familiares de las víctimas del homicidio industrial provocado por la negligencia del Grupo México, y para multitud de tareas de disuasión.

El Ejército patrulla Ayutla de los Libres, en Guerrero, detiene e interroga a indígenas sin tener facultad legal para hacerlo, y elementos suyos han violado a mujeres en resistencia. Lo mismo sucede en otras regiones del país, como la Huasteca.

No es exagerado decir que, paralelamente a la guerra contra los drogas, el gobierno federal y diversos gobiernos estatales de todos los signos políticos (el Partido de la Revolución Democrática incluido) han desatado una guerra contra el movimiento popular. Una guerra de la que no se escapa nadie del conjunto del mundo subalterno, aunque está concentrada, sobre todo, contra los pueblos indios. Una guerra que sufren los jóvenes de los barrios y colonias humildes, los trabajadores sindicalizados que reivindican la democracia gremial y la defensa de la soberanía nacional, los normalistas rurales que defienden la educación pública, los ciudadanos que protestan contra los abusos militares en los territorios de operación del combate al narcotráfico, y los promotores del ecologismo de los pobres que defienden bosques y aguas.

Con las puertas de la negociación cada vez más cerradas dentro del país, muchos de estos grupos han buscado que sus quejas se traten en los organismos internacionales multilaterales de defensa de los derechos humanos. Otros han recurrido a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Sin embargo, esos organismos no pueden suplir permanentemente a los espacios legales realmente existentes para la solución de las demandas, además de que sus tiempos y competencias son limitados.

La criminalización de la protesta social y el uso recurrente de la violencia gubernamental o paragubernamental contra la disidencia popular está colocando a muchos movimientos en un verdadero callejón sin salida. Que nadie se diga sorprendido si la paciencia se agota.

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