4/11/2010

POLITICAS PUBLICAS DE GENERO

María del Carmen Alanís Figueroa

Juzgar con perspectiva de género:
la justicia electoral




El 10 de marzo pasado, la Sala Superior resolvió el juicio para la protección de los derechos político electorales del ciudadano número 28 de este año. A través de este recurso, la única magistrada que integra el Tribunal Estatal Electoral y de Transparencia Informativa de Sonora impugnó el acuerdo del Pleno de ese órgano, mediante el cual se había designado al presidente del mismo.
El caso es relevante no sólo porque una vez más se hizo evidente la función del juicio ciudadano como medio de defensa de los derechos político electorales de los ciudadanos, sino sobre todo porque al revisar el problema se advirtió la necesidad de incorporar la perspectiva de género en el análisis jusrisdiccional.
Esta manera de ver y resolver problemas sociales encuentra fundamento en la Constitución mexicana, en los tratados internacionales y en las constituciones de los estados.
En este caso, por ejemplo, se analizaba si debía ser designada presidenta del Tribunal local la magistrada mujer, toda vez que ya habían ocupado ese puesto los otros dos magistrados hombres y que la regulación local establece una regla de alternancia.
En virtud de que la Constitución federal establece la igualdad genérica y prohíbe la discriminación en el acceso de los ciudadanos a los cargos públicos y que la Constitución del estado de Sonora establece el principio de equidad de género en la integración del tribunal electoral local, se encontró procedente que la presidencia del órgano jurisdiccional local recayera en la magistrada impugnante. Por citar algunos, la visión de género está contenida en importantes instrumentos internacionales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW).
Por ejemplo, la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer exige a los estados parte la supresión de cualquier situación de desventaja que se traduzca en impedimentos para que las mujeres participen en la vida política y pública del país.
Pero la protección de la mujer reconocida en los tratados internacionales y en la legislación nacional va más allá de garantizar condiciones de igualdad lisa y llana. Otorga a las mujeres una posición preferente frente al hombre para que accedan a cargos estratégicos, a fin de contrarrestar la posición de desventaja en la cual, por razones culturales y sociales, tradicionalmente se han encontrado.
El acceso a los cargos públicos no debe quedar como una mera figura decorativa. Las mujeres deben tener condiciones reales para acceder a las esferas de toma de decisión para que puedan contribuir con sus visiones y experiencias a la definición del quehacer público.
Esta noción de acceso efectivo de las mujeres a los espacios públicos de toma de decisiones es coincidente con los resultados de los diversos foros internacionales de deliberación. Destacan en ese sentido las interpretaciones del Comité de los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, al interpretar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; la Declaración de Beijing y la recomendación de Consejo de la Unión Europea relativa a la participación equilibrada de las mujeres y de los hombres en los procesos de toma de decisión.
Es relevante que tales directivas ya estén siendo aplicadas al estudio de casos concretos. Al incorporar el Tribunal Electoral sus directrices en el estudio de los casos, se propicia que los derechos políticos de las y los ciudadanos sean tutelados desde una visión tendente a garantizar la participación efectiva de mujeres y hombres en los espacios de decisión pública.
Ello se ilustra con la sentencia de Sonora, pues al considerar estándares internacionales al caso concreto y permitir a la actora, en su condición de mujer, acceder a la presidencia del Tribunal local, se establecieron condiciones positivas para garantizar condiciones de equidad en el ejercicio del cargo en toda su extensión, tanto en el ámbito jurisdiccional, como en el administrativo.
Presidenta del TEPJF

La hora del lobo
Rolando Cordera Campos

aQUí todo el mundo está alzao: así, o por el estilo, se llamaba un libro venezolano sobre la izquierda festiva, y no tanto, que se iba para la guerrilla no sin antes celebrar rumbosamente el acontecimiento en Caracas. Así podemos decir hoy de nuestro país: está alzado el narco, que se ve a sí mismo en brega de eternidad; lo están las bandas que lo acompañan, pletóricas de jóvenes sin oficio ni beneficio y comandadas por desertores bien pertrechados del Ejército, y así parece a veces estarlo el secretario de Gobernación, quien reta a los malos a enfrentar a los buenos sin embozos, les da hora y día para un duelo de hombres bragados, y mantiene así, un tanto patéticamente, la tradición bravía de algún panismo nutrido en las leyendas y los corridos de Querétaro al Bajío y sus respectivas sacristías.

