QUINTO PODER
Por: Argentina Casanova*
Durante el mes de octubre 4 estados registraron casos de
feminicidio-suicidio: Estado de México, Sonora, Puebla y Campeche; en
Estados Unidos se registró otro caso, en Atlanta. Todos estos hechos de
violencia se cometieron delante de los hijos, niñas y niños que fueron
testigos del asesinato de su madre y posteriormente del suicidio del
padre.
En marzo pasado se registró otro caso en Ecatepec, pero en ése el hombre
decidió acabar también con la vida de los 2 hijos. Esto se vive todos
los días en el país y lamentablemente en todo el mundo.
En países africanos el índice de feminicidio-suicidio es de los más
altos, y esto parece estar asociado a factores como el nivel social,
cultural y las construcciones patriarcales que rodean a las personas en
su contexto social.
En un acto similar, el feminicidio número 68 ocurrido en el Estado de
México tuvo en común con el feminicidio 69 de Puebla, que en ambos casos
los agresores se colgaron después de haber asesinado a su pareja,
mientras uno fue en el ámbito privado, el otro sucedió en el espacio
público.
Una constante de estos casos es que los agresores deciden suicidarse
cuando todos los indicios apuntan hacia ellos como responsables, por lo
que toman la decisión de quitarse la vida para evitar ir a la cárcel.
Pero un tema del que poco o nada se sabe es lo que sucede con los hijos
que sobreviven. ¿Con quién se quedan? ¿Qué atención presta el Estado
para la reparación del daño y garantizarles apoyo psicológico?
El deber del Estado se extiende a las y los hijos de las mujeres que
fueron víctimas de feminicidio pero también a los que sobreviven de los
casos de feminicidio-suicidio porque en la mayoría, estas muertes
pudieron evitarse.
Como comenté en mi columna anterior titulada El feminicidio-suicidio, el desprecio por la vida,
muchos de estos casos pudieron prevenirse precisamente en los espacios
de atención a las mujeres que acudieron a solicitar apoyo o
exteriorizaron a algún servidor o servidora pública que su pareja había
amenazado con quitarse la vida y nadie tomó ese elemento como un factor
de riesgo.
En el peor de los casos el feminicidio ocurrió en contextos en los que
la propia familia de las víctimas fue testigo de eventos de violencia en
los que era evidente un desprecio por la vida de la mujer y del mismo
agresor.
Algunos de los casos de esta índole están también asociados a factores
de pobreza o pérdida de estatus social por parte del varón que al ver
perdido su trabajo, enfrentar deudas o tener que renunciar a la vivienda
que ocupan por hipotecas impagables, opta por suicidarse, pero antes
toma la vida de su familia en sus manos porque prevalece la idea de que
él es el “jefe” de la familia, quien puede decidir unilateralmente lo
que ocurrirá con todos los integrantes y pocas veces las y los hijos
logran salvarse.
En medio de la crisis y gravedad de los constantes casos de feminicidio
que no alcanzan a clasificarse como tal ni a ser investigados con
perspectiva de género, aparece esta nueva forma de violencia que implica
la falta de justicia para las víctimas y de paso la “lavada de mano”
del Estado y de las instituciones que tienen responsabilidad del cuidado
y atención de las y los hijos sobrevivientes, así como la
implementación de políticas públicas para los hijos de mujeres víctimas
de feminicidio.
La atención que requieren es muy especializada. No es fácil sobrevivir
no sólo por lo económico, sino por lo que implica crecer con el estigma
de que fue el padre quien acabó con la vida de la madre.
Y en la mayoría de los casos prevalece el prejuicio y condena contra las
“malas” mujeres que llevaron al límite la situación, que como siempre,
las responsabiliza de su propia muerte.
* Integrante de la Red Nacional de Periodistas y del Observatorio de Feminicidio en Campeche.
CIMACFoto: César Martínez López
Cimacnoticias | Ciudad de México.-
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