Editorial La Jornada
Javier Hernández Valencia, representante de la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, dio cuenta ayer de la situación desastrosa que enfrenta México en esa materia. Dijo que la tortura y las detenciones arbitrarias
siguen siendo el pan de cada díaen el país y son además
un mecanismo de investigación al que no dejan de recurrir los cuerpos policiacos y militares, y puso de ejemplo el caso de Israel Arzate, joven de 26 años detenido y torturado en febrero de 2010 por policías estatales y militares, quienes pretendían que se declarara culpable por la matanza de jóvenes ocurrida en la colonia Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, a principios de ese mismo año.
fortalecimiento de la legalidad.
La realidad es que el saldo de dicha estrategia de seguridad pública –además de los más de 60 mil muertos, de una creciente descomposición institucional y una pérdida de soberanía inaceptable– no ha sido el reforzamiento del estado de derecho y la paz pública, sino el de la ilegalidad y la barbarie, así como la colocación del país en escenarios de guerra sucia parecidos a los que se vivieron durante las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo, caracterizados por la incorporación de las desapariciones forzadas y la tortura como prácticas cada vez más frecuentes de las fuerzas públicas.
Hace más de un lustro, cuando la actual administración inició los espectaculares operativos
y desplazamientos de soldados y policías por todo el territorio
nacional, con el supuesto propósito de restablecer el estado de derecho
en las regiones controladas por la criminalidad, diversas voces de la
sociedad organizada, la clase política y la academia señalaron que
combatir a la delincuencia mediante la violencia oficial y la
militarización de la vida pública no sólo no garantizaba el éxito, sino
alentaba peligrosamente la configuración de circunstancias de pesadilla
como las que hoy enfrentan el país y su población.
En el momento presente, resulta imperativo recordar que la tarea
irrenunciable del Estado de combatir a la delincuencia no excluye de
ninguna manera la obligación de velar por las garantías individuales de
todos los ciudadanos –independientemente de su situación jurídica– y de
vigilar que las acciones de la autoridad se desarrollen en el marco de
la ley.
En cambio, la relación directa existente entre las acciones
oficiales para combatir a la criminalidad y el incremento de las
violaciones a la legalidad por parte de las propias autoridades
constituye una razón adicional para demandar el viraje y la
reformulación radical de la estrategia de seguridad en curso.
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