Sin duda que la máxima zapatista, “Nunca más un México sin nosotros”, tiene un profundo contenido de reivindicación y dignidad humana, con plena vigencia en el México del siglo XXI.
México llega al siglo XXI con un total de población superior a los 106 millones de habitantes, donde más de doce millones son indígenas distribuidos en toda la geografía nacional: selvas, montañas, litorales, valles, montañas, desiertos, pueblos y ciudades. Otra parte importante de indígenas se encuentran en Estados Unidos, la mayoría en calidad de indocumentados trabajando en diversas labores del campo.
Los indígenas se caracterizan socioeconómicamente por su pobreza extrema, condición que denominan los zapatistas ser “los más pobres de los pobres” que ocupan “el sótano de México”, país que desde 1994 tiene un tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá y que según los criterios clasificatorios internacionales, ocupa el onceavo lugar en la economía mundial.
En este México moderno, la educación, por ejemplo, es una asignatura pendiente para los pueblos indígenas, en donde el perfil del estudiantado revela que la mayoría de los estudiantes son hombres, de ellos saben leer y escribir un 45 por ciento, y un 55 por ciento es declarada como población indígena analfabeta; mientras que las mujeres analfabetas llegan al 88%, lo que equivale a que solamente el 12 por ciento saben leer y escribir. Detrás de estos fríos números oficiales, se encuentra la cruda realidad manifestada en el rezago de atención a la educación indígena en México, misma que fue, ha sido y seguirá siendo una prioridad pasajera como muchas más de parte de las autoridades gubernamentales, una promesa de campaña política y un aspecto pendiente dentro de la justicia social. Lo cierto es que tan solo el 15 por ciento del total de la población indígena que habita en territorio mexicano logra terminar su educación primaria.
Con el avance de la globalización, estas poblaciones han sido cada vez más vulneradas en sus derechos colectivos, así como sometidas a las peores condiciones de sobrevivencia. Hoy la pérdida de sus tierras y territorios es más frecuente, donde avanzan hidroeléctricas, carreteras, ecoturismo, Plan Puebla Panamá, Plan Mérida, planes de biodiversidad, y planes de seguridad nacional.
Viviendo el dramático realismo conformado por saqueos, robos, mentiras, ultrajes, chantajes; los indígenas han visto el correr de los siglos alterando sus modos de vida, a partir del despojo de sus tierras, sus formas de organización, de sobrevivencia y sus recursos naturales. De manera general, las comunidades indígenas sufren el flagelo de la usurpación de sus hábitats por parte de terratenientes, caciques, empresas trasnacionales, y proyectos estatales.
El despojo, el analfabetismo y la pobreza son condiciones que laceran a los pueblos indígenas con dolor, sufrimiento, discriminación y desigualdad total. La violencia cultural es otra de las acompañantes de la violencia estructural del sistema y de la violencia física que los cuerpos represivos del Estado, los grupos paramilitares y los caciques ejercen contra las comunidades indígenas.
Las violencias se agudizan cuando se trata de casos normativos, legales o de parámetros jurídicos en contra de los indios que obstinados en defender su identidad y sus derechos, son violentados por las autoridades, que lejos de reconocerlos en su plenitud de “otros diversos”, con sus derechos como humanos y como pueblos indígenas, son intimidados, provocados, reprimidos, perseguidos y encarcelados con el patrocinio de una ley que viola los mínimos derechos de justicia. Es decir que el contexto al que han sido sometidos los indígenas es de una paz imposible dada sus condiciones objetivas violentas, acompañada de racismo, exclusión, marginación y violencias culturales que suelen tener efectos de etnocidio y genocidio.
