Toda lucha política
comienza siendo una lucha por el control de los símbolos. Andrés Manuel
López Obrador ha impuesto como símbolo la Cuarta Transformación. Un
concepto polimorfo. Quiere decir muchas cosas, para muchas personas,
pero todos lo usan como referencia. Está al menos vinculado con
justicia, combate a la corrupción e inclusión. Lo que ha hecho la 4T en
el imaginario colectivo es reforzar la historia patria escolar que parte
de la secuencia de héroes y villanos. Pero la combinación más
interesante de héroes me parece que es la Tercera Transformación.
Madero, el presidente mártir, espiritista y liberal. Por otro lado,
Cárdenas, el general, el liberal social y, de muchas formas, el
constructor del Estado de la Revolución Mexicana.
Cárdenas el reformador, tanto en su obra institucional como en el
ámbito de los derechos sociales, estaba guiado por una visión
geopolítica: recuperar el territorio.
La reforma agraria y su producto principal, el ejido, no se entienden
si se ven sólo desde el ámbito distributivo. Aunque en muchos casos las
tierras distribuidas eran de buena calidad, se dotó de ellas a
campesinos en las zonas fronterizas del norte y sur del país, en
litorales y en enclaves agrícolas.
Aunque el sector agropecuario floreció, su propósito de fondo era
recuperar el territorio de manos de los enemigos del proyecto
reformador: los latifundistas, la Iglesia católica y las empresas
extranjeras, sobre todo petroleras. Dotar de tierras a los campesinos
generó un gran conglomerado de ciudadanos, consumidores y, sobre todo,
defensores del territorio nacional.
Por territorios me refiero al espacio público, es decir, a los
ámbitos de confluencia frecuentemente tensa y crítica entre los
ciudadanos organizados o no, y los poderes instituidos y los fácticos.
La enorme desigualdad en el país se expresa en la fragmentación
socioeconómica, pero también en las políticas, en el espacio electoral y
en los ámbitos culturales. Esta fragmentación configura una sociedad
estamental, en la cual el éxito de la gobernabilidad autoritaria se
sustentó en una eficaz administración de los privilegios diferenciados
por categoría social, cuyo propósito era impedir acciones colectivas
articuladas. Esta variante del capitalismo salvaje funcionó sobre la
base del patrimonialismo –manejo diferenciado de los recursos públicos–,
el neocorporativismo –encuadramiento de organizaciones a cambio de
privilegios distribuidos entre las cúpulas y chorreados en pequeñas cantidades a las bases– y el clientelismo –pingües privilegios a cambio de adhesión política.
Recuperar los territorios en el momento actual enfrenta tres obstáculos:
La prisa. La idea de reformas implementadas de manera vertical y sin
deliberación es una idea cuyo tiempo ya pasó. Funcionó defectuosamente
en el régimen autoritario. En el pluralismo algunos la añoran, pero es
una ilusión. No va a funcionar.
El éxito temprano. No hay nada peor que juzgar una estrategia que
requiere actos repetitivos como un triunfo irreversible cuando se tienen
éxitos tempranos. Ya pasó antes y ahora vuelve a ocurrir. No hay nada
irreversible cuando se impulsan transformaciones que afectan intereses.
Las reformas no son actos fundadores, sino procesos de deliberación y
acuerdos.
La exclusión. Una profunda desigualdad se encuentra en la base de
políticas públicas fallidas. Un sinnúmero de privilegios para unos
cuantos impiden un mínimo estado de derecho. No podemos jugar a mayorías
y minorías parlamentarias como si tuviéramos una democracia
consolidada. El ámbito partidista expresa desafortunadamente sólo a una
parte de la pluralidad social. La crisis del corporativismo, el
estancamiento económico y la inseguridad pública han fragmentado el
cuerpo social.
Estamos, sin duda, en una encrucijada. Por ello resulta importante
recordar la frase de Karl Polanyi: ninguna interpretación errónea del
pasado ha sido más profética del futuro.
Twitter: gusto47
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