Reproducimos el pasado en los objetos que nos rodean.
Ahora
les propongo un muro de la memoria a la manera de Aby Warburg, el
historiador del arte (1886-1929), en su Atlas Mnemosyne. Un Atlas que no
narre momentos de la historia de la humanidad, sino de la nuestra. El
muro de cada quien. El muro de lo dicho y de lo no dicho. De las
palabras y de los silencios. Construir un muro de imágenes y objetos
cuya relación profunda desconocemos, pero que están allí, porque nos son
indispensables. Porque adentro nuestro se vinculan. ¿Cómo? Es cuestión
de indagar. Un vasto y “arbitrario” periódico mural. ¿Por qué una coloca
la foto de su padre rodeada de caracoles y estrellas marinas? ¿Acaso
las elecciones de aquello que escogemos como entorno en nuestros hogares
es accidental? ¿O quizá ese padre nos significa el mar? La memoria.
Atrapar el tiempo. Reproducimos el pasado en los objetos que nos rodean.
Vivimos el presente, planeamos el futuro en los objetos que nos rodean.
Mnemósine
es la diosa de la memoria y el recuerdo, la inventora del lenguaje y de
las palabras. La diosa del tiempo. ¿Qué podría existir de más
fascinante? Me llegó un trabajo de traducción que me ha remitido a
cantidad de referencias (para mí hipnóticas) que tienen que ver con el
arte y su anhelo de atrapar el instante, el libro se llamaría en
Castellano “Estética del movimiento cinematográfico”. Habla de la
fotografía, por ejemplo, y del momento en que a través de la
cronofotografía comienza la búsqueda del movimiento de las imágenes
tomadas por la cámara. Habla de lo que significa la fotografía: un
segundo detenido en el tiempo, un segundo que se convierte en “eterno”.
La
imagen de la foto sobrevive a quienes posaron para ella. Como sucede –
con nuestros muertos – en la memoria. La imagen de una persona que fue y
ya no está, detenida en un gesto. Nunca olvidaré los bigotes hacia
arriba del tío Oscar, a quien nunca conocí, posando sobre su caballo en
una foto refugiada en uno de aquellos antiguos marcos de vidrio convexo,
en Teapa, Tabasco, en la casa de la tía Dianita y la tía Chepita. Los
abuelos el día de su matrimonio. Mi mamá (con un inmenso moño en la
cabeza) al lado de su hermano. Mi hermanita Georgi. Mis papás jóvenes,
con sus cuatro hijos pequeños en el mar. Las fotos que casi todos
tenemos. En cajitas, cofrecitos, álbumes. Ahora también en las
computadoras, pero yo sigo prefiriendo las cajitas, los cofrecitos y los
álbumes.
Mi Atlas Mnemosyne (Tal y como Warburg llamó a su obra
de panel tras panel llenos de objetos). Comienza (por el momento, quizá
todo cambie de lugar con el tiempo) con el pequeño Ojer, el hermanito
muerto de mi mamá, del que estaba prohibido hablar y de quien, por la
misma razón, yo quisiera hablar cada vez y a la primera oportunidad. Ese
pequeñito con ricitos en la única foto suya que existe se llamaba Ojer.
Murió a los siete años. Es probable que su madre haya escondido esa
foto cuando la obligaron a desprenderse de todo lo que pudiera mantener
(desde el exterior) los recuerdos de su hijo. Su muerte y el silencio
obligado que la acompañó pasados los nueve días, marcó a más de una
generación de nuestra familia. La negación del dolor y de su
omnipresencia, y el secreto, marcan a una familia. Hasta que un día
alguien murmura el nombre, ¿treinta años después? Y Ojer se integra a
esa memoria otra, que también nos acompaña: la de lo no vivido.
Lo
público y lo privado. El macro y el micro. ¿Cómo marcó a cada persona, a
cada familia la Revolución Mexicana? A mi bisabuelo (el abuelo de mi
madre) lo sacaron de su casa (“sin zapatos”, me dice mi tía Norma, e
insiste sobre este punto). Se lo llevaron “sin zapatos” y nunca regresó.
