El
Tratado de Libre Comercio de América del Norte (o NAFTA en inglés) es
un proyecto de integración regional cuyas principales características
son el bandidaje a gran escala, el coloniaje y la agresión sistemática
a las poblaciones. A diferencia de otras tentativas integracionistas,
acaso como la Unión Europea, el TLCAN no ofrece ni una sola concesión a
las poblaciones civiles, sólo despojo, opresión y represión. En Europa,
aún cuando la Unión resultó considerablemente lesiva para los países
más rezagados (España, Grecia, señaladamente), los ciudadanos y
trabajadores medianamente calificados tienen la oportunidad de salir de
sus países de origen y emigrar a otros dentro de la Unión en busca de
horizontes laborales, con una situación jurídica regular. No se trata
de aplaudir las cosas que allá se hacen bien o mal; y tampoco ignoramos
que esa integración europea responde más o menos a los mismos procesos,
fuerzas e intereses que privan en el TLCAN, en claro beneficio de las
élites regionales e internacionales. La referencia sólo pretende poner
de relieve la dimensión de la tiranía que identifica al bloque que
corresponde a nuestra región. Acá los mexicanos (y por extensión los
centroamericanos) son víctimas de los más siniestros atropellos en su
intento por cruzar “al otro lado”. Y los pocos que lo consiguen, a
menudo son objeto de discriminación, violación de derechos laborales y
humanos: migran de una realidad vejatoria a otra, con el agravante de
la irregularidad legal e indocumentación indefinida, y con frecuencia a
vivir en condiciones de hacinamiento infrahumanas. Esas son las
“bondades” de “nuestra” integración regional, que por cierto no es
“nuestra” sino de ellos, de los barones que arriba administran la
calamidad en provecho de intereses facciosos e inconfesables.
La
simultaneidad de la agitación política en México y Estados Unidos no es
accidental: el TLCAN es una política de estrangulación social
transfronteriza, sin concesiones o consideraciones. Es una política de
todo para ellos, nada para nosotros. Fórmula rudimentaria pero
implacablemente fehaciente.
Y dado que el pillaje, el
ultraje de soberanías, y la violencia contra familias e individuos,
naturalmente produce resistencia e indignación, se hace necesario,
desde la perspectiva de los poderes constituidos, escalar las tácticas
de represión, elevarlas a rango de producto único y vital de Estado. La
primacía de las políticas de seguridad nacional y la gestión
militarizada de los asuntos sociales en ambos países es parte de una
estrategia cuyo objetivo es intimidar, controlar y aplastar cualquier
viso de oposición al proyecto de los capitales congregados en el TLCAN.
Los casos más visibles –mediáticamente– de este
escalamiento de violencia y represión, correspondientes a la zona de
“seguridad” que comanda Estados Unidos, son, por un lado, los
estudiantes normalistas ejecutados y/o desaparecidos en Iguala,
Guerrero (no se deben ignorar las decenas de miles de cadáveres
sembrados en fosas comunes a lo ancho de toda la geografía nacional), y
por otro, los cerca de 20 asesinatos de civiles afroamericanos
cometidos en los últimos dos años por agentes policiales en EE.UU. Pero
como bien apuntan múltiples analistas, eso es tan sólo la punta del
iceberg.
Desde que arreciaron las movilizaciones en los
dos países, el número de ejecuciones extraoficiales, secuestros,
desapariciones forzadas, feminicidios, han aumentado
exponencialmente. La diferencia versa en que ahora las poblaciones
están alertas y consignan todas esas ocasiones de crimen, claramente
imputables al Estado. Se cobró conciencia de que esas modalidades de
delito nunca fueron hechos aislados, sino el signo de una epidemia de
brutalidad estatal cuya letalidad va a la alza.
En México, por ejemplo, las organizaciones civiles reportaron en menos de una semana tres feminicidios
que encienden la alarma (por añadidura a 19 plagios en Guerrero, y 70
desapariciones forzadas en Puebla, en el transcurso de un mes). Y no
sólo por la saña de los atentados sino también, y acaso más
señaladamente, por el perfil de las víctimas: jóvenes estudiantes que
se presume participaron en la jornada de protestas que recién
transcurrió.
Esta ola de criminalidad sin freno tiene un
correlato: la inacción inescrupulosa de las instituciones judiciales.
En materia de justicia y seguridad, la única presunta solución que
alcanzan a enunciar, y no sin dificultades, es el trillado recurso
militar. Si se hiciera un seguimiento de todos los casos de tratamiento
militar a los problemas sociales en la región, no alcanzaría una obra
enciclopédica para englobarlos todos. El TLCAN se basa en esta fórmula:
gestión militarizada de los asuntos sociales, y control criminal de las
poblaciones.
