El día 11 de septiembre se cumplieron 45 años (qué rápido pasó la eternidad oscura que comenzó ese día) del golpe de barbarie que acabó con la democracia chilena, segó miles de vidas y destinos y por primera vez instauró en un país el neoliberalismo como programa de gobierno. Como pasó con la guerra civil de España, con la revolución cubana y otros episodios, fue un suceso perdurable que se instaló en la memoria de los entonces adultos, jóvenes y niños y transitó a la de quienes no habían nacido; se volvió un punto de referencia inevitable para los procesos políticos progresistas y con sentido social que desde entonces han buscado abrirse paso hacia el poder por medio de las urnas.
A la entonces juventud mexicana ya le había pasado encima la aplanadora represiva del 68 y se debatía entre la apatía inducida por el temor, la terrible decisión de las armas y la no menos incierta construcción de organizaciones políticas pacíficas.
Vaya encrucijada: había que reconocer la indiscutible solidaridad que los perseguidos chilenos recibieron del régimen priísta, que ante los opositores de casa se comportaba de manera no muy distinta a la de la dictadura recién instaurada. Luis Echeverría decretó tres días de luto nacional por la muerte de Allende pero postergados, hasta donde recuerdo, porque se cruzaba el día 13, que es la conmemoración de la gesta del Castillo de Chapultepec, que fue el estreno del imperialismo estadunidense, y luego el 15.
A pesar de las toneladas de mármol y bronce con que se ha pretendido esterilizar y oficializar la gesta de la Independencia, en el fondo la gente sabe que eso que empezó en Dolores fue una insurrección popular en contra de un poder odioso, se transformó en una extenuante guerra de guerrillas sostenida por los de abajo y terminó –como todo– en un pacto con los de arriba que a pesar de todo significó una emancipación.
Y 28 años exactos después del 11 de septiembre del 73 ocurrieron los atentados de Al Qaeda en Nueva York y Washington y el mundo volvió a derrumbarse, no tanto por la criminal acción de los fanáticos de Bin Laden –que fue, a fin de cuentas, un ajuste de cuentas entre antiguos aliados– sino por la reacción del gobierno de George W. Bush, quien decidió abolir de golpe los derechos humanos en medio planeta.
Y el 13 de septiembre de 2013 un régimen que se creía invencible y destinado a durar otro medio siglo disolvió a macanazos el plantón que mantenían en el Zócalo capitalino los maestros democráticos en defensa de sus derechos laborales y de la gratuidad de la enseñanza pública.
Y después vendría el 26 de septiembre de 2014, y la juventud de ahora pudo constatar cuán clarividente había sido su movimiento de rechazo a la candidatura presidencial priísta de dos años antes: como ocurrió en 1968 en Tlatelolco, en Iguala hubo estudiantes asesinados y muchos más –43, el número y los nombres no se olvidan–, desaparecidos. Pero el tiempo de las luchas no pasa en vano y si la presidencia de Díaz Ordaz había hecho alarde de su fortaleza, la de Peña Nieto dejó al descubierto su debilidad. La atrocidad perpetrada en contra de los muchachos de Ayotzinapa marcó el punto de inflexión de la arrogancia del poder.
El ciclo empezó a cerrarse. Los normalistas habían ido a Iguala a tomar autobuses para trasladarse a la marcha conmemorativa del 2 de octubre en la capital. En vez de sanar una vieja herida que seguía y sigue abierta, el régimen oligárquico causó a la sociedad nuevos e imperdonables agravios: la inocultable complicidad de sus estamentos con el crimen organizado, la insolente indiferencia ante el dolor, el encubrimiento y la mentira.
Ayer los chicos de 20 salieron a la calle a exigir su derecho a la vida, a la paz y a la escuela, pero también a celebrar una comunión con sus abuelos de 70 que en la misma fecha, hace medio siglo, les abrieron el camino.
Por toda esa aglomeración de fechas, septiembre es un buen mes para que reconozcamos en la vida, que en sí misma carece de sentido, un propósito posible: el de ser partículas de un proceso zigzagueante e incierto que transita del sometimiento a la libertad, del despojo a la justicia, de la inconsciencia al entendimiento y de la barbarie a la civilización. Es reconfortante el sentirse atrapados por decisión propia en ese transcurrir que se ensancha y se angosta, se sumerge y aflora, retrocede y vuelve a avanzar, y en el que nos corresponde ser depositarios del dolor y los triunfos de quienes nos anteceden, enriquecer y mejorar la herencia y entregarla a los que vienen para hacerles el camino menos arduo. Y más en momentos como el actual, en el que florecen y se condensan los frutos de tantas vidas porque está amaneciendo.
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