Marta Lamas
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- En el discurso autoritario, que no escucha las voces
distintas, se repiten lugares comunes que, al configurarse como
argumentos del poder, atizan la problematicidad social en la que México
está sumido. Ante tal situación me viene a la memoria la aguda
reflexión de Albert O. Hirschman Retóricas de la intransigencia,
traducida espléndidamente por Tomás Segovia y publicada por el FCE. Con
el rigor y la elegancia que lo caracterizan, Hirschman aborda lo que
consideró una de las mayores deficiencias del funcionamiento de las
democracias occidentales: la sistemática falta de comunicación entre
grupos de ciudadanos: “como liberales y conservadores, progresistas y
reaccionarios”.
Hirschman revisa los tres
tipos de críticas que se han levantado infaliblemente, en múltiples
variantes, ante tres movimientos revolucionarios, progresistas o
reformistas en los pasados 200 años, y analiza el peso y las
influencias que han tenido. Así, logra poner en evidencia no sólo que
el razonamiento reaccionario “es a menudo defectuoso”, sino que además
está lleno de repeticiones; incluso señala lo cómicas que resultan
algunas retóricas. También dice que “los conservadores se han llevado
claramente la palma en el uso efectivo de la ironía, mientras que los
progresistas han quedado empantanados en la seriedad”, pues éstos “han
sido pródigos en indignación moral y parcos en ironía”. En México la
excepción a este señalamiento sería Carlos Monsiváis, un progresista
capaz de hundir el estilete de su ironía con una eficacia impresionante.
Al rastrear las tesis reaccionarias, Hirschman distingue
tres argumentos que califica como el de la perversidad, el de la
futilidad y el del riesgo. Los voy a resumir brutalmente: La tesis de
la perversidad intenta demostrar que la acción propuesta está mal
concebida y que producirá exactamente lo contrario del objetivo que se
proclama y persigue. O sea, la tentativa de empujar a la sociedad en
determinada dirección conducirá a un movimiento en dirección opuesta.
Esta idea del efecto perverso presenta muchos atractivos, y aunque es
hasta cierto punto elemental, tiene una paradójica cualidad que provoca
el convencimiento de “quienes andan en busca de visiones instantáneas y
certidumbres firmes”.
El segundo, la tesis de la futilidad, es muy diferente,
aunque comparte la sencillez de la anterior. Simplemente plantea que,
por más que cambien las cosas, todo sigue igual. Con ingeniosas
declaraciones se ridiculiza el propósito del cambio o se niega su
posibilidad. En ocasiones, las proclamaciones sobre la futilidad pueden
llegar a ser insultantes. Gran parte del atractivo de los argumentos
del efecto perverso y la futilidad tienen en común que son sencillos y
escuetos.
La tercera manera de argumentar contra el cambio es la
tesis del riesgo, que sostiene que aunque el cambio es deseable en sí
mismo, implica costos o consecuencias inaceptables.
No obstante que el análisis de Hirschman se centra en la
retórica reaccionaria, también encuentra defectos en la retórica
progresista. Luego de trazar un panorama históricamente informado de
argumentos progresistas y conservadores respecto al cambio, el autor
encuentra que hay exageraciones e ilusiones comunes a ambas retóricas.
Por eso asienta que es posible deducir dos ingredientes de lo que
califica como una posición “madura”:
a) Existen peligros y riesgos tanto en la acción como en
la inacción; los riesgos de una y otra deben esbozarse y valorarse, y
hay que prevenirlos en la medida de lo posible.
b) Las consecuencias benéficas tanto de la acción como de
la inacción no pueden conocerse nunca con la certidumbre que tienen los
gritos de alarma a que estamos acostumbrados.
En cuanto a prevenir desgracias o desastres inminentes, Hirschman recuerda el refrán que reza: “Lo peor no es siempre seguro”,
Finalmente, lo más interesante del erudito y divertido
ensayo de Hirschman es su conclusión sobre cómo NO argüir en una
democracia. Luego de diagramar la retórica de la intransigencia en los
argumentos paralelos de ambas posturas, declara que su objetivo no ha
sido “llevar la calamidad a las casas” de ambas posturas, sino “empujar
el discurso público más allá de posturas extremas e intransigentes de
una u otra clase”.
Para él, la deliberación pública y el debate entre
posiciones contrarias son fundamentales para que el proceso democrático
resulte sostenido por sí mismo y adquiera estabilidad y legitimidad a
largo plazo. Pero, como bien dice, “un pueblo que apenas ayer estaba
entregado a luchas fratricidas no es probable que se avenga de la noche
a la mañana al toma y daca de esas deliberaciones constructivas”. Por
eso nos previene del típico “diálogo de sordos” que “en realidad
funcionará mucho tiempo como prolongación y sustituto de la guerra
civil”.
Para quienes deseen emprender el largo y difícil camino
al diálogo, el trabajo de Hirschman sobre las retóricas de la
intransigencia es muy útil. Como indica el propio autor, tiene valor
“el conocimiento de señales de riesgo, por ejemplo, argumentos que son
invenciones hechas específicamente para volver imposible el diálogo y
la deliberación”. ¿Será que el discurso de la desestabilización es uno
de esos argumentos que obstaculizan?
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