León Bendesky
El
sistema democrático del país tiene un cortocircuito. Las próximas
elecciones de junio no provocan ninguna expectativa de mejoramiento en
el ambiente político y, realmente, carecen de interés. Pero no por ello
son irrelevantes, ya que pueden ahondar de manera general la
disfuncionalidad de los quehaceres del gobierno y de la actividad
legislativa.
Los muy insistentes llamados del Instituto Nacional Electoral para
que los ciudadanos acudamos a las urnas suenan como un desesperado
grito a la mitad de las dunas del desierto de Altar.
No hay correspondencia alguna entre el escenario electoral que se
presenta y que tenemos en puerta y las posturas que mantienen los
partidos políticos. La desconexión se aprecia desde su comportamiento
interno, en ocasiones verdaderamente lastimoso, así como en su
propaganda facilona. Las plataformas políticas no ofrecen nada
original, sólo repeticiones de nociones trilladas y vacías, sin
contenido práctico para quienes está dirigida y sin que apunte siquiera
hacia algo distinto y menos aun a algo que parezca mejor.
Ninguno quiere quedarse fuera del presupuesto, lo que, como se sabe,
es un grave error. Las listas electorales no convocan la atención de
nadie, salvo que ella derive del asombro en un sentido generalmente
negativo.
Esta situación ha exhibido crudamente a la institucionalidad vigente
del espacio democrático y de modo radical a aquello que representa el
acto mismo de votar, asunto clave en este terreno. Del carácter
ciudadano que fue parte de la creación del anterior IFE ya no queda
nada. No lo hace ciudadano la participación de la gente como
funcionarios de casilla, como de modo simplista señalan los machacones
anuncios del INE en radio, televisión y cine. Además, el tono en que
están hechos transmite la desconexión de sus publicistas con lo que
pasa en la calle.
El INE ha exhibido toda su fragilidad frente a los partidos
políticos, que lo han capturado para su propio beneficio. Historia
antigua. Sí, otra vez la misma historia no sólo de ansia, sino de gran
capacidad de control y de una democracia hecha y operada a modo de sus
principales beneficiarios. Las amenazas de los partidos que
obstaculizan a su antojo el trabajo en el instituto es una muestra de
la debilidad en la que está sumida ese órgano. Lo que se ha creado es
una enorme burocracia electoral. La manera en que el Partido Verde ha
expuesto a los consejeros del INE al incumplir las normas de la
propaganda es más que una anécdota o una insubordinación. Es una
expresión de la amplitud del relajamiento existente.
No existe nada que se pueda comprender como un sentido de necesidad
para fortalecer la construcción de las instituciones que son necesarias
para el desarrollo de algo que se aproxime a una democracia funcional.
Lo que hay es un mal arreglo incluso del mero aspecto formal de la
democracia.
Este
era uno de los valores principales que pudo defender en su momento el
antiguo IFE, pero duró apenas un santiamén. Poco hay, en cambio, del
carácter, llamémoslo, esencial de un sistema político representativo y
eficaz. Este rasgo se ha perdido por completo, se exhibe en cada uno de
los partidos y, por supuesto, en el INE. Y los ciudadanos lo saben.
Este punto de vista no arrincona el argumento en un ideal
democrático con signos de mesianismo y que es indeseable. Es
innecesario decir que no hay pureza en la solución que ofrece la
Democracia para un arreglo del sistema social. En un sentido ideal,
como dice Ranciere, el concepto de democracia se ha llevado al punto
imposible en que debería ser
reino de los deseos ilimitados de los individuos en una moderna sociedad de masas. Pero donde sí funciona con algunos márgenes positivos de operatividad y con posibilidades y restricciones diversas que caracteriza este tipo de arreglo social crea un entorno de mayor cohesión y capacidad de disputar la atención de la gente.
En nuestro caso, es en verdad tosco el retroceso de los últimos años
hasta en la misma formalidad democrática que consiste en convocar a
elecciones, propiciar una lucha entre proyectos para gobernar y hacer
leyes y luego que ambos se cumplan y también alentar a los ciudadanos a
que voten. Todo esto no ha ocurrido por casualidad.
Nuestro sistema democrático está en un punto en el que se aleja de
un balance mínimamente necesario en el que, como apunta Pettit en su
texto sobre el republicanismo, se sostengan la interferencia
constreñida por la propia ley –es especial cuando es aceptada de modo
generalizado– para propiciar algo que asemeje el bien común y la
interferencia arbitraria en el arreglo democrático. La cosa es aún más
significativa cuando esa arbitrariedad agranda la vulnerabilidad de los
ciudadanos. La impresión que existe entre muchos mexicanos es que con
la democracia en uso se hace con nosotros lo que se quiere.
Podremos seguir discutiendo las particularidades técnicas de las
políticas públicas y sus formas de gestión. El material al respecto y
su crítica no falta en ninguna de los espacios de la vida colectiva del
país. Pero todo ese debate es como la espuma debajo de la cual está la
espesa masa del frustrado esquema democrático desenchufado de la
sociedad a la que se dirige.
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