No se ve por ningún lado una voluntad para
desviarse de estas coordenadas. Pese a los recortes previstos en
materia de “ayuda exterior”, el Departamento de Estado de EE.UU. aprobó
el otorgamiento de 115 millones de dólares a México con la condición de
que 80 millones de ese monto estuvieran dirigidos a “tareas de
seguridad y antinarcóticos” (léase militarización), y sólo “35 a
refuerzo de las instituciones democráticas” (Semana
12-III-2014). El plan sigue en marcha a pesar de los señalamientos que
fincan responsabilidades a las fuerzas castrenses en los ominosos casos
de Tlatlaya y Ayotzinapa, y aún con los reportes de la Comisión
Nacional de Derechos Humanos que denuncian un incremento del 1000%
(¡sic!) en materia de violaciones de derechos humanos por parte de los
militares a raíz de su involucramiento en tareas de seguridad pública.
Otro desafortunado aspecto que mancomuna a los dos países suscritos al
TLCAN es el de las prácticas de tortura y detención clandestina. Cabe
recordar que en fechas recientes comenzaron a circular un par de
informes, uno de Amnistía Internacional otro del Senado en Estados
Unidos, que revelan que las fuerzas de seguridad en México y EE.UU.
incurren sistemáticamente en estos actos criminales y violatorios de
los derechos humanos fundamentales.
Además, en México y
Estados Unidos las instituciones de justicia y seguridad están en
bancarrota. Que un gran jurado decidiera absolver a Darren Wilson
–oficial de policía blanco– por el homicidio del joven negro Michael
Brown, tras un juicio plagado de irregularidades e inusual, pone al
descubierto que la desprotección jurídica es un ave migratoria, y
lesiona la integridad de las poblaciones de los dos lados del río.
Pero estos problemas intramuros no frenan a Estados Unidos en la
persecución de su agenda extramuros, máxime cuando se trata de su
doliente socio: México. El TLCAN debe seguir su desastroso curso.
Después de las reformas aprobadas al sur del Río Bravo, la preocupación
de EE.UU. por la solvencia de los negocios involucrados en ese ciclo
reformista se hace más patente. Las acciones de protesta por Ayotzinapa
tienen en estado de vilo a los inversionistas en el país vecino. Estas
jornadas de movilización desnudaron a su virrey, Enrique Peña Nieto, y
destaparon su debilidad. Y si alguna vez la consigna desde Estados
Unidos fue “salvar al soldado Peña” (revista Time), ahora,
frente al desmoronamiento-harakiri de esa administración, la gavilla de
estrategas reunidos en Washington comienza a fabular un plan de
emergencia, en la eventualidad de un virtual jaque al peñanietismo. Y
dado que el único renglón de la supremacía de Estados Unidos que sigue
ilesa es la fuerza militar, el conflicto que enfrenta el pináculo de la
jerarquía estadunidense en tierras subsidiarias se suscribirá
lógicamente al recurso militar. Las recientes declaraciones del titular
de la Secretaría de la Marina, almirante Vidal Francisco Soberón Sanz,
en el sentido de una presunta manipulación de los padres de familia de
los normalistas desaparecidos, anuncian el uso de los mandos militares
en México para restablecer la paz sepulcral que añoran los inversores
norteamericanos al sur de su frontera, en beneficio exclusivo de sus
agendas empresariales. A esta misión evangelizadora se sumará también
el capo de la diplomacia estadunidense, John Kerry, quien hace unos
días sostuvo: "apoyaremos al presidente Peña Nieto en sus esfuerzos
para promover las reformas fundamentales de seguridad y justicia que
México merece" (La Jornada 10-XII-2014). Todo indica que
será Kerry quien se ocupe de coordinar las acciones
diplomático-militares en tierras guadalupanas.
Pero en
México únicamente se autoengañan las autoridades. La población conoce
el fondo oscuro de esos bienaventurados “apoyos”. Raúl Zibechi escribe:
“Más que campañas desinteresadas se trata de diseños de
intervención/ocupación adosados con miles de millones de dólares… para,
con aval oligárquico, infligir brutales operativos de terrorismo de
Estado, con miras al desalojo poblacional en regiones y territorios de
interés por sus mercados, cultivos y/o riquezas naturales” (La Jornada 11-XII-2014).
La Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte
(ASPAN), que firmaron los dos países en 2005 y que es el agregado
militar del TLCAN, representa una intensificación de esos diseños de
intervención-ocupación con fines de desposesión.
Por todo
lo sostenido anteriormente, se puede concluir que la gestión
militarizada de los asuntos públicos y el control criminal de las
poblaciones, ejes torales del TLCAN, se traducen en terrorismo de
Estado. Y que la solución militar a los problemas sociales es
terrorismo.
Aunque ya se ha dicho en diversos foros, cabe
insistir que no estamos frente a hechos aislados de violencia
barbárica. Se trata de un terrorismo de Estado, conscientemente
concertado y ejecutado. Y este terrorismo de Estado es consustancial a
la fase superior del TLCAN-NAFTA.
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