La Jornada
Se dice que el papa Francisco
felicitó a Donald Trump porque tiene rezando a todo el mundo. Ya en
serio: ayer se venció el plazo tanto para Estados Unidos como para el
mundo y se inicia una nueva etapa política cuyo desenlace es muy
incierto. Se especula sobre las consecuencias que tendrá la presidencia
de Trump; algunos advierten un escenario catastrófico, otros confían en
que los equilibrios institucionales y la resistencia social interna
impidan que los excesos anunciados por el mandatario se materialicen.
No es cosa menor que Trump llegó a la presidencia de su país con una
popularidad bajísima, del orden de 40 por ciento, menos de la mitad de
lo que tenía Obama al asumir su cargo. Tampoco debe soslayarse la
pujanza y diversidad de las movilizaciones de protesta en distintas
partes de ese país, incluyendo la de las mujeres anunciada para hoy. En
ese evento sin duda estará presente el mensaje de Meryl Streep, quien en
la gala de los Globos de Oro hace días criticó a Trump porque se burló
de un discapacitado
cuando ese instinto para humillar es llevado a cabo por alguien con presencia en la escena pública se filtra en la vida de todos y es una especie de permiso para que otros hagan lo mismo.
Trump desde antes de ocupar el cargo ya había lanzado amenazas a
media humanidad o quizá, a la humanidad entera, no dejando títere con
cabeza. Lo mismo nos cuestionó como vecinos que a Japón; a China,
segunda economía del mundo, le advirtió que no respetaría su concepto de
integridad territorial, y se burló de la Unión Europea alentando su
desintegración, a pesar de que constituye en varios sentidos la
expresión más avanzada de integración y civilización. A Angela Merkel,
canciller alemana, la cuestionó abiertamente por su apoyo a uno de los
valores humanos fundamentales, que es la solidaridad con los migrantes.
El ascenso de Trump nos obliga a cuestionarnos en varios aspectos,
uno relacionado con la economía. Desde los tiempos de don Porfirio se
inició nuestra dependencia hacia Estados Unidos; basta ver la
característica de la red ferroviaria construida en ese tiempo, toda
alineada hacia el norte. Coexistiendo con esta orientación algunos
gobiernos fueron construyendo una economía relativamente propia, sin
embargo, en los últimos 30 años se optó por sacrificar nuestro
desarrollo interno apostando al petróleo, la exportación de mercancías
con especial vocación a la industria automotriz, a la inversión
extranjera y a las remesas. Internamente, se sacrificaron los salarios y
el ambiente y se frustró la posibilidad de un modelo de desarrollo
propio y sustentable. La firma del Tratado de Libre Comercio de América
del Norte (TLCAN), puesto en marcha en 1994, consolidó esta visión.
Todo indica que debemos inventarnos de nuevo y replantear
nuestra política económica y social, en un escenario externo adverso y
en lo interno de una crispación generalizada, violencia creciente,
corrupción incontenida e impunidad flagrante. Nada fácil será construir
una nueva arquitectura, porque carecemos de la infraestructura necesaria
para reorientar, por ejemplo, a corto plazo, nuestra capacidad
exportadora. Un buen consejo sería considerar las reflexiones del grupo
interdisciplinario Nuevo Curso de Desarrollo de la UNAM, encabezado por
Rolando Cordera. Este esfuerzo académico, con una visión
interdisciplinaria. propone un modelo alternativo que permite orientar
los cambios que necesitamos.
Una de las mayores dificultades que enfrentamos para responder a los
nuevos retos es la falta de confianza en el gobierno actual, para
conducir el barco hacia un mejor puerto. Basta observar la baja
popularidad del presidente Peña Nieto. Existe la percepción generalizada
de que el gobierno forma parte de una red de intereses ajenos y
contrarios a la mayoría. Que es parte del problema y no de la solución.
Nuestra primera preocupación serán los términos en que se quiere
negociar el TLCAN, cuestión que Trump ha anunciado como su primera
acción. En esta negociación pretenden influir un grupo de grandes
empresarios para proteger sus intereses; por ello es necesario que la
misma se acompañe de integrantes de la sociedad civil, laboral y
académica que cuide los intereses nacionales y favorezca la posibilidad
de dar cauce al desarrollo que necesitamos.
El gobierno tampoco parece entender la dimensión de la inconformidad
social creciente. Prueba de ello ha sido la propuesta de un pacto sin
impacto (como lo calificó La Rayuela, de este diario), un
instrumento vago, reducido a buenos deseos y por ello, carente del apoyo
popular e incluso de organizaciones representativas de sectores, como
la Confederación Patronal de la República Mexicana y la Unión Nacional
de Trabajadores. La mejor prueba del fracaso del pacto es la
incontenible escalada de precios que estamos sufriendo a diario.
Para reconstruir México no necesitamos pactos que rediten la
simulación, tampoco de las renuncias voluntarias a 10 por ciento de los
megasalarios de los funcionarios públicos, menos que los legisladores
renuncien a sus gastos en galletitas, o que las dependencias públicas
nos receten una imagen distinta de sus propios programas. Se requiere de
un auténtico programa de austeridad y de una revisión integral del
presupuesto. De un golpe de timón, un cambio de rumbo, que ataque las
causas de nuestra postración y que, como toda comunidad en crisis, se dé
prioridad a los más necesitados.
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