En medio de la crisis
de derechos humanos que encara el país –que a decir de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se caracteriza por un clima de
violencia que afecta gravemente a grupos en situación de
vulnerabilidad, provocado por agentes del Estado y por otros actores,
como el crimen organizado–, las acciones del gobierno para enfrentarla
parecen un tanto erradas. Me explico.
Por lo que se refiere a los agentes del Estado, la CIDH no titubea en
asegurar que, efectivamente, la participación de las fuerzas armadas en
labores de seguridad pública propicia el aumento de violaciones a los
derechos humanos. Además, al concluir su visita a México en 2015, el
Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos dijo
en su declaración final que se requiere la adopción de un cronograma
para el retiro de las fuerzas armadas de las funciones de seguridad
pública. Exigencia que también desde hace años hacen diversas
organizaciones civiles, al tiempo que demandan la realización de un
diagnóstico integral y responsable de los efectos de 10 años de
militarización de la seguridad pública en el país. Frente a lo anterior,
el Estado mexicano, incluso por medio del Poder Legislativo, propone en
cambio la legalización de la militarización, y bajo eufemismos, como el
de
seguridad interior, asimilado indebidamente al campo de la seguridad pública, pretende llevar a cabo la aprobación de leyes, o la modificación de otras, con la finalidad de hacer legal lo ilegal. Es decir, la participación de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública. Todo ello en contraposición a lo que los mecanismos internacionales de protección a los derechos humanos le han señalado acerca de la necesidad de adoptar un enfoque de seguridad ciudadana, como paradigma que prioriza la centralidad de la dignidad humana y los derechos humanos en la seguridad.
Como expresé en semanas pasadas en este mismo espacio (24/12/16), el
Congreso se empeña en desnaturalizar una figura jurídica propia de la
seguridad nacional, para usarla inconstitucionalmente en el campo de la
seguridad pública. Lo hemos vuelto a confirmar en este año, pues vemos
cómo se ha propiciado una
discusiónen torno a la elaboración de
un marco jurídico que dé certeza de las competencias y condiciones de la participación de las fuerzas armadas en labores de seguridad públicaen México. Si bien el tema de la militarización de la seguridad pública y sus consecuencias han sido visibilizados desde hace más de una década por organizaciones de derechos humanos y las mismas víctimas, en el marco de la política de
combate al narcoy el aumento de la violencia, no ha sido sino hasta los recientes reclamos de los altos mandos de las fuerzas armadas cuando el Legislativo federal ha considerado actuar en consecuencia y acceder a la legalización de la militarización de la seguridad pública, como presunta solución al tema de la crisis de derechos humanos, lo que resulta paradójico y contradictorio con un Estado que pretende garantizar los derechos de quienes habitan o transitan en su jurisdicción.
En un Estado democrático son inadmisibles estos supuestos
debatesa modo bajo un esquema que excluye voces críticas sobre una propuesta de ley, sobre todo de organizaciones defensoras de derechos humanos, víctimas y sectores académicos, e incluso de legisladores que se oponen a tales iniciativas. Es lamentable que algunos grupos en las Cámaras busquen imponer apresuradamente una legislación que es de máximo interés público y compromete derechos humanos. Ante ello, organizaciones, colectivos y académicos nos posicionamos en diversos momentos contra las actuales propuestas de Ley de Seguridad Interior, que por un lado no dan certeza en sus definiciones ni garantizan el carácter excepcional y temporal de la participación de las fuerzas armadas en seguridad pública, en las que se incluya congruentemente el programa de retiro de los militares de labores de policía, y por otro no garantizan la seguridad de los ciudadanos, pues es sabido que a mayor presencia de las fuerzas armadas, es innegable el incremento de las violaciones a los derechos humanos; ni la impartición de justicia en medio de la impunidad reinante.
Tampoco titubeamos en evidenciar las competencias de facto que
el Congreso se arroga para legislar sobre seguridad interior, sin que
haya quedado claro si lo puede hacer tal como plantean los legisladores
promoventes. Llama la atención que iniciada la exigencia de contar con
leyes en materia de víctimas y desaparición forzada, uno de los
argumentos más recurrentes en las Cámaras era precisamente que no tenían
facultades expresas para legislar en esas y otras materias. Ahora, sin
contar con esas facultades constitucionales, pues ni siquiera le han
explicado a la sociedad a qué se refieren cuando hablan de seguridad
interior, se aprestan a aprobar aceleradamente las mencionadas
iniciativas de ley.
En realidad, estas acciones del Legislativo buscan imponer un modelo
militarizado de seguridad, que no es coherente con el respeto y la
garantía de los derechos humanos, y contradice las recomendaciones que
la ONU y la CIDH le han hecho al Estado mexicano. Valga añadir que la
militarización se ha vuelto ya común y cotidiana en el país. Con lo que
quiero decir que generalmente la presencia de los miembros de las
fuerzas armadas se va haciendo más notoria en diferentes regiones,
ámbitos sociales y espacios públicos, las más de las veces con acciones
coercitivas. Modelo que se opone a paradigmas alternativos de seguridad,
basados en la dignidad y los derechos de las personas. Toca ahora al
Congreso convocar a foros amplios y plurales; recoger preocupaciones
sobre la legalización de la militarización, y abstenerse de aprobar
leyes a conveniencia del régimen.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario