CIUDAD
DE MÉXICO (apro).- Raúl Cervantes Andrade, ahora procurador, ha sido
delegado a las asambleas nacionales XVIII (2001) y XIX (2005), consejero
político nacional, coordinador de asuntos jurídicos y secretario
general adjunto del Comité Ejecutivo Nacional, además de tres veces
legislador federal plurinominal. Todas estas funciones y cargos las
desempeñó dentro del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Es, sin
duda, un militante sólido.
Enrique Peña Nieto lo había perfilado
como ministro de la Suprema Corte, aun cuando no reunía las exigencias
de la ley porque era senador, cargo irrenunciable. Ahora lo ha impuesto
como procurador y pretende dejarlo como Fiscal General cuando él ya no
sea presidente de la República. Esto se llama designación transexenal,
que para colmo se encuentra prevista en un transitorio del decreto
publicado el 10 de febrero de 2014 con el que se reformó el artículo 102
constitucional.
Peña desea imponer un funcionario por 11 años en
total, aunque su partido, el PRI, sea desalojado del Poder Ejecutivo y
aunque la Fiscalía, se supone, deba ser independiente del Ejecutivo y de
cualquier partido político. Lo que no se explica es que casi toda la
oposición haya ratificado el nombramiento de Raúl Cervantes, destacado
dirigente priista, sin que éste cubra requisitos de idoneidad para el
cargo de procurador. No ha tenido nada que ver con la investigación
criminal, no ha estudiado criminología, no ha tenido contacto con la
procuración de justicia, carece de conocimientos sobre la organización
de la PGR. Al respecto, el nuevo procurador está en blanco y así se
puede pasar años. Un verdadero fiscal no se improvisa.
En otros
países se busca un procurador profesional. En México, con la mayor
frecuencia se nombra a un experimentado político oficialista experto en
maniobras propias de su ramo. Así ha sido durante muchas décadas. Baste
recodar algunos personajes como Portes Gil, López Arias, Sánchez Vargas,
Ojeda Paullada, Oscar Flores, Morales Lechuga, (Lozano Gracia, PAN),
Macedo, Murillo Karam, entre otros. La Procuraduría ha sido una posición
política, no una institución de Estado. Ha sido instrumento para
perseguir y para perdonar, para amenazar y para negociar. Nunca nadie ha
tenido la confianza plena en el Ministerio Público convertido en
instrumento del poder político.
Carranza quería una especie de
ombudsman, al margen de los jueces porfirianos de consigna y de la
Secretaría de Justicia, entonces abolida, pero se equivocó de lado a
lado cuando implantó la norma de que el procurador debía ser nombrado y
podía ser removido libremente por el presidente de la República en
turno: hasta aquí llegaron las ansias reformadoras de la justicia en
1917.
Bajo un sistema de partido dominante de Estado y, además,
corrupto, la justicia no puede ser independiente aunque lo proclame la
ley. De lo que se trata es que ya lo sea después de cien años. Ese
requisito es uno de los elementos básicos para desarrollar la democracia
política y garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales,
sociales y políticos. Pero Raúl Cervantes, prominente militante priista e
integrante del entorno cercano de Peña Nieto, no es la persona capaz de
abrir el paso a una Fiscalía General independiente basada en la
legalidad y la probidad.
¿Para qué se quiere a Cervantes? Para
tener ahora y después de Peña el control de la procuración de justicia,
de las investigaciones penales, de la cantada lucha dosificada y con
dedicatoria contra la corrupción, y del uso instrumental del Ministerio
Público. El procurador Raúl Cervantes nos quiere decir que el sistema no
cambiará, aunque las leyes hayan sido modificadas.
Sólo hay dos
gruesos detalle: 1) no habrá fiscal hasta que haya ley de la Fiscalía,
lo cual depende del Senado, y 2) el próximo presidente de la República
podría remover a Cervantes del puesto de Fiscal General si el Senado se
abstuviera de objetar dicha remoción en un plazo de diez días. Así que
es algo pronto para que Peña y su grupo, así como otras bandas priistas,
canten victoria con la llegada de Raúl Cervantes a la PGR y luego a la
Fiscalía General. Los exgobernadores en capilla, por su lado, ya no
tienen salvación porque son el estandarte de la anunciada derrota de la
corrupción del Estado mexicano. Ya hemos visto lo que eso significa
cuando son los mismos (o parecidos) quienes gobiernan.
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