Muchos son los casos cotidianos que se pueden citar sobre violaciones ejercidas contra indígenas por los encargados de aplicar la ley, la misma que forma parte del derecho hegemónico positivo del Estado, que con el cinismo de la corrupción y la impunidad deja heridas históricas y de rabia digna en las comunidades y pueblos indígenas. De los tantos casos, amerita recordar el de Ernestina Ascensión Rosario, indígena náhuatl que vivía en el municipio de Soledad Atzompa, Veracruz, México, en la sierra de Zongólica, una de las regiones de mayor marginación social en el país. Fue una humilde indígena que la hicieron famosa, no por ser francesa, inglesa, gringa o canadiense, sino por ser una anciana de 73 años, que cuando pastoreaba ovejas en febrero de 2007, fue sorprendida y violada por varios soldados del ejército federal mexicano, y que antes de morir fue encontrada agonizando tirada en el zacate, alcanzando a confirmar su violación por cuatro soldados en tiempos de paz. Días después la procuraduría del Estado de Veracruz confirmó la violación, mientras que la Secretaría de la Defensa Nacional, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y hasta la Presidencia de la República, aseguraban la inocencia de los soldados y aseveraron que su muerte fue debido a gastritis, muerte natural y anemia.
Otro caso repudiable desde la rabia digna indígena es el homicidio de Felicitas Martínez Sánchez de tan sólo 21 años de edad, y Teresa Bautista Merino, de 24, indígenas triquis locutoras de la emisora comunitaria La Voz que Rompe el Silencio, en San Juan Copala, Oaxaca, asesinadas brutalmente como consecuencia de una emboscada, y quedando en la impunidad total, al igual que las masacres realizadas por grupos paramilitares contra bases zapatistas en el sureste mexicano.
En el mes de mayo de 2009 varias son las persecuciones, encarcelamientos, atentados, amenazas, represalias, y encarcelamientos contra los indígenas en México adherentes a la otra campaña, como es el caso de seis indígenas de Bachajón en Chiapas, bases zapatistas que pertenecen a los Caracoles y a las Juntas de Buen Gobierno, luchadores incansables por sus derechos, sus tierras y en contra de los proyectos neoliberales del gobierno en la zona de Agua Azul, acusados de “robo con violencia”.
Este, como en muchos otros casos, la fabricación de delitos ha sido una de las tramas más denigrantes utilizadas por funcionarios, policías, judiciales, jueces, caciques y políticos contra luchadores sociales indígenas en el campo y en la ciudad. Esa costumbre de fabricar delitos y de criminalizar la protesta social, llega incluso a los que sin ser activistas se les señala como delincuentes, y hace parte de la violencia racial institucional.
Otro caso que suena en el mes de mayo de 2009, es el de Jacinta Francisco Marcial, indígena otomí de 42 años que habla ñhä-ñhü, lengua de su etnia, en el Estado de Querétaro, sentenciada a una condena de 21 años de prisión por el secuestro de seis agentes de la Agencia Federal de Investigación (AFI). Esta “mujer maravilla”, desafió todas las leyes numéricas, de seguridad, de violencia, de sometimiento y de intimidación, al secuestrar junto con dos indígenas más a seis agentes de seguridad armados hasta los dientes, y ellas sin arma alguna, los secuestraron.
¿Cómo pudo Jacinta someter y secuestrar a seis agentes armados de la AFI? La prueba presentada por la Procuraduría General de la República (PGR), la encargada de administrar la justicia en México, es según el juez, incuestionable: una fotografía de un diario local donde se encuentra Jacinta en un tumulto de personas que protestaban tres años atrás en su pueblo Santiago Mexquititlán, Querétaro, contra el decomiso ilegal de mercancía a vendedores ambulantes. En ese Mercado callejero Jacinta se dedicaba a vender aguas frescas, y su esposo paletas.
Aunque Usted no lo crea, el caso es para record Guinnes: una indígena de 24 años vendedora de aguas frescas, somete y secuestra a seis Agentes federales armados en México, y el otro record se lo lleva el juez al condenar a 21 años de prisión a una mujer monolingüe, indígena y pobre.El caso como muchos otros, ha sido denunciado por el movimiento conducido por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, que exige justicia y liberación de la indígena otomí, al reiterar que “el juicio seguido a Jacinta Francisco Marcial patentiza la discriminación que prodigan las instancias de justicia en contra de quienes son indígenas, mujeres y viven en situación de marginalidad. Para ellas, en México, no hay justicia ni Estado de Derecho”.
