Cuando
el ciudadano común pierde el sentimiento de confianza y seguridad en
las instituciones oficiales, percibe que en tales condiciones, la vida
no vale nada.
Secuestro, desaparición y muerte son tres sustantivos concretos y al mismo tiempo, propios
de las sociedades en las que los grupos de poder fáctico, llámense
estos ejércitos, escuadrones de la muerte, paramilitares, maras, mafias
o carteles de la droga toman las riendas del estado soberano, ya sea
violentamente o por la seducción del poderoso caballero Don Dinero, que
todo lo compra, soborna y corrompe.
La desaparición de los 43
estudiantes de la Escuela Normal Rural en el pueblo de Ayotzinapa en el
Estado de Guerrero, México, el pasado 26 de septiembre, no tiene
parangón en América Latina, pero no por el hecho en sí, puesto que
Latinoamérica es la región del mundo con mayor número de muertes
violentas por homicidio y armas de fuego, sino por la forma de operar de las fuerzas que intervinieron en la acción.
En
la “época dorada” de las dictaduras militares en Centro- y Suramérica,
allá por los sesenta y setenta del siglo pasado, los secuestros,
desapariciones, ajusticiamientos sumarios y las “caravanas de la
muerte” por razones políticas, fueron el instrumento preferido de los
aparatos represivos gubernamentales para aterrorizar a la ciudadanía y
los crímenes se cometían de acuerdo a un esquema, por regla general,
jerárquicamente establecido: Fuerza Armada, aparato de inteligencia,
servicios secretos, Policía Nacional y en colaboración directa con
grupos fascistas y/o paramilitares. De acuerdo a este “guión
contrainsurgente”, en la Plaza de Tlatelolco (La noche de Tlatelolco),
en el centro de la ciudad de México, la noche del 2 de octubre de 1968
tuvo lugar una batalla campal, sangrienta y desigual que enlutó a la
nación azteca entera. El mitin estudiantil contra el gobierno priísta
presidido por Gustavo Díaz Ordaz, se convirtió en un infierno dantesco
y la lluvia de disparos dejó decenas de cadáveres sobre las baldosas
del ágora de Tlatelolco. En el caso de Ayotzinapa/Iguala, los
estudiantes fueron detenidos por agentes de la policía municipal por
intento de “subversión del orden público”; encarcelados y
posteriormente “recogidos” por “agentes” del municipio de Cocula,
quienes finalmente los “entregaron” a los sicarios del cartel
“Guerreros Unidos”, según informa el periódico español El País (La noche de Iguala).
Lo de Ayotzinapa fue una acción conjunta
en la que participaron “agentes oficiales”, “agentes extraoficiales” y
criminales a sueldo. Es decir, que en México, uno tiene la impresión
que las fronteras entre el crimen organizado y la violencia
institucional son tan permeables que bien podría hablarse de una
“fluida cooperación osmótica”. Esta forma de operar es característica
en un Estado en el que la mafia y los barones de la droga han corroído
y corrompido los poderes ejecutivo, judicial y legislativo.
México,
esa bella y gran nación hermana, que un día elaboró el “Plan de
Independencia de la América Septentrional”, conocido popularmente como
el Plan de Iguala, firmado por Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero,
nos da hoy el ejemplo del crimen de Ayotzinapa, que pone al desnudo la
relación simbiótica entre las instituciones gubernamentales y los
Carteles de la Droga. En esto, México lindo y querido, ningún país de
América Latina te iguala.
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