Carlos Martínez García
La de justicia por
propia mano es una zona oscura. Es imperioso iluminarla, comprender que
los linchamientos revelan conductas ciudadanas que tienen lugar con
recurrencia preocupante. Esta práctica, desafortunadamente, tiene larga
presencia en México, pero en las dos décadas recientes se ha documentado
el fenómeno y ello permite arrojar luz en la barbarie para
desarraigarla.
Son variadas las explicaciones dadas a los actos en que una turba enfebrecida decide ejecutar a
quien sumariamente considera culpable de haber cometido algún agravio
contra la comunidad. Un argumento que mueve a los linchadores y
justificadores de las ejecuciones es que existe alta
desconfianza en las instituciones de procuración de justicia
municipales, estatales y federales. Esgrimen que la corrupción del
aparato judicial y la consecuente impunidad que cubre a los delincuentes
son elementos que contribuyen a que tengan lugar los linchamientos. No
cabe duda de que esa corrupción existe y que la impunidad es un lastre
incompatible con la democracia integral a la que como sociedad
aspiramos. Sin embargo, tal realidad no exime de responsabilidad
jurídica y moral a quienes participan en las atrocidades que terminan en
asesinatos o graves daños físicos de personas a las que se les negó
cualquier posibilidad de defensa legal.
Una cultura política autoritaria, cuya mayor expresión fueron las
décadas de dominación priísta, se ha adentrado en las conciencias y
prácticas de una muy buena parte de la ciudadanía. Por esto sigue
pendiente la tarea de construir en casi todas las instancias de la
sociedad mexicana, en los espacios de poder y en la sociedad civil
formas democráticas de interacción y de resolver los conflictos. Por muy
loables que sean las causas de un grupo o de una persona, ello no les
da ningún derecho a vulnerar las garantías que nuestras leyes establecen
para cada habitante del país. Es necesario estar atento a los actos que
niegan la democracia pero cuentan con apoyo popular. No todo lo que
hace una mayoría se convierte súbitamente en acto democrático.
Siempre atento al pulso de la sociedad, Carlos Monsiváis comentó
(13/9/1999), en el contexto de las celebraciones del 15 aniversario de La Jornada,
el significado de la contundente fotografía publicada en primera plana
de cinco hombres con soga al cuello que estuvieron a punto de ser
ahorcados en Leonardo Bravo, Guerrero:
Un diario es capaz de decidir, un día cualquiera, desplegar en primera plana esa plaga del horror, el linchamiento, donde (cinco) personas van a ser colgadas como cuatreros del siglo XIX. El hecho, según la nota de Blanche Pietrich, significó para Monsiváis registrar
de manera crítica y democrática la negación de la democracia que ya no viene sólo del gobierno, sino también de la sociedad.
Los recientes linchamientos que tuvieron lugar en Acatlán, Puebla
(tío y sobrino fueron señalados, falsamente, de ser robachicos), y el de
anteayer en San Mateo Tlaltenango, delegación Cuajimalpa, donde el
acusado por la turba de intentar secuestrar a una niña cayó ultimado a
golpes, pedradas y palos, siguieron la misma ruta que la atrocidad
perpetrada hace tres años en Ajalpan, Puebla.
En octubre de 2015 se hizo uso de la tecnología para incitar a la
barbarie. Por mensajes y redes sociales comenzó a difundirse en Ajalpan
que en el poblado estaban retenidos unos secuestradores. Nadie quiso
escuchar a Abraham y David Copado Molina, quienes se identificaron con
sus credenciales de elector y acreditación como encuestadores. Estaban
en Ajalpan para aplicar cuestionarios sobre el consumo de tortillas.
En el poblado creció un rumor, consistente en que una niña estaba
desaparecida. Los hermanos encuestadores fueron llevados a la cárcel
municipal. Apareció la niña supuestamente secuestrada y no hizo cargos
contra Abraham y David. La falsa acusación contra los hermanos siguió
difundiéndose, y algunos habitantes de Ajalpan decidieron hacer justicia
por propia mano. Sacaron de la cárcel a los dos y comenzó el juicio
sumario. La golpiza, el linchamiento, solamente concluyó cuando los
sanguinolentos cuerpos de Abraham y David fueron consumidos por la
hoguera que prendieron los más iracundos de la muchedumbre.
Especialista en el trasfondo y mecánica de los linchamientos, José Antonio Aguilar Rivera
considera que la debilidad del Estado, su incapacidad para garantizar
la impartición de justicia, la crónica desconfianza que le tiene la
ciudadanía incuban la tentación en algunos de hacer justicia por propia
mano. Pero también apunta hacia lo que llama el
lado oscuro del capital social, el cual
no ha recibido la misma atención que sus efectos virtuosos. En ocasiones la sociedad civil puede obstaculizar la formación de un orden democrático.
Es inaplazable hacer luz sobre el lado oscuro del capital social capaz de perpetrar con saña inclementes linchamientos.
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