La justicia una vez más se ensaña contra los indígenas: acusaciones falsas; juzgan en español a una otomí que solo habla ñhä-ñhü; no existe presunción de inocencia sino de culpabilidad; sentenciada a 21 años de prisión; y una familia indígena desmembrada por la “justicia” del Estado. La violación es total a los derechos humanos, a las leyes básicas de la Constitución Mexicana, al derecho internacional, a la Convención 169 de la OIT, y a la Declaración sobre Pueblos Indígenas de la onU.
Esta historia como muchas otras, no es solamente un problema de equidad procesal, un asunto meramente de técnica jurídica, de torpeza de un juez, de abuso de unos policías o de mala voluntad. Es parte de una concepción y una práctica consuetudinaria del racismo en México, que se manifiesta en injusticia social e injusticia jurídica, misma que se encarniza, en el caso de Jacinta, por su pertenencia étnica, su condición de género y su situación marginal económica.
Humillaciones, vejaciones, ultrajes y violaciones a los derechos humanos es lo que conforma la vulnerabilidad de los indígenas que como Jacinta, reflejan en sus rostros desolación, confusión y extrañeza ante la inseguridad manifestada como debilidad o como desventaja por ser pobre, mujer o analfabeta; pero que a fin de cuentas el daño a su integridad física, psicológica y moral ya es irreversible.
¿Hasta dónde y hasta cuándo se comenzará a respetar a los indígenas para ser reconocidos como humanos, para que dejen de ser víctimas de las injusticias y burlas del gobierno y comiencen a ser parte de este país para que sean tomados en cuenta como ciudadanos dignos? Sin duda que la máxima zapatista, “Nunca más un México sin nosotros”, tiene un profundo contenido de reivindicación y dignidad humana, con plena vigencia en el México del siglo XXI, para lo cual se requiere el acatamiento de los derechos de los Pueblos Indígenas consignados en la Constitución mexicana, la Convención 169 de la OIT, y la Declaración de Naciones Unidas a través del cumplimiento de las responsabilidades del Estado, los organismos internacionales, los Pueblos Indígenas y la sociedad civil. De ello en buena parte depende la transformación de las condiciones de paz imposible y una paz con justicia, democracia y libertad.
Los indígenas se caracterizan socioeconómicamente por su pobreza extrema, condición que denominan los zapatistas ser “los más pobres de los pobres” que ocupan “el sótano de México”, país que desde 1994 tiene un tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá y que según los criterios clasificatorios internacionales, ocupa el onceavo lugar en la economía mundial.
En este México moderno, la educación, por ejemplo, es una asignatura pendiente para los pueblos indígenas, en donde el perfil del estudiantado revela que la mayoría de los estudiantes son hombres, de ellos saben leer y escribir un 45 por ciento, y un 55 por ciento es declarada como población indígena analfabeta; mientras que las mujeres analfabetas llegan al 88%, lo que equivale a que solamente el 12 por ciento saben leer y escribir. Detrás de estos fríos números oficiales, se encuentra la cruda realidad manifestada en el rezago de atención a la educación indígena en México, misma que fue, ha sido y seguirá siendo una prioridad pasajera como muchas más de parte de las autoridades gubernamentales, una promesa de campaña política y un aspecto pendiente dentro de la justicia social. Lo cierto es que tan solo el 15 por ciento del total de la población indígena que habita en territorio mexicano logra terminar su educación primaria.
Con el avance de la globalización, estas poblaciones han sido cada vez más vulneradas en sus derechos colectivos, así como sometidas a las peores condiciones de sobrevivencia. Hoy la pérdida de sus tierras y territorios es más frecuente, donde avanzan hidroeléctricas, carreteras, ecoturismo, Plan Puebla Panamá, Plan Mérida, planes de biodiversidad, y planes de seguridad nacional.
