Carmen Boullosa
En la taberna londinense “Los librepensadores”, en 1860, un grupo de personas acordó las reglas establecidas para el juego de futbol. Ahí fue a caer, entre masones y frente a tarros de cerveza, la semilla de los acuerdos para el deporte que tiene más eco en el planeta. Por el uso, adquirió una dignidad sacrosanta -dios es redondo, escribió Juan Villoro.
La cancha es como el altar, pero en lugar de que haya reliquias encapsuladas en éste para santificarlo, le dan su gloria seres vivos que van moviéndose tras la pelota. En lugar de sermón, hay acción. En lugar de bendición, goles. En lugar de consagración, acuerdos. La vida empieza y acaba ahí. El ritual nos da sentido. El juego es un estado de suspensión que reivindica el orden social. Esta suspensión es acción, emoción, competencia: el juego. En los 90 minutos se impone un acuerdo en el que se respeta la persecución de la pelota encima de todas las presiones y necesidades propias y ajenas. No es el árbitro el que fuerza al ritual, controla y castiga caprichos personales, ambiciones que rompen con el devenir del juego colectivo. Un juego no necesita ser perfecto para ser lo que es. La imperfección es parte de su encanto. El espectador entonces puede opinar, despotricar, alterarse, es parte del deporte.
Después del partido pueden estallar desórdenes, la gente pierde el control, tal vez se arme el total despepite. Regresa la vida real con sus sinsabores, aburrimientos, soledades, aislamientos y desesperanzas.
Algunos radicales (incluso a los que no somos aficionados al deporte mismo y sólo nos gusta el rito en lo hipotético) no aprobamos la intrusión de anuncios subliminales cuando ésta apareció durante la transmisión del partido, así como los pintados o proyectados en el estadio y en los atuendos de los jugadores, ¡horror! -eso pensamos en algún momento los antiguos-, ¡un pecado!. Pero nos lo tragamos, porque a fin de cuentas en el camino andamos -sólo en el Metro de Caracas se circula hoy sin anuncios comerciales, o en las calles de la dormida Cuba; en esos dos puntos la única promoción es para sus gobernantes (o desgobiernos); nuestra maquinaria social trae pegada a las suelas la cocacola, es pegajosa, dañina, nos da caries, nos envenena, pero da empleos, etcétera-.
Quiero que quede claro: no soy aficionada al futbol, sino creyente. Creo en la fuerza espiritual, simbólica, del partido.
El sábado 20 de agosto mi fe en el futbol, como ritual laico y librepensador, tuvo una prueba y un golpe. La prueba, en Querétaro, en los últimos minutos del encuentro entre Gallos Bancos y Jaguares de Chiapas que había comenzado a las 5 de la tarde en el estadio Corregidora. Una centena de aficionados se liaron a golpes en la tribuna. La policía intervino. Durante 20 minutos se desató el caos. Una patrulla de la estatal salió dañada, algunas casas pintarrajeadas y otro daños, y los polis (a saber si federales o municipales) se llevaron a cuarenta a las rejas.
La noticia no fue buena -que desastre para los que asistían buscando fut y salieron bailando gresca-, pero el partido quedó impoluto. El todo que formamos quedó intacto: no se suspendió el juego. De alguna manera, el golpe refrendaba mi fe. Golpes y sombrerazos -o macanazos-, pero la pelota seguía en la cancha.
No duró mucho el optimismo. En Torreón, en el Nuevo Estadio Corona, en el encuentro entre Santos Laguna y Monarcas Morelia, a los 39 minutos de juego, balazos cercanos y hombres armados aterrorizaron a los asistentes -y a los jugadores-. “Pánico en el estadio”, “momentos de terror”, sería la noticia internacional. El portero, en lugar de ir tras la pelota, huyó a los vestidores, y tras él los demás jugadores.
El juego se interrumpió.
La gente se escondió en las butacas. Un policía resultó herido de bala.
Hubo otro caído: la fe en que en el estadio, en el juego, el mundo loco de pronto hace sentido.
El ritual roto. Dios dejó de ser redondo.
Como si se hubiera colado en las páginas de Madame Bovary un portero de futbol o un sicario.
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