Dra. María Bolivia RotheLa razón que me lleva a escribir hoy está enmarcada en la interpelación de algunos compañeros varones, progresistas y comprometidos con el proceso de cambio, respecto a un criterio mío vertido sobre el contenido de equidad de género en el Proyecto de Ley Electoral que se encuentra para su aprobación en el Órgano Legislativo.
Este comentario rezaba, palabras más, palabras menos, que: “la cuestión de la equidad de género, no es un asunto de partidos políticos, sino de lucha por una ideología común entre todas las mujeres”. Aseveración en la que me ratifico, y la cual intentaré explicar y ampliar por escrito.Digo que la lucha por la equidad de género no es privativa de un partido político, pero en ningún momento digo que es una lucha desideologizada. Es ahí donde radica una diferencia sutil, pero absolutamente sustantiva. Considero que aún las modernas democracias, los gobiernos que emergen como resultado de las mismas y su estado de derecho así como sus derechos fundamentales, no han reconocido en la práctica a las mujeres la misma dignidad que es reconocida para el varón. Lo mismo sucede en nuestro país, donde acabamos de promulgar una nueva CPE que contiene uno de los catálogos de derechos más avanzados del mundo y 41 artículos que promueven, defienden y reconocen estos derechos para las mujeres, pero donde desafortunadamente, la práctica inmediata en los últimos dos meses de acciones de gobierno, han demostrado que se trata aún de meras enunciaciones teóricas que están muy lejos de hacerse realidad fáctica.
Porqué se da esto? Porqué en una sociedad como la boliviana, donde aparentemente los derechos de las minorías oprimidas de siempre (indígenas y mujeres) han sido reconocidos legal y legítimamente, aún tropezamos con momentos en los cuales las mujeres, seguimos siendo y estando invisibilizadas, subalternizadas al dominio masculino, tanto en los espacios privados como públicos?.Para mi, la respuesta tiene que ver con la connotación eminentemente política de las relaciones de poder entre hombres y mujeres, que está basada en la supuesta “supremacía biológica” del hombre sobre la mujer. El patriarcado es una institución basada en la fuerza y la violencia sexual sobre las mujeres, revestida de aspectos profundamente ideológicos (machismo) y biológicos, relacionada con la división social, los mitos, la religión, la educación y la economía.La conducta patriarcal imperante separa la procreación como tal de la procreación “legítima”; la descendencia se convierte en legítima en tanto los vástagos sean “hijos de un padre”, otorgando al varón la potestad absoluta de dar sentido legítimo a la acción procreativa de la mujer, quedando como organizadores del mundo social en tanto propietarios de esa potestad .
En estas circunstancias, el cuerpo femenino y sus capacidades reproductivas se vuelve objeto de control y cohesión social, la misma que al legitimizarse en el espacio privado de la familia, es extrapolada al espacio público del ejercicio de la ciudadanía en tanto poder político, donde llegamos atrapadas en este rol fundamental de procreadoras de vida, que está en absoluta confrontación con el rol, aparentemente privativo del varón, de participación en los espacios públicos. En tanto las mujeres entregan su cuerpo a un varón dado, entendida esta entrega como riqueza social, la gestión y control social de estas capacidades es también una gestión y control sobre su sexualidad, que derivan en un conjunto de exigencias, prescripciones, regulaciones, imposiciones, prohibiciones y acuerdos sociales que organizan el curso práctico de esta valoración positiva, no solo de la maternidad, sino del cuerpo femenino, las mismas que se convierten en tanto función social, en actividades controladas preeminentemente por varones y cuyos dispositivos de control son trasladados fácticamente a las esperas de poder publico y ejercicio de ciudadanía por parte de las mujeres.
En otras palabras, la sociedad, como está construida actualmente, valoriza a la mujer casi exclusivamente desde su rol procreador y sexual y establece relaciones de intercambio donde el cuerpo de la mujer desde la dimensión material de la dominación masculina contemporánea, es visto como la riqueza concreta en medio de relaciones mercantiles, donde la mujer vende su capacidad procreativa como una mercancía que tiene que ajustarse a las leyes del mercado matrimonial o de las uniones de hecho y donde el varón es el propietario de la capacidad de legitimar la procreación y a su vez, es la encarnación del sentido de procreación legítima.En la otra cara de la medalla, está la visión liberal y el modelo de ciudadanía indiferenciada que este propugna, a través del concepto de “igualdad” que se acuña en la Revolución Francesa y que se refiere a: hombre, pequeño burgués, instruido y con activa participación en los destino de la sociedad a la que pertenece.
