Por Ricardo Orozco
Fuentes: Rebelión
Aunque a lo largo de este sexenio ya se ha vuelto costumbre para el antiobradorismo (y, dentro de él, sobre todo, para sus comentócratas a sueldo) convertir en un escándalo mediático de incuantificables proporciones prácticamente a cualquier política pública emprendida por el gobierno federal o por alguno de los gobiernos locales emanados de MORENA, en las últimas semanas, el debate político en torno de los nuevos libros de texto gratuitos de la Secretaría de Educación Pública (SEP) parece haber desbordado ya los límites de la propia conversación hasta alcanzar extremos de lo absurdo que otras agendas igual de importantes para la administración de López Obrador no consiguieron.
En parte, por supuesto, esa virulencia de opiniones alrededor de esta temática se explica por el hecho de que ya están por comenzar los tiempos legales de las elecciones presidenciales del próximo año y, con ello, se impone —especialmente entre la oposición al obradorismo— la necesidad de parasitar la discusión pública con cualquier contenido que sea susceptible de convertirse en una mayor captura de votos en las urnas.
Sin embargo, y más allá de la evidente influencia que tiene el contexto electoral en esta pugna sobre la SEP y sus nuevos libros de educación primaria y secundaria para el próximo ciclo escolar, un aspecto de la discusión que no deja de llamar la atención —hay que insistir: al margen de su instrumentalización electoral en curso— tiene que ver con la inquietante, cuando no decepcionante, concepción que, en general, entre amplísimos sectores de la población se tiene acerca del rol que desempeña (o que debería de desempeñar) la educación, en general; y la educación pública nacional, en particular; tanto en la vida de cada persona que en este país accede a ella cuanto en el devenir histórico del conjunto de la nación o del pueblo de México.
En efecto, si de algo ha dado cuenta la intempestiva proliferación de opiniones que se han venido vertiendo en el debate público nacional acerca de esta temática en las últimas semanas, ese algo tiene que ver con el hecho de que, en México, la posibilidad de construir un proyecto educativo nacional con visión de largo plazo, que se caracterice por cimentarse en una vocación de profundo respeto por la diversidad y la pluralidad histórica, política, económica y sociocultural del país, así como en una real aspiración democratizadora e igualitaria, tendiente a construir una sociedad socialmente más justa y emancipada, sigue teniendo como su principal obstáculo a un cúmulo de dogmas y de sentidos comunes que, cuando no parten de la errónea idea de que la educación es un fenómeno social desligado de la política sí, por lo menos, sostienen que ésta debe de ser un proyecto subordinado a las necesidades del mercado, aunque algo de política se cuele de vez en cuando en su impartición dentro y fuera de las aulas escolares.
De cara al debate en curso sobre la posibilidad de que la SEP inicie el nuevo ciclo escolar que comienza este agosto con nuevos libros de texto gratuitos, valdría la pena, pues, plantear algunas preguntas al respecto para medianamente orientar el debate dentro de esa enorme verborrea parasitaria con la que el grueso de los medios de comunicación opositores al obradorismo, en particular; y a la 4T, en general; ha saturado la discusión pública y la agenda de los medios de comunicación. A saber: en primer lugar, valdría la pena preguntarse: ¿por qué decidió el gobierno federal que la implementación de esta nueva política educativa en el país debía de darse hacia finales del sexenio —cuando los tiempos parecen volver más frágil su viabilidad en el corto, el mediano y el largo plazos— y no, por lo contrario, desde el inicio, por allá de 2019, cuando, por lo menos en apariencia, las resistencias que podía enfrentar su puesta en marcha se antojaban menores, más débiles y menos organizadas?
La pregunta, después de todo, viene a cuento si se toma en consideración que, quien quiera que gane la presidencia de la República por MORENA el año próximo, al no contar con la fuerza política con la que sí cuenta Andrés Manuel (y quizá no estando de acuerdo ni con la forma ni con el fondo de lo propuesto por él en materia educativa), a lo largo del sexenio próximo podría sencillamente paralizar la implementación del nuevo modelo educativo nacional tanto por animadversión como por una manifiesta incapacidad de resistencia ante el embate político, ideológico, cultural y económico de los actores hostiles a éste. ¿Y es que no era, acaso, y en última instancia, esta posibilidad suficiente razón de peso como para haberle apostado a una implementación mucho más temprana del nuevo modelo educativo, para que ésta no tuviese que sufrir el mismo destino que, por ejemplo, siguieron algunas de las reformas más importantes de López Obrador (como la político-electoral, la judicial y la energética) que por haber sido relegadas a la segunda mitad del sexenio, cuando se perdió fuerza en los poderes legislativo y judicial, no pudieron concretarse?
