cobra impuestos, impone leyes y cuenta con fuerza pública, reconoció recientemente Felipe Calderón.
A pesar de lo anterior, el mandatario insiste en enfocarse únicamente en una de las actividades ilegales: el tráfico de drogas. Nadie en el gobierno –salvo unos cuantos generales en el seno de las fuerzas armadas– parece darse cuenta de que el tema dejó de ser hace mucho tiempo un problema de arrestos, balaceras, decomisos y extradiciones. Hoy los temas son otros: el regreso del Ejército a los cuarteles, una política de seguridad nacional que dé certidumbre legal a los altos mandos; despenalización de las drogas, tratamiento de los adictos y la posible (¿deseable?) negociación con los cárteles. El narco ya superó la etapa inicial y está convirtiendo su reto en un asunto de supervivencia nacional. ¿Continúa existiendo el Estado mexicano? ¿Somos un Estado fallido?
En un afán protagónico e irreflexivo por democratizar
sin ayuda de nadie el sistema político nacional, Vicente Fox desmanteló la presidencia monolítica, y al mismo tiempo permitió que florecieran incontrolables los feudos estatales que padecemos. Sin supervisión presidencial los gobernadores se volvieron dueños absolutos de sus jurisdicciones; señores de horca y cuchillo con oídos dispuestos a escuchar las tentadoras ofertas del narcotráfico. Por otra parte, la cantidad de organizaciones criminales que existen en México y el creciente número de estados donde operan, nos obliga a concluir que tenemos un gobierno corrupto hasta la médula (en cuyo caso la presencia del narco resultaría un mal menor), o que en unos cuantos años todo México se volvió adicto al uso de estupefacientes, lo cual está lejos de la realidad. Tampoco es cierto que el incremento cada vez mayor de las áreas de operación de los cárteles signifique que el país ha caído irremediablemente en una vorágine de robos, secuestros, extorsiones, piratería y los demás ilícitos atribuidos al crimen organizado.
El narco se prepara. Armado hasta los dientes y apoyado por ex militares, asesores legales y financieros, conocimiento de los mercados y con decenas de millones de dólares que ingresan a sus arcas diariamente por aire, mar y tierra, los capos parecen preparados para dar la batalla final. Lo sucedido hasta hoy son escarceos. Miden el calibre de las armas, la estrategia, la capacidad de organización y la resolución de combatir de las fuerzas armadas. Infiltran todos los niveles militares, judiciales y de gobierno, y se disponen a instalar, si no es que lo han hecho ya, un estado dentro del Estado mexicano. ¡Una sociedad paralela!
Rafael Rodríguez Castañeda, director de Proceso, y coordinador de los magníficos ensayos titulados “El México narco” (que presentan una visión apocalíptica del narcotráfico), está convencido de que, como sangre que escurre en un plano inclinado
, el narco ha invadido el territorio nacional y que el espejo del México de hoy “refleja al narco junto al resto de las estructuras sociales del país”.
¿Qué vivimos? ¿Una guerra civil? En eso coinciden expertos y estrategas militares; una guerra civil en la que se disputan sumas descomunales de dinero y territorios. No existen, como en otras guerras civiles, diferencias ideológicas, pero se juegan vastos territorios de la geografía nacional, rutas de importación y exportación de drogas, armas y dineros; campos de aterrizaje clandestinos, y al final la manzana de la discordia: el poder político en todos los niveles de gobierno. Otra característica de la guerra civil, en la que coinciden los expertos, es el número de bajas (generalmente mil por año. Aquí el gobierno reconoció recientemente 7 mil 500 por año en el sexenio).
En “El México narco” los reporteros de Proceso presentan un país de-sahuciado. Un país, afirma Rodríguez Castañeda, al que los hombres del poder político y económico –con sus abusos sin límite– han contribuido a degradar, porque el tamaño del narcotráfico en México equivale a la magnitud de la corrupción
. En el pasado, el contubernio entre esos hombres del poder político y económico se traducía únicamente en jugosos contratos de construcción y redituables suministros de bienes y servicios. Eso convirtió al gobierno en una fuente inagotable de muy buenos negocios, apartándolo de sus funciones naturales de administración e impartición de justicia.
