El argentino Juan José Campanella (El hijo de la novia; Luna de Avellaneda) entreteje con astucia una historia de amor y un relato de suspenso. Alude al clima de terror y persecución política que vivió Argentina durante la guerra sucia, y lo hace con el recurso del melodrama, concentrando la denuncia en personajes de conducta patológica, el asesino y sus encubridores. Este clima de miedo enmarca una historia de amor frustrada, no tanto por una falta de correspondencia sentimental como por la persistente vacilación de sus protagonistas, incapaces de sobrellevar la impunidad política y el desasosiego e inseguridad reinantes. Benjamín recuerda y elabora el duelo de las oportunidades perdidas.
El lenguaje fílmico del realizador, muy en deuda con el cine hollywoodense, demuestra con creces su eficacia, sobre todo en la secuencia en el interior de un estadio deportivo, donde la persecución a un criminal se vuelve un alarde de destreza técnica y habilidad para construir una situación de suspenso. Más adelante, en el interior de un elevador, Irene y Benjamín se ven confrontados con el asesino, y la escena se maneja como un tributo al Hitchcock de El hombre que sabía demasiado. Se transita con soltura del artificio del cine de acción –movimientos de cámara frenéticos, un pequeño grupo de personas manejado como una gran muchedumbre– a un espacio claustrofóbico donde se observan detenidamente las emociones de los dos personajes.
Como en el caso del maestro británico, a Campanella no le preocupa demasiado la poca sutileza de sus alusiones políticas. Lo suyo es la mezcla elemental de una historia de amor con otra de suspenso, suspendiendo la credulidad del público con previsibles giros narrativos y una pasarela de villanos mal encarados y buenos sentimientos en los intérpretes centrales, todos carismáticos y muy populares (Ricardo Darín, un favorito del cine local; Soledad Villamil, popular cantante de tangos que ofrece aquí una actuación convincente; Guillermo Francella –amigo entrañable de Benjamín–, un cómico de gran magnetismo en Argentina).
Como pocos realizadores en América Latina, Campanella difumina las fronteras entre una propuesta comercial y un cine de autor, y esta agilidad es posible en parte por su experiencia en series televisivas estadunidenses (episodios de Law and order y House). Hay así una gran habilidad en el lenguaje narrativo y en el recurso continuo a flash backs que evocan los años 70 desde ese año 2000 en que se sitúa la acción principal de la cinta, aun cuando desentonan aspectos como el maquillaje, un tanto burdo y poco convincente, sobre todo al proteger del paso del tiempo a una Soledad Villamil intacta en su glamour jovial a expensas de toda credibilidad –un detalle menor en un conjunto por lo demás muy controlado–. Algo es evidente: Campanella reafirma aquí sus dotes de narrador y de buen artesano conocedor de los resortes de la mercadotecnia fílmica. Aunado esto a su talento para dirigir actores, ha garantizado a la cinta un éxito instantáneo y su premiación en Hollywood, inspiración y destino final del esfuerzo.
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