En el cruce de acusaciones entre el rector y la procuraduría local,
por la liberación de presuntos agresores, hay una evidente evasión de
responsabilidad que se centra en el momento, como queriendo hacer
olvidar que hay una política de fomento al porrismo.
Justo ahora, las invocaciones por los 50 años del movimiento
estudiantil de 1968 respecto a lo de estos días, permiten observar lo
mismo en imágenes que en testimonios, la continuidad histórica de las
tácticas: jóvenes cooptados por grupos de poder, integrados a
estructuras delictivas perpetuadas en incesantes relevos generacionales
como parte de las estrategias de control en la universidad más
politizada del país.
Ya en 2013, los reclamos en los CCH se patentaron en movilizaciones
que terminaron en redadas contra estudiantes, especialmente en el CCH
Naucalpan. El gobierno de Miguel Ángel Mancera, hombre detrás de José
Ramón Amieva, desplegó la cacería de quienes se atrevieron a desafiar el
poder de los porros, como ocurrió en el caso de Jorge Mario González
García, exalumno de ese bachillerato, a quien se detuvo el 2 de octubre
de 2013.
La complicidad del gobierno capitalino y la rectoría era entonces
evidente: Jorge Mario fue detenido cuando viajaba a bordo de un autobús
de ruta en el centro; le imputaron delitos absurdos y sólo fue liberado
vía un amparo 13 meses después, ya sin posibilidad de continuar su vida
académica en la UNAM. Gobierno de la ciudad y autoridad universitaria se
ensañaron contra él, pero jamás tocaron a los porros contra los que
protestó previamente. Un caso emblemático pero no el único.
Los testimonios en cada uno de los CCH –y muy señaladamente en los
desvencijados campus CCH Oriente y FES Aragón, convertidos en tierra de
nadie— dan muestra del imperio del miedo. Miedo a los porros y a las
autoridades que los del CCH Azcapotzalco se animaron a romper sólo para
ser víctimas de la brutal agresión del lunes 3, nada menos que a las
puertas de la rectoría.
Y es que, el porrismo sigue relacionado, estimulado y protegido desde
el gobierno de la ciudad y la rectoría, una complicidad que diluye los
reclamos por resolver el problema de seguridad, en el desvío de mirada
de sus cuerpos de seguridad ante lo insufrible de la agresión y acoso
sexual constante a las estudiantes, la extorsión a los alumnos, el robo,
la violencia ejercida contra quienes levantan la voz y la red de gente
armada dentro de sus campus.
Así, el llamado a la unidad en la declaración de Graue el domingo,
que pide no caer en provocaciones, advirtiendo que hay intentos de
debilitar y dividir a la universidad, está encaminada a derivar la
responsabilidad que tiene, el señalamiento contra una política de terror
que su rectoría heredó y ha mantenido, como integrante que es del grupo
filopriista enquistado en la rectoría.
Ese esfuerzo de apropiación de la protesta universitaria es tan
patético como el que Enrique Peña Nieto hiciera a finales de 2014,
cuando articuló su discurso para hacer suya la consigna “Ayotzinapa
somos todos”. Es así, porque en uno y otro caso, las protestas
respectivas eran contra ellos.
Detrás del plano declarativo, lo que Graue y Amieva están haciendo es
construir la impunidad, con la añeja práctica de guardar las
apariencias sin llegar al fondo, no sólo por lo que toca a la agresión
del 3 de septiembre, que ahí los porros son carne de cañón… Lo que
protegen es a quienes desde las sombras mueven el porrismo y que sirven
al poder universitario y de la ciudad.
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