Miguel Carbonell
El enorme cambio político de las pasadas elecciones y la omnipresencia del Presidente y de (una parte) su gabinete en los medios de comunicación, nos están haciendo perder de vista un problema mayúsculo de la República: el desorden —cercano a la anarquía— que produce un sistema federal que está haciendo aguas por todos lados.
Empecemos por lo más obvio y doloroso: el tremendo fracaso de la distribución de competencias en materia de seguridad pública. Mientras toda la atención mediática lleva meses centrada en el tema de la Guardia Nacional, olvidamos que 92% de todos los delitos son competencia de las autoridades locales, es decir, de estados y municipios. Solamente 6% de los delitos que se cometen incumben a la competencia de la Federación y 2% son conductas cometidas en infracción del sistema de justicia penal para adolescentes.
La pregunta, a la luz de estos datos, parece obvia: ¿qué planes, realistas y asequibles, se están diseñando en las entidades federativas en esa materia? ¿qué piensan hacer los estados y los municipios con los miles de millones que reciben año tras año para atender la inseguridad, con resultados cada vez más magros o en franco retroceso? ¿quién pide cuentas por los pésimos resultados obtenidos en los años recientes?
Algo parecido sucede con temas tan relevantes como la educación o la salud. Mientras todos miran a la SEP pidiendo soluciones para los temas del sindicalismo magisterial o en relación a la carrera docente, pocos voltean a ver a gobiernos locales, que también tienen muchas y muy relevantes competencias en materia educativa. Y lo mismo en el tema de la salud: una parte le corresponde a la Federación, pero otra (muy relevante, si descontamos la tarea del IMSS y del ISSSTE) tiene que ver con los gobiernos locales, que administran una red hospitalaria francamente deplorable y en algunos casos incluso inexistente. ¿Qué están haciendo los gobiernos locales para mejorar la educación y la salud de los ciudadanos a los que deben servir?
La lista puede seguir y seguir: el federalismo mexicano, tal como está diseñado, descansa en buena medida en ese primer nivel de contacto entre el gobierno y el ciudadano, que es el municipio. Pero ese peldaño, el más cercano a la ciudadanía, ha sido el más opaco, el menos robusto, el más ineficiente y uno muy proclive a la corrupción, sin que nadie haya pedido cuentas. Los municipios mexicanos son buenos para exigir recursos presupuestales, pero malos para cobrar impuestos y peores todavía para implementar políticas públicas sustantivas que proporcionen buenos servicios públicos a la gente.
La regulación del transporte, la protección civil, el medio ambiente, lo relativo al uso de suelo, lo que concierne a los establecimientos mercantiles, la recogida y el tratamiento de la basura, los parques y jardines, y un largo etcétera corresponde a gobiernos locales. Pero en vez de que eso suponga áreas de oportunidad para hacer bien la cosas, en realidad se ha convertido en un nido de corrupción e ineficiencia. Nos pasamos las horas y los días comentando lo que anuncia el gobierno federal, mientras a nivel local nadie pide cuentas, nadie mide la calidad del gasto, nadie verifica el cumplimiento de obligaciones legales.
La crítica se puede incluso ampliar: es igualmente deplorable el servicio que prestan los poderes legislativos locales y, ya ni lo digamos, la inmensa mayoría de los poderes judiciales en las entidades federativas (los abogados que llevan asuntos en la jurisdicción local saben a lo que me refiero: en muchos tribunales locales se compran y se venden sentencias, se trafica con influencias, se reciben dádivas, en suma: se vende la justicia al mejor postor).
¿Qué hacer ante ese clamoroso fracaso del diseño federalista? Ciertamente la respuesta no puede consistir en una vuelta al centralismo. México es demasiado grande y diverso para poderse gobernar desde el centro. La ruta tiene que ser más bien en el sentido del fortalecimiento de las estructuras locales de gobierno.
La receta es bien conocida, aunque a nadie le convenga recordarla: más transparencia gubernamental, servicio civil de carrera, rendición de cuentas, supervisión parlamentaria efectiva, órganos de control autónomos e independientes, una sociedad civil vigilante; es decir, democracia tomada en serio y no la simulación esperpéntica en la que llevamos demasiados años instalados. De nosotros depende.
Investigador del IIJ-UNAM.
@MiguelCarbonell
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