Denise Dresser
MÉXICO, D.F., 9 de junio.- “Me quiero imaginar que si el SAT no quiere que se difunda la lista de los beneficiados de la condonación de deudas, es porque quiere cuidar la identidad de ‘doña Luchita’, quien pidió un dinerito para abrir su fonda. O del ‘señor Juan’, quien pidió para comprar herramienta para su taller. O de la ‘señora Socorrito’, quien pidió para comprar su casa y que acaba de quedarse sin empleo. O de ‘don Sebastián’, que no ha terminado de pagar el taxi que le acaban de robar.”
Así, en tono irónico, un ciudadano –a través de una carta publicada en el periódico– retrata la situación en que se encuentra el derecho a saber en el país. Los obstáculos políticos que enfrenta. La reticencia institucional que impide su cumplimiento. Las argucias legales que son colocadas a su alrededor. Aunque el acceso a la información es un derecho consagrado por la Constitución, hay demasiados que buscan cercenarlo.
En lugar de promover la transparencia, insisten en defender la opacidad.
No hay un caso más emblemático en tiempos recientes que la pugna entre el IFAI y el SAT. El primero insiste en que los ciudadanos deben tener acceso a la lista de aquellos a quienes se les cancelaron créditos fiscales por cerca de 74 mil millones de pesos por incobrables, mientras el segundo argumenta que no es así. El primero intenta darle vida a un derecho constitucional, mientras el segundo opta por cercenarlo. Y el Tribunal de Justicia Fiscal y Administrativa se une a quienes anteponen la secrecía sobre la ayuda a la ciudadanía, cuando forma un frente común con el SAT. Cuando, con su decisión, embiste al IFAI en un intento por someter sus resoluciones. Cuando se para del lado de aquellos que, en lugar de dar plena vigencia al derecho de acceso a la información, contribuyen a su debilitamiento.
Creando así una situación surrealista en la que un mexicano puede saber cuánto recaudan las autoridades fiscales, pero no quiénes son los beneficiarios de esos recursos sin fiscalización. Un ciudadano puede saber el tamaño del presupuesto, pero no el nombre de las empresas y los empresarios premiados con exenciones y regímenes fiscales especiales. Un contribuyente puede enterarse de la cancelación de créditos fiscales, pero no puede tener acceso a la lista de los favorecidos, ni conocer la razón detrás del favor. Según el SAT, por encima de la Constitución están el secreto bancario, la protección de la identidad, la protección de los “derechos humanos”, y otros argumentos espurios que usa para retener información que debería ser del dominio público. De esa manera, el gobierno decide cúando, cómo y en qué circunstancias reconoce un derecho, en lugar de asegurar que se cumpla siempre.
Los obstáculos a la transparencia van en aumento. Los embates al acceso a la información se dan cada vez más. Allí está la PGR, promoviendo reformas al código procesal penal para evitar el escrutinio del IFAI, y resistiendo demandas para entregar la averiguación previa sobre la matanza del 2 de octubre de 1968. Allí están tantas dependencias del gobierno federal argumentando que la información solicitada es “clasificada” o “inexistente”. Allí está la Cofetel negándose a detallar su seguimiento en torno a si Telmex ha cumplido las condiciones de su concesión o no. Allí están los tribunales declarando nulas varias partes de un fallo del IFAI que ordenó hacer públicas las averiguaciones previas iniciadas contra Rosario Robles. Allí están los jueces colocando trabas para evitar que la averiguación previa que exoneró a los hijos de Marta Sahagún sea del dominio público. De lo que se trata es de entorpecer, de dificultar, de demorar.
Ese es el comportamiento cotidiano de quienes conciben la transparencia como una concesión discrecional en lugar de considerarla un derecho fundamental. De quienes la perciben como un mal necesario, y no como un ingrediente indispensable. De quienes siguen pensando que la información pública pertenece a los burócratas gubernamentales y no es propiedad de la ciudadanía. El cambio en las leyes aún no ha generado un cambio en la cultura, en las creencias, en las prácticas de un Estado acostumbrado a ignorar las demandas de la sociedad. Los ciudadanos todavía no pueden escrutar de cerca a las instituciones ni entender el impacto, el costo o el razonamiento detrás de las decisiones que los afectan.
Dice Jacqueline Peschard –presidenta del IFAI– que la transparencia es un componente fundamental de la consolidación democrática. Es imperativo que exista para obligar a quienes ejercen el poder a actuar con mayor honestidad. Para incentivar la participación de una ciudadanía informada. Para promover el interés público con base en información creíble. Para mejorar el desempeño de las instituciones gubernamentales. Para construir pesos y contrapesos. Para enseñarle a la sociedad sobre “el derecho a tener derechos”. Un documento público tiene tanta importancia democrática como una boleta electoral, y puede contribuir al cambio incluso más que un voto.
Quizás por ello la transparencia enfrenta hoy tantas resistencias. Porque hay demasiados intereses que proteger, demasiadas decisiones discrecionales que ocultar, demasiados favores personales que archivar, demasiados oligarcas que apuntalar, demasiadas prácticas autoritarias que pocos quieren modificar. En el SAT, en la PGR, en la Cofetel, en los partidos, en la Secretaría de Hacienda, en la Sedena, en las gubernaturas de los estados. Ante esas reticencias habrá que defender al IFAI, así como al mandato que lo anima. Habrá que exigir que los sujetos obligados de la transparencia cumplan con ella y exponer a quienes no lo hagan. Habrá que argumentar que el supuesto daño a la privacidad fiscal no sería mayor que el interés público por transparentar la forma en que el SAT determina la cancelación de créditos fiscales. Y habrá que seguir preguntando, una y otra vez: ¿qué esconden?
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