Poco propicia esta situación para recibir con buenos augurios las importantes reformas constitucionales aprobadas por el Senado de la República en materia de derechos humanos. La militarización ambiente no va a ser contrarrestada por la enjundia reformista de los senadores, no sin llevar a cabo antes desde el Congreso, pero también desde el propio Poder Ejecutivo, un preciso balance de la circunstancia desatada por la decisión del presidente Calderón de hacer una guerra contra la criminalidad organizada, desplegando las capacidades de fuego de sus fuerzas armadas del brazo pero cada vez más por encima de las que la Constitución designa como las encargadas de cuidar el orden público en tiempos de paz.

Esta insólita campaña por el imperio de la ley, que atropella lo que de este imperio nos dejó el gobierno de la alternancia, se ha apoderado del centro de la escena política (y jurídica) nacional. Como se recordará, desde su toma de posesión aquel infausto gobierno violó varios ordenamientos constitucionales y entregó el poder violando otros más, y sin querer queriendo impuso una pauta de conducta que contaminó vastas franjas del quehacer político e institucional del país. Ahora, esta pauta ha puesto contra la pared al régimen de garantías previsto por la Carta Magna y, en consecuencia, también acorrala las reformas que pretenden realizarse desde los poderes del Estado para adecuarlo a la legislación internacional y, sobre todo, a las complejas y peliagudas necesidades de nuestra época.

No se trata, desde luego, de poner reparos al empeño de los senadores de todos los partidos que encuentran en el tema un alentador punto de confluencia. Bienvenido el proyecto y aun el resultado a que pueda llegarse de modo congruente después de que el constituyente permanente diga lo que deba decir. Mucho menos debería empezarse esta jornada arrojando sombras de duda sobre su uso, como para mi consternación parece haber hecho la señora Ibarra de Piedra, quien el jueves habría declarado que la reforma tiene aspectos positivos, pero le preocupa que se convierta en una pantalla que oculte una realidad represiva y autoritaria (La Jornada, 06/04/10, p.5, nota de Andrea Becerril y Víctor Ballinas).

Más allá de la legítima duda, de lo que se trata es de avanzar con solidez en la construcción de una plataforma constitucional desde la cual el Estado y la sociedad puedan revisar a fondo sus relaciones primordiales para redefinir sus proyectos para la nación, sus regiones, sus fuerzas sociales. Es decir, la iniciativa senatorial debería abrirnos cauce para emprender la verdadera reforma política que hace falta: la del Estado en su conjunto, la del régimen político, sin duda, pero también, y sin soslayos ridículos, la de un orden económico social corroído que sólo desde el dogmatismo rupestre puede pretender mantenerse.

Para esta inmersión en nuestro adolorido y lodoso subsuelo no parece haber mejor carta de navegación que la que nos ofrecen los derechos humanos fundamentales. El reto es asumirlos como objetivo central, no sectorial y mucho menos ocasional, como suele pasarnos cuando caemos en la trampa conceptual de sectorizar lo irreductible. Y es esta oportunidad valiosa abierta por la propuesta del Senado.

Sin embargo, debe admitirse sin ambages que este empeño enfrenta hoy una abrumadora crisis de seguridad que recoge niveles insólitos de desprotección social y personal, así como la erosión de los tejidos básicos, legales y consuetudinarios, en los que hemos sustentado nuestra siempre difícil convivencia comunitaria. Diariamente, hasta volverse inercia ponzoñosa, vivimos este desastre por lo que solíamos conocer como la nota roja y hoy define las primeras planas.

Pero incluso esta inercia letal se ve alterada para advertirnos que lo peor se ha vuelto futuro, como ocurrió este miércoles, un día antes de que el Senado aprobara sus cruciales reformas. Ese día, el general Galván, secretario de la Defensa, luego de advertir que el Ejército seguirá en las calles de cinco a 10 años más, habría solicitado a diputados de la Comisión de Defensa Nacional una legislación emergente, porque en este momento los militares llevan a cabo una tarea que legalmente no les corresponde (La Jornada, 08/04/10, p. 5, nota de Roberto Garduño y Enrique Méndez).

Éste no es, no puede ser, un asunto sectorial cuya vista corresponda a la secretaría o la comisión respectiva. Aparte de general de división, Galván es secretario del Presidente de la República y el directo e inmediato responsable del cuerpo mayor donde el Estado deposita su monopolio legítimo de la violencia. Por eso, no se avanzará un ápice en la tarea de reconstruir la República como una democracia constitucional propiamente dicha, si no se esclarece el panorama desolador que con franqueza rayana en lo brutal pintó el secretario Galván, quien por eso, por ser secretario, no pudo haber hablado donde lo hizo por cuenta propia.

Debería ser la hora y la era de los derechos, pero para nosotros es, sin remedio, la hora del lobo.


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