Aunque sin duda son múltiples y de muy diversa naturaleza los factores que condicionaron el hecho de que el nuevo modelo educativo nacional quedase relegado en la práctica hasta la virtual conclusión del presente sexenio, en el fondo, cuatro parecen haber sido las razones de peso que al final determinaron que la apuesta por la educación en México no se diese apenas entrado en funciones el nuevo gobierno federal. En primer lugar, claramente la propuesta educativa de fondo de López Obrador no tiene que ver sólo con un cambio de contenido en los libros de texto gratuitos sino que, antes bien, parte de la base de que es imperiosa una transformación mucho más de fondo del anquilosado sistema nacional de educación pública, dentro del cual los libros de educación primaria y secundaria son apenas un eslabón de una cadena mucho más amplia; y uno, dicho sea de paso, que no necesariamente es el más importante. Ello, en los hechos, se tradujo en la necesidad de, por lo menos, contar con un diagnóstico acertado de las carencias y las fallas de este sistema tal y como fue dejado a la 4T por los gobiernos anteriores y, en consecuencia, partir de esa base para la construcción de una alternativa. Se dice fácil, pero pretender construir desde los cimientos un nuevo modelo educativo en el corazón de ese sistema no es nada sencillo y, tal y como sucedió, ello requirió de un tiempo relativamente amplio de planeación, de diseño, de organización, etc., para que fuese posible su instauración.
Implementar todos estos cambios apenas entrado en funciones el gobierno de Andrés Manuel, en este sentido, si bien garantizaba que a lo largo del sexenio su desarrollo sería supervisado por el propio presidente de México (primus inter pares en cuanto a la autoría intelectual de esta reforma), implicaba, a su vez, correr el riesgo de echar a andar un cambio de enormes proporciones sin que los cuadros políticos y burocráticos de la 4T tuvieran, por lo menos, el tiempo suficiente como para conocer desde sus entrañas al entramado institucional de la educación en México y, a partir de allí, elaborar un proyecto alternativo de educación para el país. Había que apostarle, en consecuencia, a que la educación en México, por primera vez desde los años del cardenismo, fuese un proyecto transexenal que, en los hechos, tocaría a quien suceda a López Obrador en la presidencia de la República garantizar su consolidación y fortalecimiento.
Pero no sólo es eso. En línea con lo anterior, la segunda razón que explica por qué la educación en el país parece haber quedado rezagada a última prioridad del gobierno actual tiene que ver con el hecho de que, aunque entre 2018 y 2019 MORENA y el obradorismo contaban con mayorías parlamentarias (Cámara y Senado) claras a nivel federal y con una presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación mucho más afín a la 4T, a lo largo y ancho de la geografía nacional, ni el partido ni el movimiento de masas que encabeza Andrés Manuel habían logrado conseguir una mayoría clara en la titularidad de las gubernaturas de las entidades federativas. Dato, por cierto, que se traducía en dos cosas: por un lado, en la posibilidad de que la implementación de la política educativa de López Obrador fuera bloqueada por gobernadores y gobernadoras de los partidos Acción Nacional, Movimiento Ciudadano, Revolucionario Institucional y de la Revolución democrática tal y como ocurre hoy, pero en una escala mucho mayor; y, por el otro, en el riesgo de que, en esas entidades aun gobernadas por las derechas unidas en Va por México (PAN-PRI-PRD y, tangencialmente, MC) la instrumentalización del debate educativo coadyuvase a retrasar la debacle político-electoral de varias de estas fuerzas políticas y, paralelamente, la capacidad de MORENA de hacerse con mas poderes ejecutivos locales que facilitasen la implementación de la nueva política educativa federal.
