Leonardo García Tsao
Tan sólo en el cine
mexicano, el personaje de la prostituta ha sido fundamental en su
mitología. Mistificado en un inicio como inocente caída en desgracia,
transformado en cabaretera para ocultar las apariencias, vulgarizado
como fichera en el peor ciclo de la sexy comedia, la prostituta
cinematográfica ha sido clave para entender el concepto de la sexualidad
en venta de nuestra idiosincrasia.
El notable documental Plaza de la Soledad, debut en cine de
la fotógrafa Maya Goded, es quizá la versión más descarnada y a la vez
entrañable de esa mitología. Después de haberlas fotografiado a lo largo
de dos décadas, Goded registra ahora con su cámara de video a un núcleo
de sexoservidoras del barrio de La Merced que generalmente venden su
amor en la Plaza Loreto, frente al Templo de la Soledad. Por una vez,
esa mirada está libre de juicios morales, amarillismo o condescendencia.
La cineasta ha convivido tanto tiempo con esas mujeres –la mayoría de
edad avanzada– que ellas permiten un inusitado grado de intimidad.
La película inicia su exploración con un recorrido en carretera de
una camioneta, en la que viaja un grupo selecto de esas sexoservidoras.
De manera sintomática, ellas eligen cantar la emblemática canción Amor de cabaret. Esto sienta el tono del documental, entre la observación y lo confesional.
En algunas instancias, la cámara de Goded se vuelve invisible
mientras registra diálogos muy personales de sus personajes. Por
ejemplo, los intercambios amorosos entre Esther y Ángeles, dos
prostitutas que han encontrado en su relación lésbica una reafirmación
de sus contrastantes personalidades. O el tímido cortejo de un bolero
llamado Fermín a la desconfiada Lety. Así, Plaza de la Soledad nos recuerda el trabajo de un documentalista como Frederick Wiseman en su forma de hacer sentir al espectador como voyeur de una situación íntima.
En otras, la cámara se vuelve el vehículo de la confesión. Mujeres
como Raquel o Carmen, dos veteranas del talón callejero, han aprendido a
confiar en la cámara y su portadora para contar sus recuerdos o
sentimientos más privados. En especial es conmovedora la forma en que la
primera habla de su esperanza de enamorarse, de encontrar al amor de su
vida, a pesar de toda la evidencia en contra. Un testimonio fascinante
de la resiliencia del espíritu humano.
Plaza de la Soledad no dora la píldora. No faltan las
narraciones sobre el abuso y la violencia que han experimentado en su
dura existencia. Sin embargo, Goded privilegia los momentos emotivos en
los cuales sus personajes se permiten atisbos de esperanza. Ellas son
víctimas, pero también sobrevivientes. Tal es el caso de Carmen y su
pareja, un hombre llamado Carlos (a su vez, hijo de una prostituta), el
único personaje masculino que expresa su postura, condicionada por el
ancestral machismo de su entorno. Carlos es tan expresivo de su
amor de cabaretque Goded le concede un sentido número musical de karaoke.
La prostituta con corazón de oro es uno de los más grandes clichés genéricos. Sin embargo, las que aparecen en Plaza de la Soledad
lo confirman. Uno tiene la impresión de que cualquiera de esas mujeres
podría protagonizar un documental sobre ella sola. Es mérito de Goded y
su editora Valentina Leduc haber ejercido el poder de síntesis y resumir
ese mundo marginal en menos de hora y media. Este es uno de los
excepcionales casos en que no sobran secuencias, ni hay regodeo con el
material. Al contrario, uno quisiera ver más.
Dedicado por sus creadoras a sus
mamás y abuelitas, el documental ha conseguido exhibirse de manera limitada en la cartelera comercial. Es de desear que los cinéfilos se sientan atraídos por este muy diferente ejemplo de cine de ficheras.
Plaza de la Soledad
D y F en C: Maya Goded/ M: Leonardo Heiblum, Jacobo Lieberman/ Ed:
Valentina Leduc/ Diseño de sonido: Lena Esquenazi/ P: Monstro Films, La
Sombra del Guayabo, Alebrije Cine y Video. México, 2016.
Twitter: @walyder
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