Carlos Bonfil
Julianne Moore protagoniza el filme del neoyorquino Richard Glatzer, basado en la novela homónima de Lisa Genova
Dominar
el arte de la pérdida. Este propósito resume la es-trategia desesperada
de Alice Howland (Julianne Moore), especialista en ciencias del
conocimiento, lue- go de ser diagnosticada con una forma precoz de
Alzheimer. En Siempre Alicia (Still Alice), el realizador
neoyorquino Richard Glatzer y su colaborador y esposo, el británico
Wash Westmoreland, retoman la trama de la novela homónima de Lisa
Genova para presentar el paulatino deterioro del mapa mental de su
protagonista.
Revisando las anteriores colaboraciones artísticas de la pareja
Glatzer/Westmoreland, sorprende un poco la elección del tema. A ellos
se deben tres cintas favoritas en los festivales de cine gay (Grief, The fluffler y La última aventura de Robin Hood, este último título centrado en la supuesta homosexualidad de Errol Flynn), y también la estupenda Quinceañera.
La sorpresa es menor cuando en los medios se difunde la noticia de que
Glatzer padece una enfermedad crónico-degenerativa (esclerosis lateral
amiotrófica, tema de la cinta La teoría del todo, de James
Marsh, sobre la vida de Stephen Hawking), y que posiblemente ese drama
privado haya motivado a la pareja de cineastas a abordar un caso
similar vivido en carne propia.
La idea era, por supuesto, interesante, aunque al mismo tiempo
arriesgada. Existía la tentación de incurrir en un tratamiento
melodramático del tema y repetir los viejos clichés hollywoodenses
ligados a la enfermedad y a la solidaridad de la pareja conyugal.
Desafortunadamente, Siempre Alicia no consigue rebasar esos
convencionalismos. O no le interesa hacerlo. Elige una construcción
narrativa que inicia como crónica familiar para dejar luego en la
sombra, o en el olvido, a personajes secundarios y a tramas paralelas
que hubieran podido enriquecer el relato, y se concentra luego en el
drama íntimo de Alice, mismo que aborda de manera cautelosa. Al
parecer, según esta óptica, el mejor contrapunto para una historia tan
devastadora como el deterioro mental de una mujer inteligente debe ser
su contacto cotidiano con un entorno doméstico equilibrado y
comprensivo, poblado de seres buenos e intenciones todavía mejores.
Precisamente ese entorno del que no pudieron gozar ni la pareja de
ancianos en Amor, del austriaco Michael Haneke, para
enfrentar el horror del deterioro físico y la soledad de la esposa, ni
aquella otra pareja conyugal, los escritores John Bayley e Iris
Murdoch, frente al diagnóstico de Alzheimer de esta última, en Iris, de Richard Eyre.
En
los tres casos, las actuaciones femeninas (Julianne Moore, Emmanuelle
Riva, Judi Dench), han sido soberbias. Lo que ha variado, y mucho, es
el talento y la sensibilidad artística de cada director para plasmar
con honestidad y sin concesiones una historia tan delicada y difícil.
Contando con el profesionalismo y poderío expresivo de Julianne
Moore, ¿por qué recurrir a colaboradores tan evidentemente menores como
un director de fotografía (Denis Lenoir) quien para ilustrar el
extravío mental de Alice sólo acierta a difuminar las calles, la gente
y los objetos que la rodean, como si el problema fuera óptico y no
neuroló-gico, una pérdida parcial de la memoria? O a un responsable
musical (Ilan Eshkeri) que con una pista sonora insistente y almibarada
trivializa a tal punto el drama de la protagonista que uno pudiera
suponer en toda enfermedad irreversible algún providencial desenlace
feliz. Es cierto que la película no muestra, en ese final suyo en
blanco, como una mente en blanco, nada particularmente amable; también
lo es que la música y la fotografía se empeñan en evitar al máximo
tonalidades demasiado sombrías.
En su peculiar desconexión con las realidades concretas de la
protagonista, la melancólica partitura musical actúa como soporte de
una fotografía que acude a imágenes de video casero (como al final de Filadelfia, de
Jonathan Demme) para evocar una atmósfera de duelo anticipado. Antes de
que fallezca la protagonista, la cinta elabora ya la elegía de la
remembranza y la condolida marcha fúnebre para edificación moral de los
sobrevivientes. Y es que para el puritanismo esencial de Hollywood,
ninguna tragedia humana tie- ne sentido si no anticipa o no se acompaña
de una oportuna y muy convencional lección de vida. Si como afirma la
cinta, el padecimiento Alzheimer puede golpear con mayor severidad a
las personas con un alto desarrollo intelectual, no hay nada como la
abnegación conyugal, la armonía familiar y el orden social circundante
para aliviar de la crueldad de una paradoja semejante.
La situación de Julianne Moore frente a sus colaboradores técnicos y
artísticos en la película es similar a la de Alice Howland ante sus
familiares comprensivos y bien intencionados. Naufraga solitaria por un
cálido territorio para ella ya incomprensible. Pero lo hace con una
dignidad portentosa. Por ella vale la pena ver esta película; es ella
quien merece el máximo reconocimiento esta noche.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
No hay comentarios.:
Publicar un comentario