Ha sido una decisión
de los pueblos romper las estructuras de explotación y dominación
capitalista e imperialista. Este objetivo histórico, de lograrse en
Nuestra América, sería una victoria estratégica de los pueblos que
resisten sin capitular. Cuba, contra viento y marea, y a pesar del
bloqueo del gobierno estadunidense, hace 59 años emprendió ese camino de
soberanía, socialismo y definitiva independencia.
Avanzar hacia este propósito es de enorme complejidad hoy en un
continente vastamente recolonizado, que disputa –no sin dificultades–
espacios crecientes con expresiones políticas flexibles que sean capaces
de comprender –y utilizar en su favor– las contradicciones inter e
intraimperiales, así como las internas en el campo de las clases
dominantes; acumular fuerzas como pueblos, pero sin las herramientas del
viejo Estado que aún sueña con el fin de las revoluciones, o con la
obsolescencia de las tesis centrales del marxismo sustentadas hoy por
organizaciones políticas de variada naturaleza que, en su diversidad,
busca llevar a cabo transformaciones sociales que trasciendan el
capitalismo. Estas expresiones políticas constituyen el polo
equidistante de la izquierda institucional, que ha renunciado a la
utopía revolucionaria y se ha vuelto funcional al sistema dominante.
Para los pueblos estas ideas no son vanas ilusiones, como tampoco son
imaginarias las relaciones de explotación del trabajo vivo, ni la
maquinaria de terrorismo global del imperialismo, y sus añejas
relaciones de producción oligárquicas que implantan miseria extrema y
guerras sociales a países como México, Honduras, Colombia, Brasil, Perú o
Chile, entre otros, donde los modernos capataces de la mundialización
capitalista militarizada y delincuencial buscan extirpar el contenido
revolucionario de las resistencias populares, en las que sigue creciendo
inevitablemente una conciencia crítica colectiva y clasista, que no
enajena la interpretación histórica de nuestras realidades, y que, sin
renunciar a la llamada
solución política, no abdica al poder de los pueblos, ni se resigna a una
paz para siempreque deje incólume la economía capitalista.
Esa paz del capital hoy, en países como Colombia, es el resultado de su ofensiva planetaria para imponer
pacificacionescon condiciones mínimas para proseguir la
lucha políticaen
un clima de libertady en el ámbito de la democracia tutelada por los poderes fácticos y el poder corporativo, mientras, paralelamente, se efectúan ejecuciones sumarias de dirigentes sociales, se fortalecen las estrategias contrainsurgentes de las fuerzas armadas y los agrupamientos paramilitares ocupan sistemáticamente –y gozando de impunidad– los territorios de la insurgencia desmovilizada. La pregunta clave de esta encrucijada es: ¿se podrá alcanzar la paz, entendida ésta como ausencia de violencia, si se conservan la economía y la política del capital que no son sino la encarnación de innumerables formas de violencia contra los seres humanos y la naturaleza?
En estas circunstancias y, por ejemplo, el Ejército de Liberación
Nacional, ELN de Colombia, como organización ligada al pueblo desde hace
varias décadas, ante la crisis de los diálogos con el gobierno de Juan
Manuel Santos, parece estar preparada para confrontar y neutralizar la
estrategia de aniquilamiento en el campo y las ciudades. Este movimiento
insurgente se plantea recuperar áreas perdidas y pretende su propia
recomposición, deslocalizando la confrontación, avanzando en objetivos
estratégicos frente a la ofensiva del ejército oligárquico y sus narcoparamilitares,
que es la más grande de los últimos tiempos y que intenta desarticular
la unidad con el pueblo, y distorsionar los posicionamientos en favor de
la paz que tienen clara la naturaleza política del conflicto y hacen
efectivo el derecho inalienable a la rebelión.
Así, los
esfuerzos de pazen Centro y Sudamérica continúan enfrentándose con la realidad sistémica de políticas abiertamente antipopulares y represivas. Estos proyectos no deberían terminar en una paz americana que hace abstracción de la economía política, de las clases en conflicto antagónico, que encubren la permanente injerencia estadunidense en la región, así como la respuesta de los pueblos que se niegan a cohabitar con las oligarquías, sus ejércitos genocidas y sus paramilitares. La lucha por la paz, la libertad y la soberanía tienen lugar en sociedades cuyas clases dominantes monopolizan la tierra, la propiedad de los medios de producción y, por ende, el poder económico y político, y, al mismo tiempo, se han convertido en la base articuladora local de la dominación imperial.
Así, hoy se pretende imponer la rendición incondicional de los
pueblos que exigen y construyen la paz, que establecen democracias
comunales con sus propios recursos y formas colectivistas de
organización social, que incursionan en la construcción del poder
comunal en la Venezuela chavista y bolivariana. En particular, para el
sistema de dominación imperante, el sistema de representación indígena
implica un cuestionamiento radical a las formas de mando y obediencia
impuestas desde hace siglos. De ahí el sentido subversivo de estas
democracias comunitarias que, además, se constituyen en núcleos de
resistencia anticorporativa y reservorios de pensamiento crítico, como
es el caso de la experiencia mexicana con el EZLN, el Congreso Nacional
Indígena, y su propuesta de conformar un Concejo Indígena de Gobierno,
en alianza con todos los explotados y oprimidos en el ámbito nacional.
Sin embargo, no hay que olvidar que la barbarie trasnacional destruye
cotidianamente todas las expresiones de vida por la imposición de sus
programas neoliberales, y mediante conflictos de intensidad diferenciada
contra los seres humanos y la naturaleza, envileciendo de paso ciencia y
tecnología.
La revolución de los pueblos es resistencia permanente contra el
salvajismo del capital, y se constituye en el último e irrenunciable
recurso; es la negación dialéctica del viejo sistema, NO la inserción en
éste. De ahí, aquello de
mis sueños no caben en sus urnas.
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