A la luz de este concepto liberal de igualdad entre hombres y mujeres, conviene preguntarnos sobre la comprensión simbólica de las relaciones entre mujeres y varones sexualmente construida, que es cuando menos, esquizofrénica, ya que se nos obliga a movernos en términos de igualdad, siendo que las respuestas entre ambos son tan diametralmente opuestas. En este sentido, y bajo esta constatación, se nos presentan dos caminos: Para adquirir plena ciudadanía y ser aceptadas en un mundo predominantemente masculino, deberemos adoptar actitudes y conductas masculinizantes y renunciar a nuestras experiencias, exigencias e intereses específicos en tanto mujeres, y despreciar a las mujeres que no se atreven a hacer esto (que a la larga es una forma de de desconocernos a nosotras mismas, lo que genera insatisfacción) o, en su defecto, relegarnos al papel socialmente asignado, subalternizado de “segundo sexo”, con lo cual reforzaremos en orden general del sistema.
Pero aquí se inicia el drama que nos convoca a todas: Vivir bajo la exigencia constante de operar en universos simbólicos en los que se interioriza existencialmente lo que somos y preferimos, la misma que se constituye en una de las experiencias más difíciles de soportar y que simultáneamente conserva el orden existente de las cosas.Por lo tanto, en la línea que aquí planteo, las inequidades de género existentes aún en todas las esferas de la participación de las mujeres, tanto en los espacios públicos como privados, tiene que ver, más allá del planteamiento de ideologías particulares, con una sola ideología que está basada en el ejercicio de la ciudadanía plena en una sociedad donde no se nos reconoce tal derecho y en la imposibilidad auténtica de des-entramparnos, de liberarnos del cautiverio y la opresión que la sociedad patriarcal y machista ejerce sobre nosotras, basado en un modelo de percepciones y prescripciones de aquello que socialmente es un una mujer y, por lo tanto, de lo que es un varón.
Las mujeres somos convocadas a movernos dentro de unos espacios en tanto iguales con el varón, pero donde estamos incómodas, porque nos damos cuenta, una y otra vez, que no lo somos; sentimos la igualdad como una estafa y esto es lógico, porque en la práctica, realmente no somos iguales porque hemos sido construidos social e históricamente de manera distinta. Esto es tan fuerte, esta tan absolutamente arraigado en las mentes y lo sentimientos tanto de mujeres como hombres, que nos resulta prácticamente imposible reconocer que exista otro camino que pasa por el encuentro con nosotras mismas, del reconocimiento de nuestra fuerzas y límites, del conocimiento de estos últimos para decidir si los trascendemos o no, de la reflexión sobre lo que sentimos, sobre las trampas que nos hacemos y que permitimos y que solo desde ahí podremos contestar si somos tan iguales o tan distintas, aunque me temo que habiendo atravesado el camino anterior, es probable que esa ya no sea la pregunta decisiva desde la cual movernos. .Habiendo puesto sobre la mesa el complejo entramado de las relaciones sexo/genéricas, existen preguntas y desafíos pendientes que son tareas que nos convocan a todas las mujeres.
La más urgente, radica en cómo hacer para desmontar las redes de dominación masculina vigentes y trastocar las disposiciones erigidas sobre tales posiciones, a fin de ir poco a poco, construyendo redes sociales distintas. Para lograr esto, habrá que revisar hasta qué punto, cómo y cuánto han variado las relaciones entre varones y las mujeres en las últimas décadas y hasta dónde se reconstruyen bajo nuevas apariencias; esto sin caer en la consideración de que la continua erosión de las viejas prácticas de exclusión femenina del espacio público, tiene el carácter de dispositivos de “igualación”.Hay un peligro inminente que nos acosa a las mujeres y es el de caer en la tentación de creer que la caída de las rígidas convenciones sobre “el lugar” de las mujeres en el mundo, significa que estaríamos avanzando hacia espacios sociales “neutros”, donde las estratificaciones basadas en atributos sexuados y sexuales, se estarían diluyendo. Aún estamos sujetas en sutiles y difusas redes, razón por la que hay que estar atentas a la reproducción de las formas y mecanismos de dominio masculino, bajo formas inéditas, recurrentes y cada vez más íntimas.
Resulta imprescindible para un auténtico desmontaje de los dispositivos exteriores de jerarquización, la puesta en tela de juicio del cimiento mismo de la sociedad, tal y como está considerada hoy en día.No se trata de una búsqueda constante y frustrante de “igualación”, de disolver los cánones de conducta exteriores para luego preguntarnos, una y otra vez, “qué falta” a las mujeres para competir paritariamente en el mundo masculino, sino más bien, que posicionamientos privilegiados, que relaciones de fuerza, que mecanismos de configuración social siguen aún vigentes para garantizar el predominio masculino, asegurando aun de la manera más sutil, velada y perversa, la posición secundaria de las mujeres en el espacio social y ala luz de esto, qué estamos dispuestas a hacer para trastocar profundamente el entramado social actual. Cómo salir de la trampa de feminizar el mundo masculino, para plantear, más bien, la desorganización de las estructuras materiales y simbólicas que aseguran ese predominio. Este es el desafío en el que mujeres de toda clase social, condición socioeconómica, convicción religiosa o partido político, deberemos asumir en una lucha que nos convoca a todas por igual y que pasa por la decisión personal, pero fundamentalmente colectiva, de participación activa y militante, como agentes de transformación social, desde los espacios privados hacia los espacios públicos.
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