Editorial La Jornada.
El pasado miércoles, en un rancho ubicado en la carretera Juárez-Casas Grandes, en Chihuahua, fueron hallados los cuerpos sin vida de Raúl Navarro Soprano, Félix Vizcarra Torres, Juan Carlos Chavira y Daniel Castillo de la O –todos ellos de entre 23 y 28 años de edad–, quienes fueron levantados, frente a testigos, por elementos de elite de la policía municipal de Ciudad Juárez desde el 26 de marzo. De acuerdo con la fiscalía de esa urbe fronteriza, los uniformados privaron de su libertad a las víctimas luego de que un intento de detención –originada por
una quejaen contra de los jóvenes– degeneró en una riña en la que hubo golpes y amenazas con pistolas.
El episodio resulta ilustrativo de la catástrofe generalizada en materia de seguridad y vigencia del estado de derecho en la que vive el país en el momento actual. En primer lugar, y a contrapelo de las afirmaciones oficiales de que la violencia y la barbarie provienen exclusivamente de los integrantes de la criminalidad organizada, el múltiple homicidio referido revela que tales flagelos han rebasado, y por mucho, el ámbito de acción de esas organizaciones.
Por añadidura, el hecho de que se haya descubierto en este caso una participación de policías municipales pone en relieve una pérdida del sentido de la legalidad que debiera prevalecer entre los integrantes de las corporaciones supuestamente encargadas de velar por el estado de derecho. Esa descomposición, ciertamente, no se circunscribe a los agentes juarenses referidos: se expresa en instituciones policiales y militares de todos los niveles y en prácticamente todo el país: desde policías municipales como los señalados, o como los indiciados como responsables por los más de 140 cadáveres hallados en fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas, hasta elementos de las fuerzas castrenses que se han visto enveltos, en condiciones poco claras, en los episodios de muertes de civiles –reducidos por el discurso oficial a la condición de bajas colaterales
– en el contexto de la guerra contra el narcotráfico
.
En el marco de una sociedad diezmada y exasperada por el saldo de violencia y muerte que recorre el país –entre 35 y 40 mil ejecutados en lo que va del sexenio, y más de 5 mil desaparecidos–, episodios como el referido revelan que hoy por hoy impera, en el ámbito de las relaciones sociales, la misma lógica que prima desde hace más de dos décadas en los ámbitos de la economía, las telecomunicaciones, la disputa político-electoral y el ejercicio del poder público: la ley de la jungla, el predominio del fuerte sobre el débil y la supervivencia de los más aptos. Es inevitable, en esta circunstancia, que la población en general perciba un desamparo generalizado, no sólo frente a la criminalidad rampante, sino también en presencia de fuerzas del orden de cualquiera de los niveles de gobierno. Si las instancias gubernamentales no despejan, con hechos, ese fundamentado sentir, el país corre el riesgo de situarse en los terrenos, tan peligrosos como indeseables, de la justicia por propia mano y del sálvese quien pueda.
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