Ricardo Raphael
Las víctimas prefirieron no denunciar ante autoridades y optaron por cerrar definitivamente el negocio. Mientras ambos hechos ocurrían, aparecieron dos cadáveres en la cortina de una presa donde los hijos de la prole adinerada hacen deporte acuático los sábados y domingos.
La corta distancia que separa a Michoacán de esta región del Estado de México hace suponer que La Familia o Los Zetas han migrado ya a estas montañas. Y sin embargo, a nadie consta que esas organizaciones se encuentren realmente detrás de los hechos narrados. Igual podrían ser imitadores que, aprovechándose de la impunidad existente, extorsionan, asaltan y matan.
El crimen desorganizado puede ser tanto o más letal que el organizado. Cabe recordar nuestro siglo XIX, tiempo en que las gavillas de bandoleros destruyeron la economía y a la sociedad mexicanas, ante la mirada impotente de un gobierno dividido e instituciones anémicas.
En San Juan Atezcapan, el narco es fenómeno lejano. Aquí no se consume, ni produce droga. Y sin embargo, los cárteles han impuesto un estado de ánimo cotidiano. Un contexto donde gana la obtención del dinero fácil, los funcionarios incapaces o cooptados y los jóvenes incorporados al peligroso negocio de la ilegalidad.
Basta en México disfrazarse de narco para que la población no denuncie, para que la policía no actúe, para que los políticos responsables se laven las manos. Es la realidad que va devorando a prácticamente todo el país.
35 mil son los muertos reconocidos por el Estado como víctimas de la lucha contra las grandes mafias. Con toda probabilidad sería necesario multiplicar tal cifra por cinco o por seis para encontrar el número real de vidas engullidas por el terror durante el último lustro.
Mientras la comunidad de San Juan padecía, Michele Leonhart, titular de la DEA, repitió la infundada teoría de que tal nivel de mortandad es señal de éxito en la lucha contra los criminales. Lo dijo mientras se celebraba la Conferencia Internacional por el Control de las Drogas de Cancún. En el encuentro, también el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, advirtió que los índices de criminalidad no descenderían hasta el 2015.
Ninguna de estas declaraciones son alentadoras. Además de no tener bases creíbles, abusan por su insensibilidad frente al dolor y tragedia soportados todos los días. Muestran con nitidez la abismal distancia entre quienes deciden la política de seguridad y quienes la padecen.
Tal separación se exhibe aún más grave cuando, desde la trinchera ciudadana, crece la demanda para que las autoridades pacten una tregua con los capos. Como mágica solución se propone la más neoliberal de todas las medidas: que la mano invisible del mercado de la criminalidad se regule a sí misma. Mucho de pensamiento mágico tiene la iniciativa. ¿Por qué un arreglo con los mafiosos del narcotráfico nos traería la paz deseada?
Si bien la estrategia de seguridad del gobierno federal debe pasar por una severa revisión, el país no puede permitirse claudicar frente a la barbarie. En todo caso la inteligencia de la crítica tendría que ser usada para reconducir con mayor vigor la vida institucional mexicana.
Acaso el equívoco del Estado es haber aplicado la misma medicina para problemas muy distintos. No es lo mismo combatir a las gavillas de imitadores o a las pandillas urbanas que a los criminales metidos en el negocio del robo, secuestro y tráfico de personas o a las grandes organizaciones transnacionales del narcotráfico.
Los problemas complejos requieren soluciones múltiples y haber centrado toda la energía gubernamental en destruir la punta del iceberg no parece, hasta hoy, haber ofrecido los mejores resultados. El costo para la sociedad ha sido altísimo y los beneficios prácticamente nulos.
Si un reclamo debiera hacerse al presidente Calderón, a propósito de esta tragedia, es no poseer la humildad que se necesita para reformular su diagnóstico y, desde ahí, redirigir los esfuerzos en lo que resta de su administración. Por otro lado, algunos de sus detractores habrían responsablemente de reducir su mayúsculo simplismo.
Analista político
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