Viviendo el dramático realismo conformado por saqueos, robos, mentiras, ultrajes, chantajes; los indígenas han visto el correr de los siglos alterando sus modos de vida, a partir del despojo de sus tierras, sus formas de organización, de sobrevivencia y sus recursos naturales. De manera general, las comunidades indígenas sufren el flagelo de la usurpación de sus hábitats por parte de terratenientes, caciques, empresas trasnacionales, y proyectos estatales.
El despojo, el analfabetismo y la pobreza son condiciones que laceran a los pueblos indígenas con dolor, sufrimiento, discriminación y desigualdad total. La violencia cultural es otra de las acompañantes de la violencia estructural del sistema y de la violencia física que los cuerpos represivos del Estado, los grupos paramilitares y los caciques ejercen contra las comunidades indígenas.
Las violencias se agudizan cuando se trata de casos normativos, legales o de parámetros jurídicos en contra de los indios que obstinados en defender su identidad y sus derechos, son violentados por las autoridades, que lejos de reconocerlos en su plenitud de “otros diversos”, con sus derechos como humanos y como pueblos indígenas, son intimidados, provocados, reprimidos, perseguidos y encarcelados con el patrocinio de una ley que viola los mínimos derechos de justicia. Es decir que el contexto al que han sido sometidos los indígenas es de una paz imposible dada sus condiciones objetivas violentas, acompañada de racismo, exclusión, marginación y violencias culturales que suelen tener efectos de etnocidio y genocidio.
Muchos son los casos cotidianos que se pueden citar sobre violaciones ejercidas contra indígenas por los encargados de aplicar la ley, la misma que forma parte del derecho hegemónico positivo del Estado, que con el cinismo de la corrupción y la impunidad deja heridas históricas y de rabia digna en las comunidades y pueblos indígenas. De los tantos casos, amerita recordar el de Ernestina Ascensión Rosario, indígena náhuatl que vivía en el municipio de Soledad Atzompa, Veracruz, México, en la sierra de Zongólica, una de las regiones de mayor marginación social en el país. Fue una humilde indígena que la hicieron famosa, no por ser francesa, inglesa, gringa o canadiense, sino por ser una anciana de 73 años, que cuando pastoreaba ovejas en febrero de 2007, fue sorprendida y violada por varios soldados del ejército federal mexicano, y que antes de morir fue encontrada agonizando tirada en el zacate, alcanzando a confirmar su violación por cuatro soldados en tiempos de paz. Días después la procuraduría del Estado de Veracruz confirmó la violación, mientras que la Secretaría de la Defensa Nacional, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y hasta la Presidencia de la República, aseguraban la inocencia de los soldados y aseveraron que su muerte fue debido a gastritis, muerte natural y anemia.
Otro caso repudiable desde la rabia digna indígena es el homicidio de Felicitas Martínez Sánchez de tan sólo 21 años de edad, y Teresa Bautista Merino, de 24, indígenas triquis locutoras de la emisora comunitaria La Voz que Rompe el Silencio, en San Juan Copala, Oaxaca, asesinadas brutalmente como consecuencia de una emboscada, y quedando en la impunidad total, al igual que las masacres realizadas por grupos paramilitares contra bases zapatistas en el sureste mexicano.
En el mes de mayo de 2009 varias son las persecuciones, encarcelamientos, atentados, amenazas, represalias, y encarcelamientos contra los indígenas en México adherentes a la otra campaña, como es el caso de seis indígenas de Bachajón en Chiapas, bases zapatistas que pertenecen a los Caracoles y a las Juntas de Buen Gobierno, luchadores incansables por sus derechos, sus tierras y en contra de los proyectos neoliberales del gobierno en la zona de Agua Azul, acusados de “robo con violencia”.
Este, como en muchos otros casos, la fabricación de delitos ha sido una de las tramas más denigrantes utilizadas por funcionarios, policías, judiciales, jueces, caciques y políticos contra luchadores sociales indígenas en el campo y en la ciudad. Esa costumbre de fabricar delitos y de criminalizar la protesta social, llega incluso a los que sin ser activistas se les señala como delincuentes, y hace parte de la violencia racial institucional.