En tercera instancia, por eso, como razón de peso para retrasar la ejecución de los cambios trabajados desde la SEP, también se halló un acertado cálculo político que indicaba que, en los primeros tres años de gobierno de López Obrador, era importante priorizar la ejecución de políticas públicas y de reformas que no únicamente tuviesen resultados inmediatos en la vida cotidiana de las personas (objetivo de la política social obradorista desde que Andrés Manuel tomó protesta del cargo) sino que, además, no abriesen frentes de disputa política en ese momento innecesarios y que favorecieran una percepción de la 4T como un régimen radical; o que fuesen capaces de entorpecer los resultados que se buscaban cosechar en otras áreas, frente a otras problemáticas.
Ello, por supuesto, no quiere decir que la educación en México, para este gobierno, no fuese un asunto urgente y/o prioritario, sino que, antes bien, significa que se tuvo la madurez política suficiente como para aceptar que, a diferencia de los resultados obtenidos por una reforma laboral o por la implementación de una política social de redistribución de la riqueza nacional, los de una reforma en el ámbito educativo, además de requerir un mayor lapso de tiempo para ser experimentados, de igual modo requieren de periodos de maduración mucho más prolongados en términos de su adecuación práctica. En cuarto lugar, además, estuvieron los efectos que el confinamiento sanitario causado por el Covid-19 tuvieron en las capacidades de adaptación y de respuesta ante una crisis de tales proporciones del sistema de educación pública nacional y la imposibilidad, en ese momento, de echar a andar un proyecto en cuyo eje se halla la noción de comunidad (y si algo destruyó la virtualidad a la que obligó la pandemia de SARS-CoV-2, ese algo fue el sentido de comunidad).
Ahora bien, dicho lo anterior, no queda claro aún si López Obrador, en uno más de sus atinados ejercicios de pedagogía política, al relegar al último tramo de su administración la implementación del nuevo modelo educativo nacional, también estaba calculando que el debate que esta decisión generaría serviría a la ciudadanía para hacerla comprender, en principio, que la educación pública nacional también es un espacio de disputa popular en la definición de cualquier proyecto de nación, y cuya delimitación de ningún modo debe de quedar reservada sólo a personal técnico en la materia (ese que comentócratas de la vieja guardia creen que es un personal sin ideología y apolítico; como si tal condición existiera entre los humanos). Y, en segunda instancia, si, además de eso, de igual modo esperaba que el tema educativo, en general, fuese comprendido por esa misma ciudadanía como un problema transexenal, que no debe de ser abandonado al capricho de cada periodo presidencial ni, mucho menos, a las exigencias de mecanismos nacionales y/o internacionales de evaluación educativa orientados al fortalecimiento de competencias demandadas por el mercado neoliberal aún predominante en Occidente y otras partes del mundo.
Sin embargo, aún si ese cálculo no estaba ni está entre los que tomó en cuenta el aún presidente de México, de lo que no queda duda es de que, a la luz de las discusiones desencadenadas por los libros de texto gratuitos, ambas consideraciones ya deberían de estar siendo normalizadas por la ciudadanía como dos exigencias más en la definición de la transformación de la vida pública nacional, en igualdad de condiciones que otro tipo de demandas, como aquellas que tienen que ver con la seguridad y la violencia, la corrupción, la política social, la cuestión laboral o la mitigación del cambio climático. Y es que, después de todo, no puede esperarse, con seriedad intelectual, que, al margen de todos los cambios que se introduzcan en esas agendas, la educación en el país siga siendo la misma, como si, de algún modo, las escuelas públicas mexicanas debiesen de mantenerse inmutables ante todas las transformaciones políticas, tecnológicas, económicas, sociales y culturales que en México se han vivido los últimos años (en particular todos esos cambios forzados por casi tres años de excepcionalidad sanitaria, cuyas consecuencias más radicales aún están por verse en los años por venir).
De ahí la importancia de los cambios introducidos por la SEP en sus nuevos libros de texto gratuitos. Y de ahí, también, la pertinencia de avanzar esta discusión sobre el abordaje de dos preguntas más (a ser revisadas en las siguientes dos entregas de esta serie de análisis). A saber: por un lado, ¿cuál es el rol histórico que debe de cumplir el Estado mexicano, a través de su nueva política educativa, en el abordaje de los cambios que han experimentado y que seguirán experimentando México, América Latina y el resto del mundo? y, por el otro, ¿en qué medida las modificaciones hechas a los libros de texto gratuitos responden a los múltiples y diversos desafíos que se presentan en el mundo del siglo XXI?
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