Luis Linares Zapata
El préstamo, cambio o
compraventa de diputados, del Verde a Morena, viene actuando como un
catalizador de añejas prácticas indebidas que tercamente subsisten. Son
estas acciones recientes manipulaciones a la antigua usanza de los
gobiernos autoritarios del priísmo. Conductas que se han ofrecido,
reiteradamente, cambiar de raíz. Pero, a la vez, se ven ahora que
permanecen inalteradas bajo la epidermis de los conductores del nuevo
partido en el Congreso. Tal operación ha sido grotesca por el lado que
se atisbe. El tóxico trasvase contamina, además, otras negociaciones
paralelas. Es posible que la licencia extendida al senador Manuel
Velasco no haya sido parte sustantiva del torcido acuerdo. Pero la
simultaneidad lo hermana de manera indisoluble. Este conjunto de
trastadas legislativas llega hasta la figura del presidente electo y
resalta supuestos afectos personales, entre el ahora también gobernador
interino y Andrés Manuel López Obrador (AMLO). En el conjunto,
ciertamente un elevado costo político a pagar que no puede ni debe
minimizarse. Por desgracia, y en ausencia de una aclaración pública, un
oneroso silencio ha sido la tónica.
El mañoso e ilegítimo y hasta ilegal trasteo operado en ambas cámaras
por los líderes de Morena quizá pueda inscribirse dentro de la curva de
aprendizaje como defectuosa novatada de conducción. Habrá que
contabilizar el precio a pagar a la cuenta por aprender a situarse
dentro de la estricta legalidad, rectitud exigida por la ciudadanía que
los puso al frente de esas instituciones. ¿A qué diseño estratégico
corresponde el amaño de formar una mayoría amorfa tanto de diputados
como de senadores? ¿Cuál fue la motivación estratégica para aceptar a
ese chicloso quinteto de obedientes personajes? Hay, eso sí, la
obligación de usar su mayoría para negociar y no imponer. Este amaño se
inicia con los llamados cachirules insertados en los partidos
que conformaron la alianza electoral (PT y PES). El hecho de ser todo
este desaguizado una práctica usual, donde se ayunta el pragmatismo con
los principios alardeados, no lo exime de culposa cuan tonta maniobra.
En especial si rellenan el organismo de un partido que aspira, y ofrece
repetidamente, mantenerse alejado de las usuales malformaciones que
plagan al actual sistema de convivencia pública.
La imagen de un gobierno y el perfil de sus integrantes no se deforma
por un hecho aislado, sino por la acumulación de errores, omisiones y
desplantes mal concebidos y peor operados. Son ya muchos asuntos
contrahechos los que el futuro gobierno conjunta en tan breve tiempo. El
maestro Elisur Arteaga Nava, constitucionalista de prestigio indudable y
permanente colaborador de Morena (y de sus antecedentes), hace un largo
listado de ellos ( Proceso, pp 40 y 41 de esta semana). Y no
son, por desgracia, faltas y agravios menores. Son descuidos
inconscientes o traspiés intencionados que deben, tan pronto sea
posible, ser corregidos. No se ha llegado siquiera al cambio de poderes
completo cuando ya se acarrea un peso cierto de minusvalías. Y, esto muy
a pesar del enorme entusiasmo que ha provocado entre la ciudadanía,
ansiosa por adentrarse en un cambio efectivo y benéfico. Dentro de los
30 millones que dieron su voto a AMLO hay una mayoría que no son ni
militantes ni simpatizantes seguros. Son ciudadanos que votaron por él
bajo circunstancias cambiantes y que demandan apertura y limpieza.
Cuidar este gran conjunto de mexicanos es de urgente prudencia política.
El sistema vigente de poder no escatima esfuerzo alguno para baldar la
integridad del gobierno en ciernes. Sobre todo en lo que respecta a su
proclamada honestidad y congruencia. Ha ido recargando todo el peso de
su enorme aparato de comunicación para acentuar los defectos derivados
de cada uno de esos acontecimientos desafortunados. No es lo mismo el
tiroteo de rumores y trampas de una contienda que el cotidiano desgaste
gubernamental. La imagen gubernamental exige, a cada paso, confianza
basada en la credibilidad, habilidad de concreción y aliados para
asegurar objetivos, recursos y programas.
Si alguien absorbe todos los estigmas de un político, repudiado por
la abrumadora mayoría ciudadana es, precisamente, Manuel Velasco. La
tupida red de intereses que lo rodean, el desprestigiado partido al que
pertenece, la maniobra ejecutada en el Senado y la oscuridad de los
motivos para regresar a su estado obligan a Morena y, en especial a
AMLO, a enfrentar, públicamente, las razones que puedan justificar su
relación actual. Varios abogados de intachable conducta y solidez
profesional –entre ellos Javier Quijano– sostienen que Velasco no debe
volver al Senado por mandato de ley. Sin duda, este personaje lo
intentará mediante subterfugios y apoyos partidarios, usuales en estos
casos de élites. Entonces se podrá aquilatar la entereza del liderazgo
de Morena.
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