Otro caso que suena en el mes de mayo de 2009, es el de Jacinta Francisco Marcial, indígena otomí de 42 años que habla ñhä-ñhü, lengua de su etnia, en el Estado de Querétaro, sentenciada a una condena de 21 años de prisión por el secuestro de seis agentes de la Agencia Federal de Investigación (AFI). Esta “mujer maravilla”, desafió todas las leyes numéricas, de seguridad, de violencia, de sometimiento y de intimidación, al secuestrar junto con dos indígenas más a seis agentes de seguridad armados hasta los dientes, y ellas sin arma alguna, los secuestraron.
¿Cómo pudo Jacinta someter y secuestrar a seis agentes armados de la AFI? La prueba presentada por la Procuraduría General de la República (PGR), la encargada de administrar la justicia en México, es según el juez, incuestionable: una fotografía de un diario local donde se encuentra Jacinta en un tumulto de personas que protestaban tres años atrás en su pueblo Santiago Mexquititlán, Querétaro, contra el decomiso ilegal de mercancía a vendedores ambulantes. En ese Mercado callejero Jacinta se dedicaba a vender aguas frescas, y su esposo paletas.
Aunque Usted no lo crea, el caso es para record Guinnes: una indígena de 24 años vendedora de aguas frescas, somete y secuestra a seis Agentes federales armados en México, y el otro record se lo lleva el juez al condenar a 21 años de prisión a una mujer monolingüe, indígena y pobre.El caso como muchos otros, ha sido denunciado por el movimiento conducido por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, que exige justicia y liberación de la indígena otomí, al reiterar que “el juicio seguido a Jacinta Francisco Marcial patentiza la discriminación que prodigan las instancias de justicia en contra de quienes son indígenas, mujeres y viven en situación de marginalidad. Para ellas, en México, no hay justicia ni Estado de Derecho”.
La justicia una vez más se ensaña contra los indígenas: acusaciones falsas; juzgan en español a una otomí que solo habla ñhä-ñhü; no existe presunción de inocencia sino de culpabilidad; sentenciada a 21 años de prisión; y una familia indígena desmembrada por la “justicia” del Estado. La violación es total a los derechos humanos, a las leyes básicas de la Constitución Mexicana, al derecho internacional, a la Convención 169 de la OIT, y a la Declaración sobre Pueblos Indígenas de la onU.
Esta historia como muchas otras, no es solamente un problema de equidad procesal, un asunto meramente de técnica jurídica, de torpeza de un juez, de abuso de unos policías o de mala voluntad. Es parte de una concepción y una práctica consuetudinaria del racismo en México, que se manifiesta en injusticia social e injusticia jurídica, misma que se encarniza, en el caso de Jacinta, por su pertenencia étnica, su condición de género y su situación marginal económica.
Humillaciones, vejaciones, ultrajes y violaciones a los derechos humanos es lo que conforma la vulnerabilidad de los indígenas que como Jacinta, reflejan en sus rostros desolación, confusión y extrañeza ante la inseguridad manifestada como debilidad o como desventaja por ser pobre, mujer o analfabeta; pero que a fin de cuentas el daño a su integridad física, psicológica y moral ya es irreversible.
¿Hasta dónde y hasta cuándo se comenzará a respetar a los indígenas para ser reconocidos como humanos, para que dejen de ser víctimas de las injusticias y burlas del gobierno y comiencen a ser parte de este país para que sean tomados en cuenta como ciudadanos dignos? Sin duda que la máxima zapatista, “Nunca más un México sin nosotros”, tiene un profundo contenido de reivindicación y dignidad humana, con plena vigencia en el México del siglo XXI, para lo cual se requiere el acatamiento de los derechos de los Pueblos Indígenas consignados en la Constitución mexicana, la Convención 169 de la OIT, y la Declaración de Naciones Unidas a través del cumplimiento de las responsabilidades del Estado, los organismos internacionales, los Pueblos Indígenas y la sociedad civil. De ello en buena parte depende la transformación de las condiciones de paz imposible y una paz con justicia, democracia y libertad.
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