Tras el asesinato de la activista purépecha Guadalupe Campanur
Ante el más reciente
asesinato de la activista Guadalupe Campanur, guardiana del bosque en su
comunidad, Cherán -donde suman ya diez los ambientalistas asesinados-
queda claro que la violencia estructural en México trasciende el ámbito
de la delincuencia organizada y se configura como una guerra por la
defensa del territorio y los recursos naturales ante el embate de las
multinacionales, una guerra que sigue cobrando vidas, para sembrar el
miedo y paralizarnos.
Los movimientos sociales y la sociedad civil
organizada son considerados por el gobierno mexicano como una de las
diez principales amenazas para la seguridad nacional, enunciadas en la Agenda de Riesgos 2017,
un documento con carácter de confidencialidad emitido cada año por el
CISEN, con lo que el Estado justifica medidas como la represión, el
acoso, el espionaje, el encarcelamiento, y el asesinato.
No
es casual que uno de los elementos más nocivos del recién aprobado TPP
(Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica) sea el establecimiento
de un sistema de resolución de conflictos inversionista-Estado que anula
el poder de la nación para controlar los abusos de las empresas
extranjeras. Este mecanismo faculta a los “inversionistas” para demandar
al Estado mexicano en caso de oportunidades de negocio fracasadas, a
consecuencia de litigios gubernamentales en defensa del medio ambiente,
de los derechos humanos o de regulación de la economía. Dichas demandas
no son resueltas por las autoridades nacionales o el Poder Judicial,
sino por mesas de arbitraje internacionales que no rinden cuentas absolutamente a nadie.
Lo anterior nos conduce inevitablemente al marco de la controvertida
Ley de Seguridad Interior, desestimada incluso por el Alto Comisionado
de la ONU, Zeid Ra’ad Al Hussein, por tratarse de una ley que se
contrapone al régimen internacional de Derechos Humanos para regular el
uso ilegítimo, arbitrario o excesivo de la fuerza pública.
Esta ley perfila también, en el rubro de amenazas a la seguridad, todas
las formas de lucha y resistencia al modelo productivo del capitalismo
más arrasador y salvaje que hemos conocido; a los intentos de
apropiación de los medios de producción; al desarrollo de megaproyectos
en territorios autónomos y protegidos; al extractivismo y
sobreexplotación de recursos naturales y su consecuente deterioro
ambiental. Y una serie de luchas que se reproducen a lo largo y ancho de
la geografía.
Sólo durante el sexenio de Enrique Peña Nieto,
la violencia sistemática contra las personas defensoras de derechos
humanos, ha dejado un saldo de 106 muertes y 81 desapariciones forzadas,
como documenta el informe “La esperanza no se agota”
de la Red TDT, lo que refleja no sólo la falta de voluntad del estado
para brindar protección a estas personas, sino para que la justicia no
deje impunes estas muertes.
Los informes dan cuenta de los
homicidios, desapariciones y agresiones atribuidas al crimen organizado,
pero nadie habla de que, detrás de todo ello, los megaproyectos y las
grandes multinacionales también nos están robando la vida y la paz.
Global Witness en su informe “Defender la tierra”,
documentó 200 asesinatos de personas ambientalistas en todo el mundo,
donde Brasil encabeza la lista con 48 muertes. En homenaje a todas las
personas asesinadas en 2016 por la defensa de la tierra el informe
expresa: “estas defensoras y defensores no murieron, se multiplicaron”.
Este artículo aparece publicado en la web Zamora Despierta gestionado por la autora. Se puede leer siguiendo este enlace.
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