Alejandro Encinas Rodríguez
El cúmulo de irregularidades registradas durante las elecciones locales del pasado 7 de julio es señal inequívoca de que el ciclo de las reformas electorales realizadas a lo largo de las últimas tres décadas, con las que se buscó construir un sistema electoral confiable, ha llegado a su fin. La baja calidad en el desempeño de las instituciones públicas exige hoy una profunda transformación del régimen político que nuevas reformas electorales no pueden ofrecer.
Para ello, es necesario crear las condiciones legales y políticas que permitan la construcción de nuevas reglas. Reglas claras y definitivas para regir los asuntos de la vida pública del país. Estamos ante una realidad indiscutible: se ha agotado el sistema presidencialista que se diseñó con base a la hegemonía de un solo partido y que por más que se pretenda restaurar, la pluralidad de la sociedad mexicana obliga a transitar hacia un sistema democrático, con los equilibrios propios de una república federal y representativa que garanticen estabilidad, certidumbre y gobernabilidad política.
Se trata de concretar la aspiración de un gobierno representativo que permita una nueva relación del poder público con la sociedad; ampliar las garantías de los ciudadanos; transformar las formas de acceso al poder; avanzar hacia un nuevo régimen electoral y un sistema de partidos democráticos; fortalecer los contrapesos entre los Poderes de la Unión creando instrumentos de control político que resuelvan en definitiva la rendición de cuentas y la eliminación del fuero.
Consolidar la vida institucional no implica el empoderamiento de quienes ocupan los cargos públicos, por el contrario, las instituciones son las reglas del juego en una sociedad; son las limitaciones ideadas por el hombre para reducir la incertidumbre, conformando una estructura estable en su interacción en la sociedad.
La reforma al régimen político debe dar plena certidumbre respecto a las formas de acceso al poder y a los mecanismos para su ejercicio que permitan avanzar hacia un régimen plural y democrático donde la única incertidumbre que debe existir es el resultado de las elecciones.
Es momento de erradicar la contradicción perversa que ha subsistido a lo largo de los años en el Congreso de la Unión y que en el último año ha cobrado vigor. La contradicción entre la fiebre autonomista y la obsesión centralista. Cuando inició la actual legislatura existían cuatro órganos autónomos: el IFE, el Banco de México, la CNDH y el INEGI, hoy en menos de un año el Congreso ha debatido, ante el agotamiento de las instituciones vigentes, así como por las limitaciones impuestas por el presidencialismo, la conformación de nuevos órganos autónomos —IFAI, IFETEL, Comisión Federal de Competencia Económica, Instituto Nacional de Evaluación Educativa, el Órgano Anticorrupción, CONEVAL y del Ministerio Público— busca acotar las atribuciones del Ejecutivo y fortalecer los controles democráticos del Congreso.
En contraparte la obsesión centralista intenta minar las bases del federalismo limitando las atribuciones de los estados y municipios, como sucede con las iniciativas de mando único, la regulación de la deuda de los estados y municipios, la creación de un Instituto Nacional de Elecciones o incluso la Gendarmería Nacional que pretende atender asuntos del fuero común que competen a las autoridades locales.
Es momento de acabar con esta esquizofrenia legislativa y con reformas electorales que, a manera de abonos chiquitos, han atendido en lo fundamental el interés de los partidos. De este propósito emerge el paquete de iniciativas que senadores del PRD y del PAN hemos presentado, en el que se proponen cambios a nuestro régimen político a fin de fortalecer al Congreso; acotar la vasta discrecionalidad que prevale en el Ejecutivo; enfrentar la corrupción y la impunidad en las instituciones públicas y, particularmente, promover un régimen democrático que amplíe las libertades y los derechos de los mexicanos.
Senador de la República por el PRD
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