Napoleón Gómez Urrutia
La Jornada
El 13 de marzo fui invitado a
hablar ante el Consejo Ejecutivo de la Federación Americana del
Trabajo-Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO, por sus siglas
en inglés), la central sindical más grande de Estados Unidos. A esa
reunión también asistió el doctor Jesús Seade Kuri, subsecretario de
Relaciones Exteriores para América del Norte, quien sostuvo un diálogo
intenso con las y los presidentes de los principales sindicatos de
nuestro país vecino, integrantes de la federación gremial.
En mi exposición empecé por agradecer la solidaridad que la AFL-CIO
mostró en 2011 cuando me honró con su prestigiado galardón de derechos
humanos Meany-Kirkland, condecoración que se otorga a las personas que
se han distinguido por su lucha en favor de los derechos humanos y se
otorga una vez al año.
En el momento en que me honraron con el reconocimiento no pude ir a
Washington para recibirlo en persona debido a la persecución política
del gobierno de Felipe Calderón, por lo que mi esposa Oralia lo aceptó
en mi lugar en presencia de líderes políticos e invitados especiales.
Nunca olvidaremos la amabilidad y la solidaridad que toda la familia de
AFL-CIO nos brindaron en aquel momento. Me dio mucho gusto el anuncio
que este año el premio fue conferido al dirigente sindical metalúrgico y
ex presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, ahora preso
político del gobierno fascista de Jair Bolsonaro.
Yo represento una prueba de que la solidaridad laboral internacional
funciona. El año pasado el pueblo mexicano se levantó contra décadas de
opresión por parte de la oligarquía y votó de forma abrumadora por
Andrés Manuel López Obrador y el partido Morena. Como parte de esta
aplastante victoria, fui elegido para el Senado de la República.
Ahora el gobierno del presidente López Obrador está enfocado en
desmantelar las estructuras políticas corruptas y violentas que han
perpetuado la pobreza y desigualdad por tantas décadas, y crear nuevas
instituciones que inviertan en educación y buenos empleos para todos los
mexicanos.
En ninguna parte es esta tarea más urgente que en el área de los
derechos laborales. Durante 80 años los trabajadores mexicanos han sido
controlados por los llamados sindicatos de protección o blancos
impuestos por los gobiernos y sus aliados corporativos, incluidas
empresas multinacionales como General Motors, Nabisco y Goodyear. Hoy,
la gran mayoría de los trabajadores que desean desesperadamente un
gremio no pueden escoger su organización, elegir a sus líderes o
ratificar sus contratos de manera democrática por los controles
oficiales que se les impusieron en el pasado.
Es por eso que los salarios en la industria manufacturera en Estados
Unidos promedian 10 veces más que en México, igual que cuando el TLCAN
entró en vigor hace 25 años. Es por eso también que los obreros de las
nuevas plantas automotrices en México ganan menos de dos dólares por
hora en virtud de los contratos de protección patronal. Y es por lo que
decenas de miles de trabajadores en Matamoros, Tamaulipas, se han
declarado en huelga en meses recientes para exigir aumento salarial y
democracia sindical. Los trabajadores mexicanos exigen un cambio y lo
quieren ahora.
El Senado mexicano ya ha dado un paso contundente al aprobar el
Convenio 98 de la OIT sobre el derecho de sindicación y la negociación
colectiva que tuve el honor de presentar por iniciativa propia ante el
Senado de la República. Este mes, el Congreso comenzó a debatir la
reforma fundamental de la legislación laboral mexicana para dar efecto a
ese pacto, la reforma Constitucional de 2017 y los compromisos
negociados en el anexo laboral del T-MEC (Tratado de Libre Comercio
México-EU-Canadá). Esto obliga a establecer tribunales laborales
independientes, el voto personal, libre y secreto sobre los
representantes y los contratos colectivos, así como reglas justas para
los recuentos sindicales.
Pero hay mucho trabajo por hacer. Incluso la propuesta de reforma
presentada en la Cámara de Diputados, por iniciativa del grupo
parlamentario de Morena no garantiza que los trabajadores tengan el
derecho de ratificar sus contratos, como lo exige el anexo laboral del
T-MEC. Y los sindicatos blancos y sus aliados políticos trabajan arduamente para debilitar aún más la legislación sugerida.
Es por lo anterior que los sindicatos democráticos en México, EU y
Canadá deben defenderse ahora en torno a tres demandas clave: Primero,
debemos exigir –juntos– que la reforma a la legislación laboral de
México cumpla plenamente con el anexo negociado por nuestros gobiernos.
Los trabajadores deben poder elegir a su sindicato o no pertenecer a
ninguno, elegir a sus líderes y ratificar sus contratos de manera
democrática.
En segundo lugar debemos insistir en que el T-MEC incluya
disposiciones de cumplimiento estrictas para garantizar que cada uno de
los tres países respete los derechos laborales fundamentales. Las
empresas ya tienen que certificar que cumplen con las normas comerciales
para exportar en virtud del TLCAN. ¿Por qué no hacerles cumplir también
los derechos laborales? Se han permitido inspecciones transfronterizas
en casos de contaminación de los productos agrícolas. ¿Por qué no las
permitimos para graves violaciones como el trabajo infantil y forzado en
las cadenas de suministro?
Tercero, debemos trabajar juntos para construir y fortalecer los
sindicatos democráticos en México y desenmascarar a los empleadores que
violan los derechos de los trabajadores. La nueva Confederación
Internacional de Trabajadores, que tengo el honor de presidir, tiene un
compromiso histórico con la democracia sindical y la solidaridad
internacional.
Ahora es el momento de derribar muros y construir puentes. Juntos,
los trabajadores en América del Norte pueden crear una economía basada
en salarios justos y prosperidad compartida. Podemos fortalecer el
consumo, eliminar los aranceles injustos sobre el acero y el aluminio
mexicanos. Juntos podemos enfrentar y defender la imparcialidad en la
economía global. De esa manera podremos construir esos puentes con acero
producido en América del Norte y conducir vehículos fabricados y
ensamblados en la región por trabajadores de México, Canadá y Estados
Unidos que deberán gozar de derechos democráticos, mayor justicia y una
vida digna.
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