La polémica
desatada por el anuncio del EZLN y el CNI en el sentido de que están
considerando la posibilidad de lanzar una candidata indígena a la
presidencia en las elecciones federales del 2018 parece nutrirse de la
larga historia de desencuentros entre las dos grandes corrientes de la
izquierda mexicana: los reformistas y los movimentistas. En realidad
descansa en un contexto en el que izquierda y derecha han perdido
sentido desde la perspectiva del cambio social, donde la lucha electoral
se encuentra en su nivel más bajo de popularidad desde el triunfo de la
revolución mexicana y la dinámica geopolítica heredada por el fin de la
segunda guerra mundial no opera más.
Desde la caída del Muro de
Berlín, la descomposición de la dinámica política surgida al calor de
la revolución francesa es el pan de cada día y sus síntomas se muestran
con más fuerza. A contrapelo, las instituciones liberales parecen seguir
como si nada, sostenidas por la conveniente certeza de que la crisis es
de carácter coyuntural y no estructural, de que el problema es sólo
cuestión de ajustes y reformas. Ya en su momento, un crítico certero de
dicha actitud anunció el fin de la era de los partidos políticos, como
ejes centrales de la participación política, para dar paso a las de los
movimientos antisistémicos. De acuerdo con Immnuel Wallesrtein, los
estados liberales –que se apoyan en la democracia procedimental- “…
pueden escoger entre ayudar a la gente común a vivir mejor y ayudar a
los estratos superiores a prosperar aún más. Pero eso es todo lo
que los estados pueden hacer… Si queremos afectar de forma significativa
la enorme transición del sistema mundial que estamos viviendo… el
estado no es un vehículo principal de acción. En realidad, más bien es uno de los principales obstáculos.” (1)
En este sentido, la insistencia de luchar por la conducción del estado a
través de las elecciones, si bien no puede ser descartada como táctica
política a corto plazo, no ofrece una salida real a la presente
coyuntura. Es cierto que las elecciones pueden abrir paso a un gobierno
más proclive a mejorar la distribución del ingreso pero al final la
misión el estado liberal permanece y solo es cuestión de tiempo para que
los gobiernos populares sean sustituidos por los derechistas. Baste
observar el caso de Argentina o de Brasil, con todas las singularidades
de ambos casos. Si las elecciones mantienen la presencia de gobiernos
populares de manera reiterada, el sistema político posee las piezas
necesarias para revertir semejante tendencia y realizar cambios, ya sea
por medio de golpes de estado de viejo cuño o los llamados golpes
blandos que cuentan hoy con amplia aceptación entre los dueños del
dinero.
Aceptar lo anterior desde el interior de los partidos
políticos implicaría comprender “… que las estructuras estatales han
llegado a ser (¿han sido siempre?) un obstáculo importante para la
transformación del sistema mundial, incluso cuando (o quizá
especialmente cuando) fueron controlados por fuerzas reformistas, es lo
que está detrás del vuelco general en contra del estado en el tercer
mundo…”(2) Dicho de otro modo, aceptar que la tierra prometida de los
liberales es una ilusión que sólo serviría para que lo esencial
permanezca –a pesar de las buenas intenciones de leyes, reformas y lo
que se acumule- necesariamente implicaría modificar radicalmente la
estrategia política de los que viven del gatopardismo progresista o
conservador, de la ilusión liberal.
La probable candidatura del
EZLN-CNI para el 2018 ha vuelto a poner en el escenario mexicano el
abierto conflicto entre los que no comprenden o no quieren comprender lo
arriba expuesto y los que han venido construyendo nuevas opciones a
partir del reconocimiento del fin de la decadencia del estado liberal. Y
esto no necesariamente coincide con los planos izquierda y derecha sino
con la búsqueda de otros horizontes para la construcción de un mundo
nuevo. Mucho menos con el estás conmigo o estás contra mí, argumento muy
utilizado por los promotores de la unidad de la izquierda bajo el
liderazgo de AMLO. Este argumento responde básicamente a la estrategia
frentista, que resulta más útil al sistema que a las aspiraciones de un
cambio real. El triunfo de la izquierda partidista sólo le daría un poco
de oxígeno a un sistema caduco pero la marginación, la discriminación y
el racismo seguirían gozando de buena salud, no se diga la acumulación
de capital, las guerras ‘justas’ y los premios Nobel a generales,
asesinos y genocidas.
La candidatura de una mujer indígena y las
reacciones del ‘establishment’ electoral mexicano no sorprenden a
nadie, mucho menos las burlas y sarcasmos de corte racista. ¿De dónde
proviene el combustible para descalificar o incluso considerar una
traición o parte de un complot maquinado por los dueños del dinero en
México? Del miedo, del temor de que una candidatura indígena autónoma
exponga una vez más las limitaciones, la patología de un régimen que
apenas puede mantenerse en pie. Porque los contrastes rayarían en lo
grotesco: saco Armani contra huipil; millones de pesos (sucios y no
tanto) contra ¿miles?; palabras vanas, promesas falsas contra principios
claros y llamados a la acción autónoma; entrevistas pagadas en todos
los medios de comunicación y una avalancha de espots contra encuentros
cara a cara para escuchar, para dialogar. Pero sobre todo porque haría
visible, una vez más, que nuestro país es enormemente desigual, que las
elecciones son un circo y que el poder del dinero es el que las decide.
Porque en las elecciones de 2018 no será el voto a favor de la candidata
indígena lo que decidirá la suerte de AMLO sino su capacidad para
diluir su imagen pública a contentillo de los que deciden las
elecciones. Hay que admitir que el propio AMLO es consciente de lo
anterior al grado de que ha dado pasos en ésa dirección al conceder la
amnistía anticipada a Peña y sus amigos, al abrir la puerta de MORENA a
priistas ‘buenos’ y demás fauna del sistema político. Y claro de
cuidarse de mirar abajo y a la izquierda para promover sus demandas,
apoyando públicamente el laboratorio zapatista en Chiapas, visitándolo
para entablar un diálogo, criticando las limitaciones de los partidos
centralizados a partir de un liderazgo carismático.
Aceptando
sin conceder que la llegada de AMLO a Los Pinos modifique la agenda
gubernamental lo suficiente para aminorar momentáneamente la debacle del
estado mexicano no por ello se puede pensar que el cambio será real.
Lula da Silva puede ser un buen ejemplo de las limitaciones a las que se
enfrenta un gobierno de izquierda partidista, de sus posibilidades y de
sus consecuencias. En todo caso, la propuesta del EZLN y del CNI debe
ser respetada e incluso bienvenida no sólo por su contenido simbólico
sino por su vocación autónoma y por donde se vea, su legitimidad y
legalidad. Su potencial estratégico está relacionado con la posibilidad
de que la ‘comprensión’ de los límites del sistema actual se amplíe a la
mayor parte de la población excluida para acabar con el ilusionismo
liberal. Y esa no es una tarea menor, es de hecho una de las tareas
estratégicas que el movimiento zapatista se ha planteado casi desde su
nacimiento. Gracias a ella ha despertado simpatías alrededor del mundo y
le ha dado vida a la posibilidad de imaginar un mundo donde quepan
muchos mundos.
Notas
1) Wallerstein, I. Después del liberalismo. México, S. XXI, 2005. p. 7
2) Ibídem.
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