Pedro Miguel
La
semana pasada David Korenfeld, aún titular de la Comisión Nacional del
Agua, hizo traer un helicóptero de esa dependencia hasta las cercanías
de su domicilio, en Huixquilucan, para que lo trasladara, junto con su
familia, al aeropuerto capitalino. El afortunado azar quiso que un
ciudadano estuviera en condiciones de documentar un abuso, muy menor
desde luego, si se le compara con la cantidad de dinero público que
dilapidó recientemente Peña Nieto en el fastuoso viaje a Londres en el
que se hizo acompañar de más de un centenar de subordinados,
servidores, parientes y amigos, pero característico de la actitud con
que los integrantes del grupo político-empresarial en el poder ponen a
su servicio particular los recursos de la nación.
Tras ser pillado, Korenfeld ensayó un recurso inverosímil para
calmar la furia social: difundió una foto de una rodilla equipada con
un aparato ortopédico impresionante,
explicóque padece quebrantos de salud que no explican nada (porque ni una enfermedad terminal justifica un robo al erario) e hizo un esbozo de humildad y contrición: la disculpa pública y un pago a la Tesorería por el uso de la aeronave que queda en grado de presunto en tanto no exhiba el recibo correspondiente. Esa rodilla recuerda el chantaje sentimental de Angélica Rivera tras el descubrimiento de la todavía opaca residencia de Sierra Gorda (
es fruto de mi trabajo) y, al igual que en esa ocasión, multiplicó la indignación en vez de aplacarla, sobre todo porque el director de Conagua fue visto y fotografiado días antes en buena condición física y sin exhibir indicio alguno de alguna dolencia incapacitante que afectara su movilidad hasta el punto de obligarlo a pagarse un traslado en helicóptero a costillas de los contribuyentes. Y también, desde luego, porque el funcionario es el cerebro de un proyecto de ley que pretende colocar los recursos hídricos del país en manos de concesionarios privados y acotar el derecho al agua de los ciudadanos a 50 litros por persona: con eso beban, cocinen, frieguen platos, báñense, laven ropa y limpien el piso; ¿no les alcanza? Pues compren más. ¿No tienen dinero? Pues vivan sucios y sedientos.
Menos escándalo causó el periplo de Semana Santa en el que Luis
Videgaray marchó con todo y familia a la Sierra Tarahumara a exhibir
lujos y excesos de protección (una caravana de camionetas blindadas
para cuidarlo) ante unos rarámuris atenazados por la miseria y la
inseguridad. Aunque se haya prestado menos atención al mirreyismo de
Videgaray que al de Korenfeld, hay que padecer una disociación muy
severa para no ponderar la ofensa perpetrada por el primero,
responsable de la conducción económica que mantiene a las comunidades
rurales –especialmente a las indígenas– en una marginación crecedera, y
miembro destacadísimo del equipo de gobierno que en más de dos años ha
sido incapaz de revertir, salvo en el discurso, la ola de violencia
delictiva y disolución de la seguridad pública causadas por sus
antecesores y acentuada en lo que va de esta administración.
En
todo caso, el desplante del secretario de Hacienda tuvo como única
respuesta el silencio oficial, a diferencia de la esperpéntica reacción
ante lo del director de la Conagua: el titular del cadáver
institucional llamado Secretaría de la Función Pública, Virgilio
Andrade, salió de su letargo para anunciar que había citado a Korenfeld
para que explicara lo que a su interés conviniera sobre el uso del
helicóptero. Agradecido debe estar con su nuevo investigado por cuanto
éste le ha dado la primera oportunidad para justificar su nombramiento
y para desviar la atención pública de una investigación tocada de
antemano por el conflicto de interés: la de las propiedades que Rivera,
Peña y el propio Videgaray compraron a Grupo Higa, contratista
privilegiada del Edomex, en condiciones muy poco claras.
En el tramo terminal del régimen cunde un mirreyismo característico.
Algunos lo llamarán cinismo y otros, inocencia, pero el hecho es que a
esta camada de funcionarios públicos (priístas y de otros partidos) le
resulta de lo más natural y lógico enriquecerse, darse la gran vida y
servirse en sus platos privados grandes cucharadas de los bienes de
todos; le parece tan consustancial al ejercicio del cargo como lo veían
los miembros del clan Somoza nacidos, criados y crecidos en el poder. Y
ante la crítica pública no hay, desde luego, atisbo alguno de afán de
enmienda, sino aplicación de medidas de control de daños. Como la
rodilla de Korenfeld.
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