Silvia Ribeiro*
El
26 de septiembre se cumple un año de la desaparición forzada de 43
estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, de
la muerte de seis personas –entre ellas tres estudiantes asesinados a
quemarropa– y decenas de heridos, por el ataque de fuerzas oficiales en
Iguala, Guerrero. A un año de estos gravísimos hechos, que concitaron
interminables ecos de protesta y solidaridad en todo el país y el
mundo, seguimos sin respuestas: ¿qué pasó con los estudiantes y dónde
están?, ¿por qué los atacaron salvajemente?, ¿quién coordinó el ataque
en el que participaron policías municipales, estatales, federales y
Ejército?
Pero así como la muerte y desaparición de los estudiantes de esta
modesta y ejemplar escuela unió a mucha gente y movimientos desde
entonces, rasgando irreparablemente el manto de ocultamiento sobre la
represión y las desapariciones forzadas en México; ahora un informe de
expertos independientes sobre Ayotzinapa vuelve a marcar un hito contra
la impunidad, sentando un precedente único en América Latina.
El 6 de septiembre 2015, el Grupo Interdisciplinario de Expertos
Independientes sobre Ayotzinapa (GIEI), comisionado por la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, presentó su informe de 560 páginas,
resultado de seis meses de investigación, que con extrema minuciosidad
y rigor hizo añicos la llamada
verdad históricadel gobierno.
Obligado por la amplia reacción nacional e internacional, distintos
niveles de gobierno construyeron una versión falseada de lo que pasó en
Iguala el 26 y 27 de septiembre 2014, incluido que los estudiantes
fueron a la ciudad a agredir un acto de la presidenta del DIF (esposa
del entonces alcalde de Iguala); que el secuestro y supuesta muerte de
los estudiantes fue responsabilidad de un cártel de narcotráfico y que si hubo policías eran
manzanas podridasvinculadas a éste. J. Murillo Karam, entonces procurador general, dio por cerrado el caso afirmando que los estudiantes fueron quemados por sicarios en el basurero de Cocula, y sus cenizas arrojadas al río San Juan, de las que luego un instituto austriaco logró reconocer ADN de uno de los estudiantes.
La relación del gobierno con los familiares de las víctimas ha sido
todo el tiempo irrespetuosa y hasta cruel, importándole siempre más el
efecto mediático que informar y dialogar con ellos.
El GIEI, integrado por Alejandro Valencia y Ángela Buitrago
(Colombia), Claudia Paz (Guatemala), Francisco Cox (Chile) y Carlos
Beristáin (Estado español), hizo lo opuesto. Explican que se centraron
en cuidar las víctimas y sus familiares, que la relación con ellos “…ha
sido clave en todo el proceso. El informe trata de recoger su
experiencia, porque en ella habitan muchos aprendizajes del impacto de
la desaparición forzada y de la influencia que tiene el trato de
autoridades del Estado y organizaciones sociales”.
Paso a paso, confrontando documentos oficiales, hablando con muchos
actores a los que pudieron acceder –el Ejército se niega a ser
entrevistado–, el informe demuestra con implacable rigurosidad muchos
puntos que desarman la versión oficial. Documentan que fue un ataque
masivo (seis muertos, 43 desaparecidos, más de 40 heridos y 80 víctimas
de persecución) en nueve distintos escenarios de ataque, durante más de
tres horas. Fue concertado: policía municipal, estatal, federal y
Ejército monitoreaban desde horas antes, por el sistema de
comunicación C-4, que estudiantes de Ayotzinapa iban en autobuses y
dónde se encontraban. Curiosamente, en el registro del C-4 hay dos
vacíos justamente a la hora que desaparecen los estudiantes. Todos esos
cuerpos oficiales participaron agrediendo o como observadores en los
ataques en uno o varios de los nueve escenarios. Testigos confirman que
hubo una coordinación general y estructura de mando jerárquica en todo
el operativo.
El
GIEI constata que llevarse y retornar autobuses es una práctica usada
por estudiantes rurales y nunca había sido reprimida de esta forma; que
los estudiantes no iban armados, que no se dirigían a Iguala y lo
hicieron al no poder llegar a su destino; que llegaron mucho después de
finalizado el acto de la esposa del alcalde; que existía un quinto
autobús que posiblemente estaba cargado de heroína y que los
estudiantes tomaron sin saberlo (ese autobús fue
desaparecidode las evidencias y las declaraciones iniciales de su chófer fueron muy distintas de su declaración posterior). El GIEI sugiere que el transporte de droga en autobuses de servicio público podría explicar por qué el ataque se centró en impedir que los estudiantes dejaran Iguala.
Un hito central del informe es el análisis de José Torero, técnico
de renombre mundial en dinámica de fuegos, que demuestra que no pudo
haber en el basurero de Cocula una pira suficiente para incinerar 43
cuerpos, lo cual requeriría 60 horas, 13 mil 330 kilogramos de
neumáticos, generando una llama de siete metros y un penacho de humo de
300 metros, lo cual no fue visto por ningún vecino, además de que el
intenso calor hubiera causado un incendio forestal, de lo cual no
existe seña. El GIEI constató que los supuestos perpetradores de la
quema fueron torturados. Según anota Anabel Hernández, su verdadero
crimen fue ser albañiles que viven cerca, pobres y sin medios para
defenderse, que fueron torturados y amenazadas sus familias, para
hacerlos confesar crímenes que no cometieron. (Hernández y Fisher, Proceso
13/9/15). El GIEI señala que las declaraciones de esos albañiles son
contradictorias y no coinciden en tiempos, lugares y personas.
Hay muchos más datos e importantes recomendaciones en este informe histórico (www.giei.info)
que no nos trae los estudiantes desaparecidos, pero limpia el horizonte
de mentiras y nos conforta en la búsqueda. ¡Vivos los llevaron, vivos
los queremos!
*Investigadora del Grupo ETC
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