¿Cuál es la historia de esas mujeres solteras y huérfanas, que
atravesaron Tabasco por horas y horas a caballo para reunirse con su
hermana casada? Huyendo. ¿Qué guarda el silencio de esas mujeres en la
foto? Perdieron a su padre y a un hermano. ¿Cómo era ser mujer “sin un
hombre” entonces? Reconstruir una historia familiar, por ejemplo. ¿Por
qué la tía Chepita pensaba que ser mujer era “una desgracia”? ¿Cómo tuvo
el valor de elegir la soltería en una época en la que permanecer
soltera era “una desgracia”? ¿Por qué la madre de mi madre padecía “el
mal de nervios”? ¿Por qué era tan común entre las mujeres “el mal de
nervios”.
La
fotografía, como la memoria guardan las imágenes de nuestras personas
bien amadas, las que están con nosotros y las que no. Y las imágenes de
nuestra propia evolución interior y exterior. La propuesta de Warburg no
es cronológica. Me permitiría decir que los vínculos entre un objeto y
otro en cada panel y la manera en la que están colocados, responde a
sugerencias de la memoria consciente e inconsciente. Junto a las fotos
de la tía Dianita colocaría piedras de río, como las del Puyacatengo en
Teapa. Cuadernos llenos de palabras junto a las de mi abuela María. Las
fotos de mis hijos las rodearía de libros, postales con pinturas, y
esculturas. Imágenes de cine, divanes, puentes barcos. Sus propias
pinturas, sus escrituras y los juguetes que conservo. Las rodearía de
diccionarios minúsculos, para que siempre tengan las palabras a mano. Y
una pequeña brujulita, para que sigan aprendiendo a escucharlas,
aprehenderlas y acomodarlas.
¿Qué coloca cada persona en su Atlas?
¿Por qué una postal de Roma o del desierto de Sonora? ¿Junto a qué?
¿Cómo se ordena y/o desordena la memoria? Cuando una habla con sus
hermanos, por ejemplo, los recuerdos de infancia se conversan desde los
Atlas diferenciados de cada memoria. Siempre es así con todas las
personas, por supuesto, pero quizá es en ese núcleo de los orígenes
donde constato cada vez, a qué punto lo que cada quien registra puede
ser distinto. “Pero, ¿no lo recuerdas?” Y una recuerda ese día, esa
hora, y distintos contenidos en ese mismo día y en esa misma hora. Las
diferencias de escuchas y retenciones. ¿Cómo selecciona la memoria
consciente? ¿Qué guarda y qué no? ¿Y la otra?
Quisiera pensar que
en el ejercicio de creación de nuestro personalísimo Atlas Mnemosyne
descubriríamos tantísimas cosas. Importantes. Dejadas de lado.
Ahora
mismo me sucede en este ejercicio de escritura. Una cunita. Junto a una
máquina Singer. Junto al primer texto que Diego publicó en la página de
cine de El Heraldo, cuando tenía doce años, y que su abuelito le hizo
enmarcar al lado del billete de cien pesos que le pagaron por él. “Es el
primer dinero que te ganas, y te lo ganaste escribiendo”. La colección
de minúsculos instrumentos musicales de Jerónimo, para recordarlo con
los ojos cerrados escuchando música clásica y comiendo lechugas. Es el
único niño que he conocido (en familia de carnívoros), que exigía su
plato de ensalada como si fuera un helado. Jerónimo que mira y mira y
mira. Sí, es lo que se dice un mirón, estudiando ya en la universidad de
quienes deciden convertir su mironería en profesión. ¿Cómo no iba
elegir estudiar cine, con los ojotes que tiene?
Sebastián y
nuestro pacto secreto. Justo en el momento de su llegada al mundo
exterior. Sebastián y su camisetita roja en Palenque. Y los pelícanos
que le llevaban mis mensajes, y una foto del lagarto imaginario que
vivía en nuestra casa cuando eran niños. Sebastián y una foto del diván
de Freud, porque jugábamos a que él era el Dr. Pepino Zanahoria, de
oficio psicoanalista y escuchaba a sus distintos pacientes que yo
interpretaba lo mejor que podía. Su colección de memorias del fútbol. La
manera en la que el fútbol lo unía a su hermano diez años mayor que él.
Y allá van los dos pequeños orgullosísimos junto a la banda de amigos
del hermano mayor, rumbo al partido de los Pumas.
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