Ricardo Raphael
En México, la insatisfacción con la democracia tiene distintos orígenes y, sin embargo, uno se coloca como principal: el régimen de la pluralidad ha sido ineficaz a la hora de acortar las desigualdades y confrontar los privilegios. Un segmento amplio de mexicanas y mexicanos se percibe tratado injustamente y con asimetría por la autoridad, la ley y las demás personas. No importa el campo de interacción social que se aborde —la educación, la salud, la justicia, el mundo del trabajo, la libertad—, una y otra vez nos topamos con un cierre social construido explícitamente para asegurar la exclusión.
Se asume que nuestra principal desigualdad es económica y que para medirla basta con observar las diferencias siderales que hay en el ingreso: cuando el 20% más rico de la población se queda con cerca de 53% de la riqueza nacional, y la mitad de los habitantes vive en pobreza, el tema de la inequidad en el salario no puede ser menospreciado.
Sin embargo, la asimetría en el ingreso no es la única relevante. Actúa junto con ella su hermana siamesa: la desigualdad de trato. Desde el resorte cultural, y también desde las instituciones, se fabrican estigmas, marcadores y prejuicios sociales, disponibles para que grupos abultados de personas sean apartados de los derechos, las libertades y los bienes obtenidos por el esfuerzo común.
La desigualdad de trato y la discriminación son sinónimos: se está frente a actos discriminatorios cuando los mejores empleos del país excluyen a las mujeres y los jóvenes; cuando cuatro de cada 10 indígenas mexicanos no tienen acceso al sistema de salud; cuando 9.9 de cada 10 trabajadoras del hogar no cuentan con ninguna prestación formal; cuando 7 millones de personas no poseen acta de nacimiento; cuando ocho de cada 10 habitantes no tienen acceso al sistema bancario convencional; cuando la desnutrición prevalece en las comunidades menores a 5 mil habitantes; cuando siete de cada 10 estudiantes de 15 años están reprobados en matemáticas, escritura y ciencias; cuando las cárceles están pobladas por jóvenes de entre 18 y 30 años, de escasos recursos y bajos niveles de educación; cuando la concentración de los medios electrónicos de comunicación hace que sólo unos pocos puedan expresarse con libertad.
El cierre social coloca de un lado a las mujeres y del otro a los varones, confronta la ascendencia indígena con la europea, a los jóvenes contra los adultos, a los heterosexuales contra los homosexuales, a quienes practican una religión mayoritaria contra los que sostienen una fe distinta; distancia a partir de la clase social, la apariencia física, el lugar de nacimiento, el color de la piel y un largo etcétera de elementos que son fáciles de comunicar y, sobre todo, eficaces a la hora de someter.
En México, ni las instituciones ni el derecho han sido todavía capaces de hacer estallar este cierre social. La nuestra continúa siendo una sociedad fuertemente discriminatoria; nos alejan en todo de la democracia las barreras de entrada que confirman al nepotismo y los privilegios como fuente principal de las oportunidades.
Con el ánimo de colocar este tema en el centro de la futura agenda pública mexicana, a instancias de Ricardo Bucio Mújica, presidente de Conapred, durante el último año y medio el CIDE y tal organismo se dieron a la tarea de elaborar el Reporte sobre la Discriminación en México 2012 (el cual será dado a conocer públicamente este miércoles 24 de octubre).
Participaron en la elaboración de este documento más de 400 personas de muy distintas trincheras e identidades. Se trata de un texto que rebasa las 800 páginas donde se analizan los principales procesos y mecánicas discriminatorias que actúan en 11 campos de la interacción social: proceso penal, justicia civil, salud, alimentación, trabajo, información, expresión, derechos políticos, libertad religiosa, crédito, y educación.
Me tocó la suerte de coordinar este esfuerzo que ahora deseo ayude a construir en México un consenso sobre el que considero el desafío más importante de nuestro país, a la vez que sea documento útil para replantear la agenda de lucha contra la desigualdad en los años que vendrán.
Si la democracia no sirve para desarmar el cierre social que separa a los aventajados de los desaventajados, ¿para qué otra cosa nos puede servir?
Analista político
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