Hoy el narco ha llegado más allá; ha creado un Estado paralelo que coexiste incontenible frente a las demás estructuras sociales: la política, los negocios, las finanzas y el ejercicio de las profesiones liberales. Ha llegado el momento de entregar la plaza, o de analizar el tema con un enfoque diferente.
Chihuahua podría ser un excelente laboratorio para Calderón, muy interesado él en la lucha de percepciones. Aquí los principales actores gubernamentales y políticos se conducen como si la normalidad no hubiera sido alterada. No importan los 5 mil 600 homicidios dolosos de los dos años que han durado los operativos u operaciones conjuntas, los 225 secuestros denunciados o las 37 mil extorsiones. Tampoco pesa el que, además de los municipios desolados de la Alta Babícora, ahora el crimen organizado asuele las dos municipalidades del valle de Juárez, matando, incendiando, obligando a emigrar a sus aterrados habitantes. El estado donde nada ocurre en el país donde no pasa nada.
Por fin el Ejército vuelve a sus cuarteles, lo que debiera ser normal, pero sin rendir cuenta de los resultados de su actuación, sin presentar a los jóvenes levantados por elementos de la tropa ni mucho menos juzgar en los tribunales civiles a los militares violadores de derechos humanos. Todo esto es anormal, ilegal, pero el titular de la Defensa lo quiere normalizar y hasta legalizar.
Por otro lado, cuando ya casi nos habían acostumbrado a pensar que esta guerra contra el crimen organizado
es normal, resulta que la FBI revela en El Paso, Texas, que a resultas de esta guerra, que más que del Estado contra la delincuencia organizada, es de cártel contra cártel, el del Chapo Guzmán controla ya este importante corredor de la droga hacia Estados Unidos, en detrimento del cártel de Juárez, en retirada. Habrá que normalizar, pues, la percepción de que la intervención policiaca militar siempre desemboca en el debilitamiento de un cártel y el fortalecimiento de otro.
El gobierno federal actúa como si todo en Juárez fuera normal, sin sentido de emergencia. El tan propagandizado programa Todos somos Juárez muere de inanición. Fuera de algunas inversiones y acciones en educación y en salud, no ha habido sensibilidad ni imaginación para enfrentar la emergencia social y de seguridad. Ni siquiera el urgente programa de regularización de carros chocolates, muy demandado por todos los sectores sociales, ha funcionado. Las reglas para regularizar son tan complicadas y los costos tan altos que nadie se ha acogido a él.
La mayoría de los partidos políticos, sobre todo el PRI y el PAN, los organismos electorales y el propio gobierno se conducen como si el proceso electoral que culmina el 4 de julio se realizara dentro de toda normalidad. Que los precandidatos sean amenazados por el crimen en sus personas o en las de su familia, que no se encuentren candidatos para algunas alcaldías, que no se tenga calculado si todas las casillas se podrán instalar; que vuelva a contender por la alcaldía de Juárez aquel cuyo director de seguridad pública fuera aprehendido por la DEA por sus vínculos con el narco y en cuya administración prohijaron pandillas, todo esto, si no es normal, se normaliza. Para la mayoría de la clase política el problema no es que corra la sangre en el estado: el problema es que vaya a salpicar las urnas.
Pero todo esto no es lo peor. Que Ejército, gobierno federal, gobierno estatal, partidos, organismos electorales quieran normalizar la situación de terror, las masacres, las operaciones de limpieza contra los minoristas de droga, ceder el territorio de esta frontera a uno de los cárteles: que no quieran reconocer el estado de excepción ni la anormalidad democrática que se da en torno al proceso electoral, puede entenderse dentro de la lógica de conservación del poder, así sea compartido con los poderes fácticos. Lo que es terrible para entender es que ante todas estas agresiones cotidianas, anormales al estado de derecho, a la justicia, a la democracia, la ciudadanía no nos hayamos podido erguir contra el proyecto desde arriba de normalizar lo inaceptable. Porque la postura mayoritaria de la población sigue siendo el miedo o el refugio en lo individual.
Fuera de ciertos grupos y organizaciones no se ha logrado construir el sujeto colectivo que pida cuentas, exija, que la única normalidad aceptable es la de la justicia y el derecho.
Y esto de veras preocupa porque ahora es Juárez, es Chihuahua, y pronto será México entero.
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