Editorial La Jornada
Durante
la gestión de Georgina Kessel al frente de la Secretaría de Energía, de
diciembre de 2006 a enero de 2011, las empresas energéticas del sector
privado experimentaron un avance sustantivo en materia de generación de
electricidad en el país, mediante la concesión de cientos de permisos
para la
producción independiente de energíay la deliberada disminución productiva de la Comisión Federal de Electricidad. Las principales beneficiadas con esa política, que ha colocado en manos de particulares la producción de casi 60 por ciento de la electricidad que se genera en el país, fueron las trasnacionales de origen español Iberdrola y Unión Fenosa, que en conjunto concentran 70 por ciento de la energía producida por el sector privado.
La revelación, ahora, de que la ex funcionaria calderonista ha
recibido 35 mil euros de la primera de esas compañías en pago a sus
servicios de
consejera externapone de manifiesto un nuevo caso de opacidad y discrecionalidad en manejo de los límites entre lo público y lo privado, que recurrentemente deriva en episodios insoslayables de conflicto de intereses por los servidores públicos durante el desempeño de sus cargos o al concluirlos.
La circunstancia de Kessel, quien dejó la Secretaría de Energía en
enero de 2011 y cinco meses después se incorporó como consejera de
Iberdrola, resulta presumiblemente violatoria de la Ley de
Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos, cuyo
artículos 8 y 9, entre otras cosas, obligan a los funcionarios a
esperar un año para aceptar algún cargo en compañías u organismos
cuyas actividades profesionales, comerciales o industriales se encuentren directamente vinculadas, reguladas o supervisadas por el servidor público de que se trate en el desempeño de su empleo, cargo o comisión.
Pero, más allá del aspecto legal, el caso de la ex funcionaria
calderonista representa de manera ejemplar la turbiedad de una
institucionalidad que perdió hace tiempo el sentido de la moral pública
y de la ética republicana, y para la cual el desempeño de algún cargo
público no es sino un medio para satisfacer intereses particulares
propios o ajenos. Dicha desviación del sentido originario del servicio
público se ha expresado en casos como el de Ernesto Zedillo, quien tras
su salida del cargo, en diciembre del año 2000, se desempeñó como
funcionario de varias compañías trasnacionales, como Procter &
Gamble, Alcoa y Union Pacific, algunas de las cuales se vieron
ampliamente beneficiadas durante su mandato; el de Francisco Gil Díaz,
quien 33 días después de dejar la Secretaría de Hacienda y Crédito
Público se convirtió en consejero de HSBC, y el del desaparecido Juan
Camilo Mouriño, quien, en calidad de legislador y posteriormente
funcionario del gobierno federal, actuó en representación de una
empresa de su familia para firmar contratos con Pemex.
El
denominador común de todos esos funcionarios es que, pese a haber sido
objeto de cuestionamientos públicos por los múltiples conflictos de
intereses en que incurrieron, no ha enfrentado alguna sanción a
consecuencia de ese desempeño, en parte por las lagunas legales y las
deficiencias en la redacción de las normativas aplicables, y en parte
por el poder político y la red de impunidad de que siguen gozando una
vez que han dejado sus responsabilidades públicas.
El actual gobierno enfrenta la disyuntiva de esclarecer los
numerosos puntos oscuros en la trayectoria de ex servidores como los
referidos –mediante el emprendimiento de los procesos administrativos o
jurídicos correspondientes– o encubrirlos. El caso de Georgina Kessel
tendría que ser visto como punto de arranque obligado.
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